Maarten y sus hombres no habían sabido ni podido impedir que los tres Jarlewurms abrieran una brecha en el muro e ingresaran en la ciudad. Todavía más: a duras penas había conseguido Sygfriedson que los guerreros se recobraran del inmediato desánimo provocado por el nuevo desastre y se aprestaran para la lucha cuerpo a cuerpo con los reptiles. No serían sino ridículas pulgas contra depredadores feroces pero, si picaban fuerte, producirían tal tormento en sus enemigos, que éstos deberían rascarse mucho, y mientras tanto tal vez se salvara al menos una parte de la población. Con argumentos semejantes fue que arengó Maarten a los hombres, pero éstos, como por casualidad, se concentraron en los dos Jarlewurms más jóvenes e inexpertos, a quienes hostigaron en grupo y desde cierta distancia para mantenerlos entretenidos; pues no sabían qué otra cosa hacer y los aterraba la sola idea de acercárceles más. Todos hicieron oídos sordos cuando Maarten pidió voluntarios para acompañarlo a luchar contra Talorcan, especialmente temido y odiado por sus continuas exhibiciones de crueldad gratuita, que casi eclipsaban el recuerdo de los Thröllewurms jugando con sus víctimas la noche del Mar en Sangre.
Maarten mismo, normalmente, habría sido mucho menos osado. Pero tras una infancia atribulada, solitaria y pródiga en humillaciones, había sido armado Caballero merced a la confianza que Thorstein Eyjolvson había puesto en él contra el escepticismo de todos los demás, incluso de Gudjon Olavson. Ahora llegaba la hora de demostrarles al señor Eyjolvson, a Drakenstadt y al mundo entero, que tal confianza era merecida; cosa difícil, porque él mismo dudaba de merecerla. Pero no era esto lo que lo impulsaba a desafiar a Talorcan. Maarten era muy feo y había creído que siempre estaría solo; pero increíblemente, había enamorado a una jóven rústica y no obstante muy bonita, Gerthrud Svendsdutter. Se habían prometido en matrimonio los dos, pero la guerra volvía muy fugaces sus encuentros, y no habían podido o querido esquivar la ocasión de caer en pecado cada vez que se veían. De resultas de ello, la joven estaba ahora encinta, y la idea de la futura paternidad, sumada al amor que Gerthrud le profesaba, hacía que Maarten se sintiera a punto de tocar el Cielo con las manos. En suma, ahora tenía más de lo que nunca había tenido antes.
Y Talorcan el Negro se disponía ahora a arrebatárselo, a dejarlo de vuelta sin nada. Este solo pensamiento fue superior a cualquier miedo, a la cobardía más voraz. Ni siquiera pudo pensar en lo que hacía.
-¡Talorcan!... ¡Asesino!...-gritó, tal como oyeran Hodbrod Christianson, los secuaces de éste y muchos más, escépticos ante tanto coraje y a la vez horrorizados ante lo que, estaban seguros, era una locura.
Talorcan se volvió, incrédulo también él. A duras penas reconocía su nombre, tan mal pronunciado por aquel pequeño, ridículo humano, y no entendió la segunda palabra. La actitud del pequeñajo, sin embargo, no dejaba lugar a dudas: venía a desafiarlo.
¿A él?
¿A él, que había reducido a cenizas, aplastado o devorado a tantos guerreros de aquella colonia humana que tan tenaz pero inútil resistencia ofrecía a los Wurms?
Parecía cosa de locos.
-¡Talorcan! ¡Bastardo, hijo de puta!... ¡Demuestra que no eres bueno matando sólo a los que no pueden defenderse!... ¡Te reto a combate singular!
Entonces Talorcan supo que aquel enano hablaba en serio, y como no tenía apuro, decidió entretenerse un poco con él. Inclinó un poco la cabeza, en grotesca parodia de una reverencia, y al hacerlo miró a Maarten de una forma escalofriante. Todos, alguna vez, sentimos o sentiremos que algo maligno y enorme nos mira así. ¿Qué hice?, se preguntó Maarten, súbitamente horrorizado lo mismo del monstruo que de su loca, irreflexiva osadía. Iba a enzarzarse en un combate sin la menor posibilidad de éxito, a enfrentarse a un poder aterrador, muy superior a él, y gestado quizás en las entrañas del mismísimo Infierno. Se encogió sobre sí mismo, medroso y sin esperanzas, algo que a muchos de nosotros, por no decir a todos, nos resultará conocido. Durante una fracción de segundo recordó todas las veces que, para sus adentros, se había encogido así, igualmente acobardado y desesperanzado, antes de salir a presentar batalla, primero a regañadientes y luego cada vez con mayor resolución a medida que se descubría más duro y resistente de lo que imaginaba; tal vez de eso nosotros mismos tal vez sepamos algo... Pero sin duda el momento que más conservaremos en nuestra mente será el de esa lucha peliaguda que supusimos sería la última, ésa que afrontamos sólo porque nada más podíamos hacer o para tener al menos un final digno. El mismo que ahora Maarten debía contentarse con hallar y que se preparaba a afrontar, enderezándose valientemente sobre su montura.
-Dios-musitó Hodbrod Christianson, contemplando atónito la escena mientras sus compañeros terminaban de liberarse-. Lo va a matar-y miró a Maarten, sintiendo que las lágrimas, sin que él pudiera evitarlo, le anegaban los ojos y arrasaban su rostro en torrente, y amando de golpe todo aquello que el Caballero, diminuto y heroico frente a la mole siniestra del despiadado Jarlwurm, representaba en este momento.
Talorcan se puso en marcha, paladeando anticipadamente su inexorable triunfo y dispuesto a jugar con aquella nueva y cómica presa, como siempre lo hacía. Se movió con lentitud, agachándose mucho, como si ni ver a su minúsculo contrincante pudiera sin tal esfuerzo. maarten, obviamente sin la más remota ilusión de ganar, espoleó a su caballo y retrocedió un poco. Ante todo quería, para empezar, alejar al gran dragón de la parte de la ciudad que aún no había sido hollada por los Jarlewurms; de modo que retrocedió hacia el Sur. Talorcan giró hacia él con malvado regocijo, y lanzó un rugido atronador que sobresaltó a su contrincante, obligándolo a hacer sobrehumanos acopios de coraje para resistir la tentación de escapar.
Y en ese momento, Hodbrod, como poseído por un arrebato de locura, echó a correr hacia los contendientes, ante la perplejidad general y los gritos de sus compañeros:
-¡Hod, Hod, vuelve!
-¡Hay que ayudar! ¡Hay que ayudar!-gritó él en respuesta, sin escuchar nada más. Eso que tanto había pujado en su alma por ponerse de pie finalmente estaba erguido, revestido de invencible apariencia. Ante él, tal vez esos Wurms que en mayor o menor medida anidan en todo espíritu humano corrieron a esconderse, súbitamente empequeñecidos.
Ante su paso, Hod hallaba escenas de pesadilla que apenas aparecían insinuadas por gemidos agónicos y súplicas, o dolorosamente reveladas en todos sus detalles, paisajes de desolación y lobreguez estremecedoras, cuya aura de espanto y dolor no lograban ocultar las sombras de la noche. Los incendios originados por los fuegos de los Jarlewurms terminaban de acentuar la impresión de que el mundo sucumbía para siempre, sometido al malévolo dominio de los monstruos y devenido Infierno a perpetuidad.
Un niño lloraba desconsoladamente entre las ruinas de su casa, arrodillado junto a su madre atrapada bajo una pesada viga. La infeliz mujer suplicaba a su hijo que corriera a ponerse a salvo, dejándola allí.
Hod se sintió desgarrado entre dos fuerzas opuestas. Quería ayudar a Maarten, pero ¿cómo podía pasar de largo ante semejante escena, hacer como que no había visto nada?
Finalmente se detuvo junto al niño.
-Tranquilo-le dijo. Aferró la viga y trató con todas sus fuerzas de alzarla. El corazón se le vino a los pies al darse cuenta de que no lo lograría, de que era muy pesada para él. Sintió deseos de gritar dedesesperación e impotencia, quiso clamar al Cielo e implorar que lo fulminara, que lo librara de la pesadilla adicional de ser el inútil Hodbrod Christianson, único ser del Universo condenado a no hacer nada bien y a fracasar incluso cuando sus intenciones fueran nobles.
Y en eso, vio muchos otros pares de manos aferrándose la viga, y sintió una palmada en su espalda; y al mirar a su alrededor, vio asombrado a unos cuantos de sus compañeros, venidos a ayudarlo.
-Todos juntos, a la cuenta de tres: uno... dos...