A fin de que Einar no pudiera enviar mensajes al Conde Arn, caso de que tal fuera su idea, Balduino ordenó que nadie saliera de Kvissensborg sin su expresa autorización. Luego siguió inspeccionando el castillo. Tras terminar de pasar revista a las tropas que seguían allí, y mientras esperaba el regreso de las que habían sido enviadas tras los fugitivos, pasó al sitio que más le interesaba: las mazmorras. Al fin podría saber noticias ciertas acerca de Tarian.
Su pretexto, aunque no lo precisaba, fue cerciorarse de que efectivamente quedaran cinco prisioneros en las mazmorras, como aseguraba Hildert Karstenson. Prefirió por ahora no detenerse más de un minuto ante cada celda; el terreno por el que marchaba ahora no estaba todavía lo bastante firme, y si se sospechaba de él que tenía interés en liberar a algún prisionero, tal vez se hallara inspiración para acusarlo de colaborar en la reciente fuga, como posiblemente hubiera hecho Einar de haber tenido tiempo.
Se accedía a las mazmorras mediante una estrecha escalinata de piedra. Descender por ella era bajar a otro mundo, uno muy parecido al Infierno. Era un sitio siniestro, de techo bajo y aire viciado por moho, sangre, sudor, orina y heces, adonde las ratas chillaban al escurrirse de celda en celda, y adonde ánimas en pena parecían vagar por el aire, incapaces de hallar el descanso eterno. Allí una mota de polvo, al caer, parecía provocar un estruendo semiahogado por gritos agónicos y fantasmales de prisioneros muertos en medio de escenas de violencia sin nombre, luchando unos contra otros.
El lugar se hallaba muy mal iluminado por antorchas dispuestasa intervalos a lo largo del corredor entre las celdas de la izquierda y las de la derecha, cuyas puertas tenían mayormente la forma de arco enrejado, a excepción de las que daban a las Celdas Comunes, que eran rectangulares. Las llamas de las antorchas encendidas, no más de seis, contribuían a enrarecer todavía más el aire, y sus resplandores tremolantes eran fagocitados por la voraz oscuridad de lo profundo de las celdas. En el corredor, donde reinaban las penumbras, las sombras de los ocasionales visitantes se alargaban hasta lo indecible.
Era un sitio en el que la razón huía despavorida y la fantasía se cubría con una lúgubre y horrenda mortaja, y el que crimen y dolor embebían las piedras de las paredes; un Seol de muertos en vida condenados a una existencia maldita y absurda, un oscuro páramo donde la virtud y el amor morían y se disolvían bajo un opresivo, asfixiante cielo de crueldad y miseria.
Balduino dejó a uno de los dos guardias que lo acompañaban apostado a la entrada. Luego bajó por la escalinata seguido por el otro; y apenas inmerso en aquel ambiente de pesadilla, experimentó la atroz congoja del que descubre que el mundo ha muerto y él es el único sobreviviente; porque no se oía el menor ruido, a menos que el espíritu también aguzara los oídos, y en ese caso lo que se escuchaba ponía los pelos de punta. Y cuando algo resonaba de verdad en esas estancias, lo hacía de manera estruendosa; de modo que el paso de los dos hombres parecía más bien el avance de toda una hueste.
-Deprimente, ¿eh?-murmuró, más para sí mismo que para el único guardia que lo seguía.
-Prefiero pasar por el tormento antes que bajar aquí-contestó el guardia, nerviosamente-. No temo a enemigos de carne y hueso, pero este lugar... No sé... Es...
-Pero ahora has bajado...
-Sí. Ahora he bajado.
Balduino tomó la tea del antorchero más próximo, y la luz del fuego arrancó destellos metálicos a su armadura negra.
-Tal vez sería mejor que viniera tu compañero y no tú-dijo-. No podrás orientarme si no conoces bien esta parte del castillo.
-No es muy complicado, señor-contestó el guardia-. Y de todos modos, se habla tanto de este sitio que aunque no hubiese bajado nunca, lo conocería como la palma de mi mano. Dicen que las mazmorras están malditas, que varios carceleros y reclusos se volvieron locos...
Balduino se volvió hacia él y lo miró sin decir nada. El guardia calló, arrepentido de aquellas confidencias que tan al descubierto ponían su temor. Pero Balduino, comprensivo, posó su mano en el hombro de él, y el guardia lo miró a los ojos y vio allí un silencioso y sólido compañerismo.
Si además hubiese podido oír las voces en la mente del pelirrojo, habría retrocedido hasta los trece años de edad, a un punto de su vida en el que acababa de ser encontrado por los Caballeros del Viento Negro tras meses de estar librado a su suerte y desesperadamente solo. Como entonces, se veía cabalgando con uno de ellos en la grupa.
-El mundo no es un lugar horrendo que vuelve infelices y malos a los hombres, sino que es la infelicidad y la maldad de éstos lo que hace del mundo un lugar horrendo-decía bajo el casco la voz del Caballero-. Ese mundo espera día a día al héroe predestinado, anunciado por las profecías, que traerá la luz y disipará las tinieblas. Pero ahora la espera terminó. El héroe ha llegado: eres tú...
Balduino recordaba perfectamente aquel momento, porque su corazón, emocionado, había dado un vuelco. He aquí que se lo recibía como el héroe de leyenda que siempre había soñado ser, un autor de magníficas hazañas que cantarían bardos y juglares por siempre jamás.
No pudo menos que sonreír recordando su decepción ante las siguientes palabras del caballero:
-...porque cada uno de nosotros es un héroe predestinado, a su manera; pero la mayoría de las personas elige esquivar los hados y dejar incumplidas las profecías que lo anuncian. Cuando se busca un héroe, miran hacia otro lado. Es lo más cómodo, lo más fácil... Una pena. Acaban convertidas en personas grises y mediocres que al final de sus vidas han existido y nada más. Mueren sin valorar su propia felicidad, pues la han tenido en demasía; y mueren también sin saber de qué son capaces, puesto que no han sido probados en ningún desafío que valga la pena, ni han seguido la senda del sacrificio, que es sólo para valientes. Y lo que es peor, muchos mueren en quejumbre. Se lamentan de que la vida no ha sido justa con ellos; de que nadie los valoró debidamente; de que el mundo es cruel e injusto. Y resulta que son ellos los que no han sido justos con la vida, los primeros en no valorarse debidamente a sí mismos y los culpables de que el mundo continúe siendo un lugar tan siniestro como lo hallaron al llegar a él. Estaban destinados a ser héroes, pero ellos eligieron otra cosa.
No habían agradado a Balduino estas palabras de aquel Caballero a quien luego tendría el honor de servir, el señor Benjamin Ben Jacob. El no quería ser sólo un héroe predestinado, sino el único y más grande héroe predestinado...
Todavía sonriendo, volvió a su realidad actual.
-No vamos a dejar que este sitio nos afecte, ¿verdad?-preguntó al guardia, más como si se dirigiera a un hermano o un amigo.
-Desde luego que no, señor-contestó al guardia, devolviéndole aquella sonrisa que, por venir de alguien que podía haberlo tomado en solfa, reprendido o incluso castigado a causa de su temor, parecía imbuida de un poder sedante.
-¿Quién está encerrado aquí?-preguntó Balduino, señalando la celda que tenía a su izquierda y alzando la antorcha para ver mejor.
-El-contestó el guardia, señalando un esqueleto contra el muro opuesto a la puerta.
El ocupante de aquella celda había muerto en parte acostado, pero con la parte superior del torso a medio incorporar; la calavera, apoyada contra la pared, parecía sonreír muy divertida, y a Balduino le causó en gracia el detalle.
-A éste podríais soltarlo, que, sea cual sea el motivo por el que se lo encerró, no volverá a causar daño. Respondo por él-bromeó-. Aunque se lo ve tan feliz, que sería un crimen forzarlo a domiciliarse en otro sitio...
El guardia pareció luchar consigo mismo durante unos instantes; luego respondió:
-Se dice, de hecho, que no hay forma de sacarlo de aquí; que si se intenta sepultar sus huesos, se oyen alaridos horribles y es necesario desenterrarlos y traerlos de nuevo.
-¿Sí?-preguntó Balduino, intrigado, preguntándose el motivo por el que alguien que había muerto en la mazmorra podría rechazar esa doble liberación que le proporcionaba la muerte-. ¿Y aquí a quien tenemos?-inquirió, señalando la celda enfrentada con aquella del otro lado del pasillo.
-Kehlensneiter, señor.
Al oír que se lo mencionaba, el legendario Kveisung, terror de los puertos de Andrusia, giró la cabeza; hasta entonces no había sido más que una vaga forma en las sombras, un bulto de inmovilidad estatuaria. Su ausencia de nariz y orejas se perdía en un rostro salvaje, melenudo y barbiluengo; pero los ojos, violáceos como los de Lambert, dominaban la escena. Eran espeluznantes. Algo de su antigua crueldad destellaba todavía en ellos pero, por lo demás, eran ojos de un muerto envidioso de los vivos. Ante aquellas pupilas que lo miraban con fijeza y odio a medio marchitar, Balduino se sintió mucho más cerca de tétricas historias de horror que ante el esqueleto de la celda de enfrente.
Luego pasó Balduino ante la celda que ocupaba Hendryk Jurgenson. Sin duda en un intento por dificultar la comunicación entre él y Kehlensneiter, había buena distancia entre sus respectivas celdas, cubierta por otras que se hallaban vacías. No pudo Balduino formarse opinión cabal sobre él, porque no lo advirtió en su figura rasgos particularmente distintivos. Estaba tan desgreñado, melenudo, mugriento y barbiluengo como Kehlensneiter, y el mismo aspecto presentaban los dos ocupantes que yacían en las famosas Celdas Comunes, si bien estos últimos se veían mucho más míseros, postrados por quién sabía qué malsana y despiadada peste y ya más muertos que vivos. Cuando murieran, las Celdas Comunes, más amplias que el resto porque en ellas, amuchados y mezclados unos con otros, solía encerrarse a la mayor parte de los presidiarios, quedarían completamente vacías, acentuando mucho más la sensación de relativa amplitud del lugar.
La verdad era que tampoco era un lugar tan grande como para encerrar a demasiados hombres allí; y no obstante, sabía Balduino que en otro tiempo aquel lugar solía hallarse atestado. Mejor ni imaginar el inhumano hacinamiento que fomentaría combates brutales entre los reclusos incómodos y más que dispuestos a eliminar a sus propios compañeros con tal de ganar más espacio.
Ese fue el único sitio donde, a fin de asegurarse de que la cerradura no hubiera sido forzada, Balduino se detuvo por más de un minuto. Mientras lo hacía, escuchó a los moribundos tosiendo apagadamente, ya sin fuerzas ni para ello, y jadeando de manera entrecortada. Tal vez una larga carrera de crímenes justificase semejante final; pero de todos modos, Balduino no pudo evitar impresionarse. El no creía en cosas como Cielos o Infiernos o reencarnaciones. Sólo una vez se recibía el don de la vida, y lo aterró pensar en cómo se lo desperdiciaba a veces. Aquellos sujetos tendrían una muerte solitaria y amarga a consecuencia de elegir y transitar los caminos del Mal.
Se preguntó sin curiosidad cómo hallaría él su propio fin. Siempre había imaginado y hasta deseado caer en combate, porque ése era el final más lógico y más glorioso para un guerrero. Menos atrayente le resultaba la idea de sólo quedar dormido y ya no despertar. Pero súbitamente lo aterró la idea de morir en una oscura, fría y húmeda celda, despreciado y semiolvidado, abandonado a su suerte por justos y pecadores. No era que él pensase hacer méritos para acabar de esa manera; pero paradojas de la existencia, el capricho de los poderosos, la conformidad de las masas y otras circunstancias vuelven a veces bueno lo que en realidad es malo, y vil lo que en realidad es noble. Incluso el más acérrimo defensor de la justicia puede terminar sus días pudriéndose en una celda; y Balduino lo sabía.
La calavera del ocupante de la primera celda pareció aparecérsele y burlarse amablemente de él: Te aseguro, muchacho, que no tendrás esas preocupaciones una vez muerto, ni hará que lo estés menos la forma en que mueras... Tal vez no estuviera oyendo sino la voz de su subconsciente, pero aquella perspectiva filosófica le pareció realmente propia de un espectro que llevara mucho tiempo meditando acerca de su propia muerte; de modo que sonrió reconfortado y lo invadió una oleada de felicidad cuando, al ponerse nuevamente en marcha, oyó otra vez el repiqueteo metálico de sus espuelas quebrando el lúgubre silencio a cada paso que él daba. Todavía estaba vivo, y robusto y duro como un roble joven; y la Muerte no se lo llevaría sin previa y denodada lucha.
La última celda ocupada se hallaba al final del corredor, y por fuerza tenía que ser la de Tarian, si es que éste aún vivía. Hallándose todavía a distancia notó Balduino una figura de aspecto robusto y vigoroso en un rincón. Esto contradecía lo que él había imaginado por conversaciones con otras personas, desde los Kveisunger hasta Fray Bartolomeo, según las cuales Tarian se hallaba golpeado y mísero; y se preocupó, porque parecían aumentar las posibilidades de que el joven estuviese muerto y aquel fuera otro recluso cualquiera. Al avanzar unos pasos más, su consternación al principio fue en aumento, porque la corpulencia de aquel individuo, fuera quien fuere, hacían pensar en un recién llegado al calabozo, no en alguien que llevaba ya diez años encerrado. Pero entonces la luz de la antorcha arrancó reflejos de aquel cuerpo, y entonces se advirtió que éste se hallaba revestido de armadura. Se trataba del guardia que siempre estaba con Tarian en su celda, listo para matarlo ante cualquier indicio de motín por parte de los Kveisunger; pero ¿dónde estaba el muchacho?
Ya desde cierta distancia el olor a orina y excrementos frescos era muy fuerte. Ingenuamente, Balduino lo relacionó con algún problema en las cloacas, y simplemente agradeció tener un estómago fuerte y siguió adelante. En busca de Tarian, alzó un poco más la antorcha en el mismo momento en que un gemido apenas audible llegaba hasta él. Lo que vio entonces lo estremeció de horror, ira e indignación.
Emporcada en sus propias heces y orina, una escuálida y temblorosa figura yacía en el piso de la celda, de cara al mismo. La desgreñada melena, como una cortina, ocultaba sus facciones. Salvo por los temblores espásticos, el cuerpo se mantenía casi totalmente inmóvil, salvo por algún dedo que se flexionaba. Luego de soportar años de barbarie carcelaria, el valiente joven se estaba dando por vencido.
Una negra y vengativa ira se apoderó de Balduino, quien tuvo que luchar para contenerse. No tenía autoridad real para exigir que se sacara a Tarian de aquella celda. Si forzaba a los carceleros a mitigar los suplicios del joven trasladándolo a otra celda luegop de bañarlo y alimentarlo, sin duda le obedecerían en tanto él estuviera allí; pero ¿y cuando se hubiese ido, qué? Tal vez, en vista del interés que mostraba en Tarian y con el solo propósito de hacerlo rabiar, eliminarían al desventurado muchacho haciendo pasar su muerte como cosa accidental. Por ahora nada podía hacer, salvo dejar las cosas como estaban.
-Este tampoco durará mucho-comentó con cierta piedad el guardia que escoltaba a Balduino-, aunque viene diciéndose desde hace tiempo que está próximo a morir, y siempre sobrevive.
Tarian, amigo, resiste sólo un poco más. Ya vengo por ti, pensó Balduino. Su cólera ante el aberrante, inhumano espectáculo apenas entrevisto iba in crescendo; se obligó a apartarse de la puerta. Su impulso de exigir, espada en mano, la libertad de Tarian y el castigo para los culpables de tamaña atrocidad, aumentaba a cada instante. Pero no podía ser tan emocional ahora. Einar y sus secuaces todavía podían recobrar fácilmente su dominio sobre Kvissensborg.
-Vámonos. Ahora me consta de verdad que quedan cinco prisioneros aquí-dijo al guardia que lo acompañaba.
Trataba de mostrarse indiferente, cuando para sus adentros lo atormentaba la duda sobre la corrección de lo que estaba haciendo. Ciertamente, en menos de una semana su autoridad sobre Kvissensborg estaría consolidada, pero ¿resistiría Tarian hasta entonces?
Si sólo tuviera aquí adentro alguien en quien confiar...-pensó-. Alguien de quien supiera que bajo ninguna circunstancia me traicionaría y que no tuviera que rendir cuentas por sus actos a Einar ni a nadie más...
Desandando camino hasta la salida, pasó nuevamente frente a la celda ocupada por el esqueleto. La calavera seguía sonriendo afablemente, y Balduino se preguntó si realmente habría oído a un espectro reconfortándolo momentos atrás.
Si de verdad en esta mazmorra queda de ti algo más que huesos, por favor, ayúdame. Protege a Tarian, pensó, mirando el cráneo; pues incluso Balduino, aunque pretendiese lo contrario , tenía cierta difusa creencia en el mundo espiritual, nunca del todo coherente, que afloraba sobre todo en momentos en que no tenía otra cosa en qué apoyarse, y que se iría fortaleciendo con el paso el tiempo, aunque sin jamás tomar forma concreta.