Los dos jóvenes Jarlewurms fueron los primeros en recobrarse. Tal vez tampoco ellos creyeran del todo aún en lo que estaban viendo, pero el espectáculo del gigantesco cadáver sacudido por espasmos no les dejó ganas de salir de dudas. Primero se movió uno y luego el otro, y a su alrededor los hombres volvieron a ponerse en guardia, bailoteando en torno a ambos y gritando como locos; pero los Jarlewurms nunca habían sido solidarios entre sí, ni acostumbraban vengar a sus congéneres caídos; y a aquellos dos sólo les interesaba escapar. Quizás Talorcan los había mantenido demasiado sometidos a su autoridad y ahora, libres de ella, se sentían indefensos; o quizás era la primera vez que entraban en combate contra aquellos enemigos, y les temían. En cualquiera caso, era obvio que ahora veían en cada hombre a un Maarten en potencia, capaz de abatirlos contra todas las suposiciones razonables. Así que retrocedieron con mucha cautela, gruñendo amenazadoramente y mirando a diestra y siniestra, dando coletazos para despejar su retaguardia. Algunos hombres, repentinamente envalentonados, se adelantaron como para hacerles frente, pero entonces uno de los reptiles echó su cabeza hacia atrás. Aún le quedaban algunos escasos fuegos, y no vacilaría en emplearlos si trataban de detenerlo; de modo que los hombres retrocedieron mientras desganados restos de brea en llamas caían de la boca del Wurm, formando manchones en el suelo. Finalmente, en tácita tregua, se permitió a ambos reptiles irse sin ser molestados, y ellos no lastimaron a nadie más, ni hicieron nuevos estragos en su retirada. Bien cierto era que huyendo por donde habían venido hallarían pocos destrozos nuevos que cometer.
Los hombres se acercaron a Maarten, mirando alternativamente a él y al colosal Jarlwurm caído.
-Señor... ¿Cómo hicisteis eso?-preguntaron, como deseosos también ellos de poseer una fórmula mágica que les permitiera consumar hazañas similares y salir incólumes.
-No sé, y no hay tiempo de averiguarlo-jadeó Maarten-. Hay que reconstruir el muro, reforzarlo a toda prisa antes de que más Jarlewurms vengan aquí... Y apagar los incendios antes de que se extiendan por toda la ciudad.
-Habéis salvado a Drakenstadt. En pocas horas, toda la ciudad sabrá de esto-dijo uno de los hombres antes de retirarse, junto a sus compañeros, para poner manos a la obra.
Maarten se pasó la mano por la frente bañada en sudor, advirtiendo que traspiraba más ahora que durante la lucha. Se acercó luego al enorme cadáver de Talorcan y retiró la espada hundida en la garganta del monstruo, limpiando acto seguido la hoja tan bien como pudo, valiéndose para ello de nieve. Al incorporarse, vio su imagen reflejada en una de las bruñidas placas que revestían el cuerpo de Talorcan, las cuales relucían en medio de las tinieblas nocturnas gracias al fulgor de las llamas. No distinguió sus propios rasgos, sólo la forma moviéndose talmente como él. Cada vez lo asaltaba más la duda de si continuaría siendo Maarten Sygfriedson, o sería en cambio otro que había tomado su lugar; pues no entendía cómo podía seguir vivo aún luego de enfrentarse a semejante enemigo.
-¿Cómo hicisteis eso, señor?-preguntó una voz adolescente-. ¿Y dónde está Hod?
-No sé. Ninguna de las dos cosas-respondió Maarten, tras salir de su ensimismamiento y ver que lo rodeaban algunos de los jóvenes secuaces de Hodbrod Christianson, mirándolo con ansiedad-. Venid, lo buscaremos-y no había terminado de hablar, que halló con la mirada el sitio adonde Hod había desaparecido de modo tan misterioso, y vio una abertura en la tierra allí donde las zarpas de Talorcan habían arañado tan furiosamente-. Ahí-murmuró.
-Se trataba de la boca de acceso a un sótano, y lo más lógico era pensar que Hod, huyendo de Talorcan entre los restos de una vivienda venida abajo, había dado con ella y pensado que era buen siitio para ponerse a salvo. Maarten y tres de los muchachos se inclinaron sobre la oscura entrada.
-¿Hod?-llamó uno de los muchachos, con un poco de miedo, y su voz vacilante resonó en el recinto subterráneo, cuyo contenido permanecía en el secreto de las sombras.
-Aquí estoy-replicó abajo la voz de Hod.
-¿Estás bien?-preguntó Maarten.
-Un poco magullado...
-Si sólo es eso, date por conforme. Parece que no era nuestro turno de morir, ¿eh?
Algo parecido había pensado Hod en un momento que parecía ahora muy lejano: ¿Por qué ellos murieron y nosotros seguimos vivos? Esto tiene que tener algún objeto. Ahora le parecía directamente que había vuelto a nacer; una oportunidad con la que él siempre había soñado, porque en el fondo siempre había odiado ser Hodbrod Christianson, un mísero habitante del barrio más pobre de Drakenstadt, condenado a nunca hacer nada más importante que liderar pandillas de malvivientes. Miró en derredor, sin distinguir nada más que tinieblas. Se estremeció, pensando que igualmente oscuro debía haber sido el estómago de Talorcan, adonde de forma tan milagrosa se había salvado de ir a parar.
-Enseguida te sacamos de ahí-oyó decir a Maarten-. ¿Puedes ver nuestras manos?
-Más o menos-contestó.
-Vamos a arrojarte una cuerda. Sabes, has tenido una suerte realmente increíble al dar con uno de los pocos sótanos que hay en el Zodarsweick y llegar a tiempo a él, especialmente porque entre el susto, la relativa oscuridad y todo el caos que hizo Talorcan, podrías nunca haberlo encontrado.
Hod quedó pensativo.
-No. Lo increíble es que haya caído aquí en el momento justo-contestó, y volvió a estremecerse al advertir cuánto resonaba su propia voz en aquella habitación subterránea.
La respuesta dejó por un momento mudo a Maarten.
-A ver si entiendo bien-dijo al recuperarse de la sorpresa-. ¿Tratas de decirme que llegaste ahí abajo por...?-casualidad, estuvo a punto de decir, pero se detuvo. Ciertamente, creía en Dios. También habría podido creer en conjunciones astrales, o simplemente en el Destino, o en cualquier otra cosa, menos en pretendidas casualidades como aquélla.
Hod no sabía qué creer, ni tampoco le importaba. Era extraño, porque si la muerte era descansar en paz, ¿qué le aseguraba, después de todo, que no hubiese muerto devorado por el Jarlwurm? Porque jamás en su vida había estado tan relajado y sereno. ¿Sería la muerte en realidad un sueño profundo del que no se despertaba jamás, y sólo eso? Aquellas personas que hablaban se sacarlo del sótano, ¿de verdad estaban allí, o nada más soñaba con ellas?
Le arrojaron al fin el extremo de una cuerda, y no supo explicarse a sí mismo la extraña sensación que lo acometió al dejar atrás las tinieblas del sótano para salir al horror de aquella noche oscura, pero iluminada por incendios. Era como si algo o alguien invisible le mostrara las llamaradas y quisiera explicarle algo importante. Pero no tuvo tiempo de preguntarse qué, porque en ese momento la visión de Talorcan, muerto y desplomado cuan largo era entre las ruinas y la nieve, lo desconcertó; tanto como el espontáneo abrazo que le dedicó Maarten, conmovido.
-Te debo la vida-dijo el Caballero, con ese profundo sentimiento que nos produce hallarnos ante quien nos ha salvado de morir-. Quizás toda Drakenstadt esté en deuda contigo.
-¿Conmigo?-preguntó Hod, aturdido.
Maarten iba a explicarle que nunca habría podido acabar con Talorcan ni siquiera salvar su propio pellejo de no haber sido por su ayuda; pero durante su duelo con el monstruo había hecho más esfuerzo por dominar sus nervios del que él mismo, tal vez, imaginaba, y ahora cedía a la preción acumulada de enormes responsabilidades y terrores reprimidos; de modo que estuvo a punto de desvanecerse.
Dos de los cómplices de Hod lo sostuvieron.
-Tenéis que ir a descansar, señor-sugirió Hod.
-No puedo. Todavía no; no quedaría nadie con autoridad. Además, debo hacer algo para evitar que los incendios continúen propagándose-contestó Maarten, aunque por cómo se sentía, era evidente que, al menos por el momento, no estaba en condiciones de hacer nada.
Hod vaciló. ¿Eso era lo que trataba de explicarle ese algo o alguien cuya invisible presencia había notado antes? ¿Que debía ocuparse de apagar los incendios? ¿Por qué tenía la extraña sensación de que era eso y a la vez no lo era?
Miró el tétrico panorama, digno de un paraje del Infierno, que tenía ante sus ojos; y tras pensarlo un rato, dijo:
-Nosotros nos encargaremos-y como Maarten iba a poner objeciones, añadió:-. El viento ha virado en dirección Sur, adonde poco y nada quedará que pueda quemarse todavía. Eso nos dará tiempo para levantar barricadas de nieve, para retirar cosas que puedan quemarse fácilmente, para advertir y poner a salvo a quienes no hayan logrado huir. No somos muchos para tanto quehacer, pero somos más que sólo vos. Ya conseguiremos más ayuda en otra parte.
-Está bien-murmuró Maarten. No estaba del todo conforme con la propuesta, pero no estaba en condiciones de oponerse demasiado.
Hod dijo a dos de sus muchachos que ayudaran a Maarten a llegar a un lugar lejos de la zona de peligro y tan cómodo como fuera posible. Entre tanto, él reunió al resto de sus secuaces y empezó a darles instrucciones referentes al incendio.
Maarten se sentía cada vez peor. No entendía qué estaba pasándole, pero por la debilidad que lo asaltaba, hubiera dicho que iba a morir. Sonrió torcidamente, pensando en la ironía que sería sobrevivir a un duelo con Talorcan para luego sucumbir ante alguna enfermedad desconocida y fulminante.
Por momentos perdía la consciencia, pero luchaba por entender lo que ocurría a su alrededor. Hod había indicado a uno de sus compinches que no se despegara del Caballero; así que, sentado junto a éste, el joven le hablaba en tono tranquilizador y agradecido, le apretaba las manos con fuerza, lo instaba a resistir.
En cierto momento, Maarten escuchó una voz conocida que no logró identificar, que lo llamaba a gritos. Sintió al muchacho apartarse de su lado y volver con alguien más.
-Bellaco, ¿qué has hecho con mi pobre y viejo amigo Talorcan?-dijo humorísticamente la voz, en tono de fingido reproche.
Maarten abrió los ojos y se encontró con el rostro sonriente y a la vez preocupado, desfigurado por cicatrices pero embellecido por gestos nobles, del pelirrojo Edgardo de Rabenland, quien se había inclinado sobre él.
-Así que erais amigos-bromeó Maarten, débilmente-. Ya me parecía... Dime con quién andas, y te diré quién eres.
-Hmmm... No sé quién seré yo, pero tú, por lo pronto, eres un hombre que se va a acostar, para mi gran envidia-dijo Edgardo, tocándole la frente con la palma de su mano-. Estás volando de fiebre. No habrás respirado ofistón, ¿no?
-No que yo sepa... Pero, Edgardo, no puedo irme. Hod Christianson...
-No te preocupes. No dejaré que escape, con el trabajo que te debe haber dado atraparlo. Lo que no entiendo es cómo conseguiste, además, que todos estos bravucones se pongan a trabajar en algo útil... Y tan diligentemente, para colmo. Entre tu victoria sobre Talorcan y esto, tendré que empezar a creer que eres mago, o algo así.
-No, Edgardo, tuve que dejar en libertad a estos muchachos...
Edgardo lo miró preocupado, persuadido de que su amigo estaba delirando.
-A ver, te ayudaré a ponerte de pie-dijo; y ya con Maarten incorporado, añadió:-. Ve a casa de tu Gerthrud y ordénale de mi parte que te acueste y que te mime. Disfruta en nombre nuestro de sus caricias, que ya quisiéramos muchos estar en tu lugar-y como Maarten lo miró entre divertido e indignado en medio de su debilidad, aclaró, sonriendo:-. No con Gerthrud, claro. Con una chica, quise decir... Y no te preocupes, no has dejado en libertad a nadie, la fiebre te hace imaginar cosas. Hodbrod Christianson y sus muchachos están trabajando duro, siguiendo tus instrucciones.
-Afiebrado de puro idiota estarás tú-replicó Maarten, casi a gritos, son sorprendente energía en alguien tan enfermo-. Te estoy diciendo una y otra vez que no son mis prisioneros, ni están a mis órdenes: se quedaron a ayudar por voluntad propia, y Hod salvó mi vida y quizás a toda Drakenstadt. Y en vez de escucharme te pones a parlotear gansadas. ¿Y así quieres que deje todo en tus manos y me quede tranquilo?
-Bueno, esta vez te escuché, campeón, cálmate-contestó Edgardo, conciliador, en cuanto logró reponerse del asombro-. Tienes que contarme cómo...
-Uno más que me pregunte cómo acabé con Talorcan, y reviento. ¡Como si supiera!-exclamó Maarten.
-Qué mal genio, hombre. Me alegro de que no estés tan grave como parece a simple vista, pero no hay por qué demostrarlo gritando como un energúmeno.
-Si te dejo a cargo, ¿qué harás con Christianson y sus chicos?
-¿Y qué quieres que haga?... ¡Arrearlos hasta la Lumpenshaas, eso haré!
-¡No lo permitiré!-gritó Maarten-. ¡No después de lo que hicieron esta noche!
-Qué carácter podrido... Esto ya no es simple mal genio-se quejó Edgardo-. Hablaremos cuando estés repuesto, ¿sí?
-¡Deja de guiarte por tu odio hacia estos muchachos!-bramó Maarten.
-No digas zonceras. ¿De qué odio me hablas? ¡No los odio! Admito que guardo cierto rencor hacia Christianson, sí. Tú también se lo tendrías, si en un mismo día se te hubiera escabullido tres veces en tus propias narices, haciéndote sentir como tonto. Pero allí termina todo.
-¿Y entonces por qué quieres que los encierren y ahorquen? ¡Ahora son unos héroes! ¡Han rescatado gente de entre las ruinas!
-No quiero que los ahorquen, pero no es decisión mía, ni tuya. Entiende esto: antes de ser héroes, fueron delincuentes y canallas. No digo que el valor y el sacrificio que hayan demostrado esta noche no cuente en absoluto, pero deben ir a prisión para que quien corresponda decida qué pesa más en la balanza, si su heroísmo áctual o sus crímenes previos. Y en esto me mostraré firme, porque ese gran imbécil de Dunnarswrad, tu buen amigo, en su momento se mostró muy sarcástico e insinuó que yo haría liberar a estos muchachos una vez se los capturase, igual que mi hermano Balduino liberó en Fristrande a Sundeneschrackt y sus Kveisunger, ¿te acuerdas?... Pues bien, con esto le haré tragarse sus palabras. Además, Maarten, si estos muchachos son unos héroes, mantengamos de momento su heroísmo a salvo en la cárcel. Sus malandanzas no los ha hecho muy queridos, y ellos mismos podrían reincidir en ellas. Te aseguro que me ocuparé de que se aplace cualquier sentencia sobre ellos hasta que estés repuesto y puedas declarar en juicio cuanto quieras decir en su defensa.
Maarten tuvo que resignarse y dejar que lo llevaran junto a Gerthrud. En cuanto a Edgardo, quien tan claras parecía tener sus ideas, más tarde quedó pensativo, recordando cosas vistas esa misma noche.
Uno de los muchachos de Christianson, el mismo que había cuidado de Maarten hasta la llegada de Edgardo, seguía allí, y ahora miraba al pelirrojo como a la espera de órdenes.
-Ve a ayudar a los demás. Y cuando el incendio esté apagado, que Hodbrod os reúna, y todos juntos reportaos ante mí o ante cualquier otro hombre de armas, y que éste me busque-le dijo Edgardo.
Hizo a continuación difundir la nueva de la hazaña de Maarten. Todavía continuaba la lucha en las murallas Norte y Oeste, y la noticia de que la ciudad aún podía salvarse infundiría esperanza y bríos en los combatientes. Previsiblemente, acudió un montón de curiosos ansiosos de contemplar lo mismo al héroe que al Wurm abatido, pero Edgardo no les daba tiempo a observar ni preguntar nada.
-¡Bienvenidos!-les decía, a medida que iban llegando-. Necesitamos fuertes brazos como los vuestros-y los ponía a trabajar para detener los incendios.
Unas horas después del amanecer, todos se hallaban exhaustos, y Edgardo más que ninguno. Seguía existiendo el riesgo de que fuegos mal apagados y reavivados por el viento o pavesas dispersas y caídas en material combustible reiniciaran el incendio; pero ya no había llamaradas gigantescas. Algunos habían sido muertos o heridos en el intento de sofocarlas, entre ellos algunos cómplices de Christianson. A éste y al resto de los muchachos, Edgardo los había observado moviéndose de aquí para allá, asesorando a todo el mundo, discurriendo ideas y trabajando sin cesar. En ese momento no pensaban más que en salvar cuanto pudiera salvarse, pero pasado lo peor de la crisis, cuando se evaluaron las pérdidas en vidas humanas y notaron que faltaban algunos de sus compañeros, un silencio muy amargo cayó entre ellos.
Por fin, dócilmente, lo que quedaba de la banda de Hodbrod Christianson se presentó ante Edgardo, tal como él había dispuesto.
-Quedáis todos bajo arresto en nombre del Duque Olav-anunció con voz firme-. Me acompañaréis sin demoras ni resistencia alguna hasta la Lumpenshaas.
Hubo un estremecimiento general en el grupo, caras largas y en algunos casos, miedo y decepción muy evidentes; pero vencidos por la fatalidad, no hicieron el menor intento de resistirse. En cuanto a Hod, mostró una mansedumbre conmovedora. Aún seguía sintiéndose en paz, pese a que había en su mirada una tristeza en la que Edgardo adivinó recuerdos de una vida echada por la borda y presagios de horca y cuervos devorando cadáveres insepultos. Tal vez lo entristecían las más recientes bajas en su banda, pero probablemente no mucho: los que habían muerto intentando frenar el fuego estaban ahora mucho más en paz que él. Los vivos le preocupaban más.
-Sí, vamos-respondió; y dio un paso al frente, pero Edgardo lo detuvo.
-No te apures-dijo-. El señor Maarten Sygfriedson dice que salvaste su vida. ¿Es cierto?
-No sé cómo-contestó Hod-. La intención la tuve, pero me dominó el miedo, no me animé a acercarme demasiado. Ni mi propia vida supe cuidar, y me salvé sólo de milagro.
-Pues supongo que algo habrás hecho, a sabiendas o no, si Maarten dice que lo salvaste y confirmas que fue tu intención-repuso Edgardo-. Esta noche he visto muchas cosas desagradables. Gente que huyendo sin control atropellaba al prójimo caído, o que entraba a las casas de sus vecinos para robarles aprovechando el caos y la impunidad. Creo que si realmente se hiciera justicia, esta noche habría que ahorcar a media Drakenstadt. Por tus fechorías anteriores, tú mismo merecerías la muerte... Pero dices que un milagro te salvó de las fauces de Talorcan. Si esto es cierto, algo bueno debió ver en ti Dios, para tomarse la molestia de salvar tu vida... ¿Y qué derecho tiene el hombre de contravenir la voluntad del Señor? Y sin embargo, en principio no quedaría más remedio que ahorcarte. Hay escasez: no es posible darse el lujo de alimentar bocas inútiles, por ejemplo las de presidiarios.
-¿Y entonces?-preguntó Hod, sin entender adónde quería llegar Edgardo.
-Para salvar tu vida tendrás que convertirte en una boca útil.
-¿Y mis compañeros?
-Tendrían la misma oportunidad que se te ofrece a ti. Pero os lo advierto-dijo Edgardo, y su expresión y su voz se tornaron duras, severas-: no sé si no preferiréis la horca. Os habéis ganado tantas maldiciones de vuestras víctimas como para merecer siete eternidades en el infierno. Esas siete, y media más, purgaréis aquí en la Tierra; porque de aceptar, quedaríais bajo el mando de Dunnarswrad.
-¡Dunnarswrad!-exclamó Hod, volviéndose hacia sus compinches.
Edgardo sonrió al ver a aquellos muchachos encogerse instintivamente de horror, como si ya tuvieran ante ellos al colérico medio ogro bramándoles y moliéndoles el trasero a patadas.
-El caso es que Dunnarswrad cuenta con el favor del Duque Olav por la amistad que lo unía al hijo de éste, el Príncipe Gudjon. Y además, si Dunnarswrad expusiera sus argumentos para enviaros a la horca, como éstos son razonables, su opinión tendría mayor peso aún; mientras que yo ni siquiera soy de Drakenstadt, y el Duque ni mi nombre recuerda. Así que habrá que ganarse primero a Dunnarswrad. Este no os tiene el menor cariño y gustaría de teneros a su merced para castigaros él mismo. Quedaríais a su cargo, entonces, para que él os castigase... Con ciertas condiciones, claro. Además, he visto lo que hizo con los chicos del Leitz Korp. Ellos pudieron haberlo odiado, al menos al principio... Porque, la verdad, al finalvarios de ellos terminaron adorándolo, aunque sabe Dios qué le hizo cambiar tanto de opinión, cuando de principio a fin Hreithmar no les dio mucho más que insultos y coscorrones, y eso cuando estaba de buen humor. Pero, sea como sea, hizo de ellos muchachos valientes y aptos para sobrevivir en situaciones extremas. Claro-añadió cómicamente-, si hasta entre Jarlewurms debe sentirse uno como rodeado de dulces ovejitas tras pasar las de Caín con ese energúmeno...
-¿No hay otra cosa útil que podamos hacer?-gimió uno de los secuaces de Hod.
-Tareas de herrería, o...-comenzó otro.
-No necesitamos herreros, ni cocineros, ni nada, excepto más gente en el frente de batalla. Además, ¡justo iba a dejar Hreithmar que estuvierais en herrerías y cocinas, cuando lo que quiere es teneros a mano para hartaros a golpes!... Y bien os los merecéis. Ahora, decidid; pero hacedlo rápido, que ¡por Dios!, quiero acabar cuanto antes en todas partes para poder regresar a mi cama, adonde hubiera pasado la noche cómodo y abrigado de no haber sido por los malditos Wurms.
Hod se volvió hacia sus compinches, que se miraban entre sí. No se decían nada, sólo se miraban con caras sombrías y asustadas. Viéndolos, Edgardo experimentó de nuevo la sensación, ya vivida con otras personas, de que cada uno de esos muchachos era en este momento un hermano menor suyo, de cuya protección estaba a cargo. Supo que, si no se esmeraba en la tarea, tal vez se arrepintiera toda su vida, como le había ocurrido con Balduino.
-Christianson, podríais huir; pero ¿a dónde?-preguntó-. ¿A las cloacas, proscritos y maldecidos, hasta caer extenuados de debilidad, hambrientos y enfermos, si es que no caeis antes ultimados a flechazos, si vuestras víctimas no deciden vengarse y mataros a palos, si no os capturamos de nuevo y terminais, por fin, en la horca?... No. Aceptad mi propuesta, acompañadme de buen grado a la Lumpenshaas y no tardaréis en salir de allí, hacia una nueva vida con múltiples exigencias y durezas, pero aun así mejor de la que llevasteis hasta ahora.
Hod miró con asombro a Edgardo, preguntándose si éste sabría cuántas veces había soñado con ser otra persona en lugar de Hodbrod Christianson; y recordó, con mayor asombro aún, la rara, ineplicable sensación que lo había asaltado tras salir del sótano, ese sitio donde había creído, casi, estar muerto, de tanta paz que había sentido... Un lugar oscuro, como el estómago de un Jarlwurm o, quizás, como un vientre materno. Curiosamente, con tantas manos jalando para sacarlo de allí, había pensado entonces que aquello tenía cierto parecido con un parto, un nacimiento. Se estremeció, emocionado. ¿Había sido una señal, un presagio favorable? Y aquella voz... Aquella voz que no habían detectado sus oídos pero sí su corazón, mostrándole el desolador paisaje de ruinas e incendios en la noche, ¿trataba de indicarle, acaso, que nada sería fácil en su vida a partir de allí? Pero por otra parte, ¿cuánto más difícil que antes podía volverse la existencia?
Tuvo miedo. Tal vez fuera mejor no averiguarlo.
-Creo que no podré-murmuró, cabizbajo.
-¡Pero no digas idioteces!-exclamó Edgardo-. ¿Cómo que no podrás? No se trata de abatir a un Jarlwurm, ¡aunque Maarten ha probado que hasta eso, en efecto, es posible!... Durante meses fuiste el líder de la delincuencia juvenil del Zodarsweick, burlando cuantos esfuerzos hicimos para capturarte. En alguien de tu edad, es algo tan impresionante como desagradable. Esta noche prácticamente tuviste a tu cargo la extinción de incendios pavorosos, en lo que demostraste inteligencia, liderazgo y energía. Puedes hacer muchas cosas, más y mejor de lo que otros harían en tu lugar. Si no quieres hacerlas es otro tema, pero no me vengas con eso de que no puedes, porque te romperé la cabeza antes de que puedas dar siquiera el primer paso hacia la Lumpenshaas.
-De acuerdo, acepto-dijo Hod, sin pensarlo más, asustado. Porque había llegado la hora de concluir el parto o morir durante el mismo; y con aquellas palabras elegía definitivamente nacer de nuevo, pero se sobrecogía con sólo sospechar a qué otro mundo venía ahora.
Edgardo no se sorprendió cuando el resto de los jóvenes, imitando a Hod, aceptó la oferta. Estaban demasiado acostumbrados a seguir a aquel líder que, tras guiarlos durante tanto tiempo por la mala senda, los hacía ahora volver sobre sus pasos.
-Es una sabia decisión-aprobó el pelirrojo-. Ahora iremos a la Lumpenshaas. Estaréis allí pocos días-y palmeó con afecto la espalda de Hod.
Y éste, como es de rigor en los recién nacidos, se echó a llorar.