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25 mayo 2010 2 25 /05 /mayo /2010 20:32

      Pronto llegó Thorstein Eyjolvson y saludó tanto a Dagoberto como a Méntor pero, por lo demás, al principio cruzó otras palabras sólo con el Drake, dada la imposibilidad de que éste los siguiera para seguir conversando con sus amigos humanos en un lugar cubierto. Cuando el reptil, que nunca había sido demasiado locuaz salvo por breves instantes, lo estimó conveniente, acordó con Eyjolvson un descanso de dos días, y con Dagoberto de Mortissend un punto donde encontrarse fuera de Ramtala; pues si lograba salir de aquella infame cajita que era ese castelete, nada en el mundo lo persuadiría de volver a meterse en ella. Y luego vino para Méntor lo más complicado... Que era, precisamente, encontrar una forma de salir de allí.

 

      No era que su fuerpo fuese tan inmenso que ocupara todo el patio, pero desde la cabeza hasta la punta de la cola abarcaba una buena longitud. Con las alas extendidas cabía a duras penas-e incluso debía encogerlas un poco- y no tenía espacio para emprender una carrera que pudiera darle el necesario envión para tomar vuelo. Aquel despegue iba a ser un auténtico suplicio. También sería todo un papelón, pero conservar la majestad era en ese momento lo último que le importaba al Drake.

 

      -Vamos, Méntor, lo harás muy bien-aseguró Thorstein Eyjolvson, con escasa convicción.

 

      Méntor, pesimista, miró a su alrededor para estudiar bien la cosa. Para salir de allí tendría más trabajo que un sepulturero durante una epidemia de peste.

 

      -Que se haga lo que Dios quiera...-murmuró con cara de funerales.

 

      No le cabía duda de que su despegue se frustraría, pero trataría al menos de caer del otro lado del muro y causar así el menor daño posible. Tras ponderar atentamente la cuestión, la dirección y fuerza del viento, la altura de los muros y demás detalles, al fin se animó y dio un primer brinco con éxito nulo. En su estrepitosa caída a tierra costaba hallar rastros de la magnífica criatura que aterrizara con inimitable gracia en ese mismo patio, y todo el mundo huyó de la mole que se desplomaba, aunque por suerte desde poca altura todavía. Conjugando más eficazmente sus recursos, Méntor lo intentó de nuevo. Los potentes músculos de sus patas traseras lo propulsaron mucho más alto esta vez, y las alas quedaron por encima de los muros, de modo que comenzó a batirlas desesperadamente, intentando aprovechar el viento que por fortuna soplaba con sobrados ímpetus. Se esforzó por adoptar una postura más aerodinámica, encogiendo las patas contra su cuerpo y esgrimiendo la cola a modo de timón; pero en esto último fracaso, ya que más bien logró sólo esgrimirla a modo de involuntario látigo. La estrelló contra las tejas de una garita de guardia donde un asustado centinela que no tenía la menor idea de lo que ocurría quedó blanco de pavor; varias de las tejas de marras volaron en pedazos hacia todas direcciones provocando múltiples huidas en desbandada. La cola seguía esforzándose por dar dirección a aquel torpe aleteo de gallina excedida de peso, y la punta pasó a vuelo rasante por el patio; quienes aúnn no habían llegado a cubierto se tiraron cuerpo a tierra. Entre tanto descubría Méntor, con horror, que iba perdiendo altura, y encima ni por asomo fuera de los límites del castelete, al menos. Sus zarpas delanteras aferraron las almenas del muro en un intento por procurarse un envión; pedazos de obra se desprendieron de la estructura y cayeron al patio como granizada. Y así continuaron  los aleteos torpes, los coletazos y muchas desafortunadas maniobras más, pero finalmente, cuando el Drake no aguantó más y se desplomó cuan largo era, se hallaba ya fuera de las murallas de Ramtala.

 

       Desde éstas, Thorstein Eyjolvson suspiró de alivio al constatar que, milagrosamente, nadie había salido herido por los desaguisados de Méntor. Se sintió un tanto confuso al ver que todos lo miraban a él, como culpándolo de todo aquello, aunque los gestos no parecían especialmente acusadores.

 

      -Y a pesar de todo es nuestro aliado, no nuestro enemigo. Puedo jurarlo-les dijo en broma, tras señalar con su mano los destrozos.

 

      Fuera del Zodarsbjorgele, Méntor se estaba incorporando trabajosamente, cuando escuchó un repiqueteo de cascos propio de un galope en grupo, mezclado con ladridos y carcajadas varias. Alzó la cabeza. Ante él se abría un soberbio paisaje, de ésos que sólo se ven en Andrusia: una llanura de suaves ondulaciones que a lo lejos se transformaban en corros de colinas bastante separados unos de otros, con alguna elevación más o menos notable y alternancia de agradables campiñas y oscuros y profundos bosques. Todo estaba ahora, lógicamente, tapizado de blanco, aunque a lo lejos las coníferas dejaban ver algo de su tenaz follaje semioculto por la nieve. El panorama tenía algo de mortuorio; y sin embargo, si uno se fijaba bien, la vida estaba allí, oculta pero pujante, con tantos claroscuros como el día mismo.

 

      Méntor, cuyos sabios instintos le aconsejaban evitar a la Humanidad, no podía sin embargo evitar amarla. Esto era, tal vez, porque podía volar y ver desde arriba a los hombres como probablemente los ven Dios y sus ángeles. Veía a la adversidad y a la furia de los elementos tratando de acabar con ellos; veía el paso de los siglos descargando sobre ellos una maza inmisericorde, intentando destruirlos. A veces parecía que la ruina era total, para alivio del mundo; pero hete aquí que una y otra vez resurgían sobrevivientes que iniciaban una lenta pero firme reconstrucción, semejantes a diminutas hormigas empeñadas en reparar un hormiguero devastado. A Méntor le era imposible no conmoverse ante tanta valentía y laboriosidad.

 

      Lo malo venía, claro, cuando descendía a tierra y veía que aquellas hormiguitas estaban más que dispuestas a atacarlo y destruirlo, y no sólo a él, sino también entre sí. A menudo pensaba entonces en la Humanidad como en una odiosa plaga que debía ser erradicada; pero aunque cada vez le tenía menos paciencia, la idea de que desapareciera del todo también le resultaba execrable. Al fin y al cabo, eran sólo hormiguitas; estúpidas hormiguitas que en la mayor parte de los casos no eran conscientes de la verdadera magnitud del daño que hacían.

 

      Méntor pensaba ahora en estas cosas porque un camino unía Ramtala con el distante bosque, serpenteando entre las ondulaciones; y por él se acercaba ahora un grupo de cinco o seis jinetes precedidos por una jauría sumamente bulliciosa.

 

      -Lo que me faltaba-gruñó, haciendo un esfuerzo por incorporarse. Era obvio que se trataba de una partida de caza que estaba de regreso, y él, por prudencia, trataba de evitar a los desconocidos, sobre todo a aquellos que trajeran consigo armas de cualquier tipo.

 

      No tardó en tenerlos allí, junto a él. Los perros fueron a morderle las alas y las patas, pero acudieron sumisamente al llamado de su amo, un joven de cara muy redonda, melena lacia de color castaño oscuro y ojos de una rara tonalidad gris verdosa: el jinete que encabezaba la partida. Sonreía burlonamente mientras observaba a Méntor, y éste presumió que las ínfulas que había en el semblante del muchacho debían serle habituales. Posiblemente no valiera mucho como persona; pero sus acompañantes daban la impresión de valer aún menos. Todos habían sido testigos del poco elegante aterrizaje de Méntor, que comentaban entre susurros y con los ojos lagrimeantes de la risa.

 

      Méntor se incorporó al fin, sintiendo muy dolorida su pata trasera izquierda, y al dar unos pocos pasos descubrió que rengueaba de la misma. Los perros le gruñeron, pero se quedaron en su sitio. En tanto, un halcón que volaba en círculos por los alrededores bajó a posarse en el brazo izquierdo, extendido a tal fin, del muchacho de cara redonda, quien al mismo tiempo se acomodó con la mano opuesta la correa que sujetaba a su espalda la aljaba llena de flechas.

 

      El Drake optó por hacer caso omiso a las burlas. Haber conseguido salir del Zodarsbjorgele era ya hazaña suficiente y, de hecho, casi un milagro; que no le pidieran, además, técnica. Irguió la cabeza en gesto altivo, adelantó el orgulloso pecho y echó a andar lo más garbosamente que pudo; en lo que salió más que airoso pese a su renguera. No se volvió a mirar atrás, pero el muchacho de la cara redonda sí lo siguió con la vista a él. Ya no sonreía; por el contrario, se hallaba serio y pensativo.

 

      Thorstein Eyjolvson y Dagoberto de Mortissend vieron toda la escena, porque habían subido a un adarve para asegurarse de que Méntor no hubiera sufrido daños graves.

 

      -¿Y ésos?-preguntó Dagoberto, señalando a los jinetes.

 

      -Caballeros de la Doble Rosa que vuelven de una cacería-contestó Thorstein Eyjolvson-. Están demasiado relajados para mi gusto últimamente; pero al no pertenecer a nuestra Orden, no puedo intervenir en ello.

 

     -El muchacho del halcón, ¿es una especie de jefe, o algo así?

 

      -Ajá. León de Cernia, fulgurante y promisoria estrella guerrera de la Orden de la Doble Rosa y protegido de su Gran Maestre, Tancredo de Cernes Mortes. Reacio como pocos a acatar órdenes, y altanero y vanidoso en extremo. Algunas cualidades de valor posee, puesto que siempre que pudo, por ejemplo, asistió a las exequias fúnebres de los caídos en combate para llevar consuelo a sus deudos. Pero creo que la opinión de los subordinados dice mucho del que manda, y el caso es que pocos entre quienes deben obediencia a León sienten por éste algún aprecio. La mayoría de ellos lo llama, despectivamente, El Gordinflón.

 

       -¿Sí? Desde aquí no parece gordo.

 

      -No lo es; al contrario, se ve esbelto y apuesto. Pero tiene una cara tan redonda y las mejillas tan carnosas, que aparenta estar excedido de peso. No le queda tan mal, pero sospecho que bastarían unas pocas libras de más para que ese rostro suyo parezca a punto de reventar. Como por un lado presta mucha atención a su apariencia y por otro es de buen comer, se ve obligado, para mantenerse en forma, a estar en continua actividad... Por cierto, nuestro Méntor debe haberlo descolocado un poco.

 

       -¿Descolocado? ¿Por qué?

 

      -Porque es de esos arrogantes que se plantan en medio del camino exigiendo derecho de paso y no se apartan si no es por la fuerza de las armas. Pero Méntor lo embromó, pues le ha demostrado, con el propio ejemplo, que uno puede hacerse un lado y pasar por el flanco de aquel a quien se ha cedido el camino y, sin embargo, conservar pese a ello un aire muy digno. Para León, ambas cosas no son compatibles.

 

      Abajo, los jinetes se habían puesto en marcha nuevamente.

 

      Cada tanto, León de Cernia continuaba volteando la cabeza para observar a Méntor, cuya gran figura iba menguando a medida que se alejaba.

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