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27 febrero 2010 6 27 /02 /febrero /2010 16:51

      La tumba del Príncipe Gudjon Olavson -que subsiste aún en la actualidad- consistía en un magnífico sarcófago de marmol negro cubierto con la amplia capa del difunto, negra también y con un halcón bicéfalo bordado en hilo escarlata en su centro. Gudjon apenas si había tenido ocasión de usar dicha capa, que delataba su pertenencia a la Orden del Viento Negro: se la había hecho confeccionar poco antes de morir, cuando su lealtad a la mencionada Orden era ya hecho sabido y admitido por todo el mundo. Sobre ella descansaban ahora el yelmo y los guanteletes del príncipe, caído en combate ante la Puerta Regia de Drakenstadt.

 

      Allí se dirigió el Duque Olav luego de salir del Consejo, y hasta allí lo persiguió Tancredo de Cernes Mortes en un infructuoso intento de hacerlo desistir de su decisión.

 

      Cuando Guido de Flaurania lo supo al día siguiente, se llenó de ira y de vergüenza ajena.

 

      -Tancredo, disculpadme que os lo diga, pero no tenéis el menor tacto ni respeto por el dolor de los otros-increpó al Gran Maestre de la Doble Rosa-. Ese pobre hombre va a la Catedral a llorar a su hijo favorito, cuya muerte todavía le cuesta aceptar, y ni allí lo dejáis en paz.

 

      -¡Es que es menester que recapacite!-exclamó Tancredo de Cernes Mortes, de mal talante-. ¡No es posible que el dolor por los muertos nos haga descuidar a quienes todavía están vivos! Ese gran bribón de Hreithmar Hjalmarson es más astuto de lo que parece. ¡Bien ha hecho su jugada!... Le bastó mencionar al Príncipe Gudjon para que el Duque se conmoviera y cediese ante una decisión necia a más no poder. ¿O no habéis notado que ese patán de Cipriano de Hestondrig, prudentemente, se abstuvo de apoyar el plan?

 

      -Cipriano de Hestondrig es un inútil sin carácter ni decisión-sentenció lapidariamente Guido de Flaurania-. Espero que muera antes que el señor Thorstein Eyjolvson o que dimita de su cargo cuando le toque sucederlo, pues triste será el día en que la Orden del Viento Negro sea conducida por semejante asno.

 

      -Bueno, ¡pues ahí está!-exclamó triunfalmente Tancredo de Cernes Mortes-. El Viento Negro no existe como Orden de Caballería, son sólo un puñado de inútiles e improvisados jugando a los guerreros. Excepto, se entiende, Thorstein Eyjolvson.

 

      -¿Inútiles e improvisados? Erlendur Ingolvson se lució luchando contra los piratas Kveisung y en este mismo momento, según tengo entendido, encabeza con bravura la resistencia contra los Wurms en Ramtala. Y en el Lilledahl, Hipólito Aléxida parece haber hecho un excelente trabajo. ¿Llamáis a eso inutilidad o improvisación?

 

      -El Aléxida sin duda corrió con suerte. En cuanto a Ingolvson, es una marioneta de Thorstein Eyjolvson, y sólo se mueve cuando éste tira de sus hilos. Nuestro León de Cernia, que como sabéis está en Ramtala también, vale diez veces más que Ingolvson, aunque no pueda demostrar  sus aptitudes porque no se le dé ocasión para ello. Thorstein Eyjolvson favorece sólo a sus hombres.

 

      -Tancredo-razonó  Guido de Flaurania-, León tiene un puesto de mando en Ramtala; pero si algo desconoce ese muchacho es la subordinación. Y sabiendo cómo es, temo que Thorstein Eyjolvson hace  muy bien teniéndolo a raya. Ni en Norcrest, ni en Ulvergard ni en ningún otro lugar de Andrusia  mandamos nosotros. Nuestras tropas nos obedecen sólo a nosotros, pero debemos movilizarlas de acuerdo a los dictámenes de los nobles locales o como mucho, si esto no nos gusta, retirarlas de regreso hacia el Sur, por cobarde e indigno que fuera; pero algunos de nuestros hombres, como León de Cernia y Felipe de Flumbria, no parecen tenerlo muy en claro, y pretenden hacer las cosas a su antojo. Así que si el señor Eyjolvson prefiere que éste no comande la resistencia en Ramtala y elige en su lugar a Erlendur Ingolvson, creo que obra sensatamente.

 

      -No vale la pena seguir discutiendo, el tiempo me dará la razón-porfió Tancredo de Cernes Mortes.

 

      -Además-prosiguió Guido de Flaurania-, os hago notar que por tratarse de un inútil o de un improvisado (no sé en qué rubro lo categorizaríais) también este tal Balduino de Rabenland se está haciendo notar bastante, ¿o creeis que su nombre ha quedado en el secreto del Consejo? Ahora hay esperanza donde antes no la había, y todos quieren saber con quién están en deuda por ello. Estad seguro de que en una semana a lo sumo, todos sabrán de Balduino de Rabenland y se preguntarán muchas cosas sobre él, especialmente si su plan tuviera  éxito. Siempre y cuando, claro está-añadió maliciosamente-, que cuando ello suceda no aparezcan otros atribuyéndose la autoría de la idea, como suele ocurrir en estos casos.

 

      -Mirad, estoy persuadido de que se nos ha mentido vilmente-dijo Tancredo de Cernes Mortes.

 

      -¿Qué queréis decir?

 

      -Ya os lo dije antes: en el Viento Negro nadie sirve para nada en cuanto a ideas, salvo su Gran Maestre, Thorstein Eyjolvson. Porque si sirvieran, el segundo de Eyjolvson sería alguien competente y no ese Cipriano de Hestondrig, de quien vos mismo reconocéis que es un asno.

 

      -A los mejores puestos no siempre se llega en base a méritos-observó Guido de Flaurania, mirando con disimulo a Tancredo de Cernes Mortes como si éste fuera el mejor ejemplo de sus palabras llevadas a la práctica-. De todos modos creo que, si el señor Eyjolvson tuviese una idea, la proclamaría como suya en vez de ponerla en boca de uno de sus subordinados, como parecéis sugerir.

 

      -¡Exacto!-exclamó Tancredo de Cernes Mortes-. ¡Y esta idea no es de él!

 

      -Disculpad, pero me estáis mareando. No entiendo adónde queréis llegar.

 

      -¿No es obvio?: ¡en Fristrande, uno de los nuestros ha tenido la idea que ayer fue expuesta en Consejo y que este tal Balduino de Rabenland presentó como suya!

 

      -¡Pero si ni siquiera nos consta que tengamos a alguien en Fristrande!

 

      -¡Ya nos constará, ya nos constará!-exclamó Tancredo de Cernes Mortes-. He puesto a mi secretario a revolver entre listas y mapas para averiguarlo.

 

      -Pero si decís que la que se expuso anoche es una pésima idea. ¿Por qué tanto empeño en demostrar, entonces, que el cerebro que la elucubró pertenece a nuestra Orden?

 

      -Guido, ¡por favor!... En nuestra Orden no sólo hay mentes ingeniosas y astutas, también las hay, por desgracia, de las otras. Esto hay que asumirlo. Pero buenas o pésimas, las ideas han de atribuirse al que las tuvo en un principio y no al que las roba y presenta como suyas.

 

      Guido de Flaurania no quiso contestar, pero tuvo el pálpito de que aquello era el primer paso para que la Orden de la Doble Rosa pudiera apropiarse de la idea, caso de que ésta demostrara ser buena. Lo peor era que Tancredo de Cernes Mortes tal vez ni se diera cuenta de sus propias motivaciones.

 

      -Todo debe conservar su orden lógico y natural-había dicho meses atrás, una vez alcanzado el sumo Maestrazgo tras imponerse en una veloz y cuestionable elección por encima de su rival, el joven Maximiliano de Cernes Mortes, sobrino del Gran Maestre anterior y heredero asimismo de muchas convicciones de éste-: los nobles por encima de los villanos; los valientes por encima de los cobardes; los sabios arriba y los necios abajo-con todo lo cual quería expresar la superioridad de la Orden de la Doble Rosa por encima de los advenedizos del Viento Negro.

 

       -Siendo este último el caso-había respondido insolentemente el joven maximiliano, con una sonrisa enigmática-, y evaluando sabidurías y necedades, varios en esta Orden deberían intercambiar roles con sus caballos-y cuando algunos de los presentes, ofendidos, exigieron que fuera más específico y concreto, agregó:-. Eso me lo reservo para cuando termine la guerra. Con suerte, para entonces unos cuantos habrán adquirido algo de seso y se les podrá permitir continuar en lo alto de sus monturas, lo que me alegrará mucho, porque tampoco confío en ellos haciendo trabajo de caballos. Hasta para eso son demasiado brutos e ignorantes.

 

      No era fácil simpatizar con La Pulga, como era conocido Maximiliano de Cernes Mortes. Era demasiado mordaz, demasiado incisivo en sus opiniones y comentarios; y si no, de todos modos siempre hallaba alguna otra forma de incomodar a aquellos que no le caían bien, es decir, aparentemente casi todo el mundo. Las jerarquías le importaban un bledo a la hora de poner en acción su punzante lengua; es más, cuanto más alto se estaba, más riesgo se corría de ser víctima de esas frases suyas,  temibles como venablos envenenados.

 

      Tancredo de Cernes Mortes le había conferido el cargo de Mariscal de Halmurik para mantenerlo lejos y neutralizar su corrosiva labia aparentando a la vez que valoraba las otras cualidades del muchacho y calmando en parte a los seguidores de éste, que por aquel entonces eran una fracción reducida pero pujante; y ciertamente, el cargo parecía un inmenso honor, pero en Halmurik todavía no se había librado un solo combate contra los Wurms y tal vez nunca se librara ninguno. Había motivos para sospechar que otra ventaja del nombramiento -controvertido además, pues Halmurik ya tenía designado otro Mariscal- era que, aunque en teoría se concedía a Maximiliano un gran autoridad, en el mejor de los casos no tendría oportunidad de lucirla debidamente en batalla, lo que haría que poco a poco su nombre cayese en el olvido... Aunque paradójicamente, ahora que se hallaba lejos, muchos empezaban a justipreciar sus cualidades. Guido de Flaurania había apoyado a Tancredo de Cernes Mortes contra La Pulga en la pulseada por el Maestrazgo, y ahora empezaba a arrepentirse.

 

      En ese momento, un inconfundible estrépito hizo emerger de sus pensamientos al Segundo Maestre de la Doble Rosa: una mezcla de rugidos y alaridos, de órdenes brutales y de máquinas de guerra accionándose velozmente, de corridas para un lado y para otro. Los Wurms atacaban de nuevo la Muralla Norte de Drakenstadt.

 

      -Iré a dar una mano-dijo Guido de Flaurania.

 

      -Mejor haríais procurando que se refuercen los muros del Sur, que están  totalmente desprotegidos. Un día los Wurms lograrán remontar el Kronungalv y abrirán una brecha allí, y ya nada podrá salvar la ciudad-dijo Tancredo de Cernes Mortes.

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