A principios del año 957, la región litoral de Andrusia Occidental se vio sacudida por una serie de fenómenos absolutamente desconcertantes, que no fueron sino el preludio de una catástrofe que marcaría el fin de una época, a la vez que el inicio de una de las gestas más gloriosas del Reino de Nerdelkrag. El primero de dichos acontecimientos fue la llegada de grandes bandadas de grifos al continente. Hacía mucho tiempo que el área de distribución de la especie se encontraba allí restringida, mientras que alcanzaba mayor amplitud en las Islas Andrusias, particularmente en las Gröhelnsholmene, muy al Norte, adonde aquellas fieras de soberbio cuerpo leonino y cabeza, alas y garras de águila vivían de la caza de focas y a veces, en grupo, atacaban incluso a ballenatos. A los hombres les temían y los dejaban en paz, a menos que estuvieran desesperadamente hambrientos. Pero aquel año, los grifos alzaron el vuelo desde sus nidales y madrigueras de las Islas Andrusias, estableciéndose en distintos puntos del septentrión del continente, y exhibiendo inusitada ferocidad. Manadas de ciervos, uros y unicornios cruzaron praderas y bosques en desesperada migración ante los invasores, pero éstos las siguieron. Además, los grifos se mostraban ahora osados y temibles ante la estirpe humana, a la que agredían ahora con mayor frecuencia que antes. Pronto, esas agresiones fueron lo bastante numerosas para causar preocupación.
Simultáneamente, grandes grupos de ballenas y delfines comenzaron a aparecer varados en las playas, para regocijo de la gente, que contó así con una inesperada provisión de carne fresca. Sin embargo, la algarabía general vaciló cuando marinos ya veteranos observaron las singulares heridas y cicatrices que presentaban en sus cuerpos muchos de aquellos animales. Señalaron que ballenas y delfines, en grupo, enfrentan a sus enemigos naturales; si bien éstos, a veces, se las ingenian para aislar algún ejemplar del resto de sus congéneres. Privados así de la protección del número, esos ejemplares aislados caen en pánico, huyendo con tal precipitación que, por esquivar una muerte segura en las fauces de un depredador, encuentran otra encallando en una playa. Pero -insistían los marinos- no es ésa la conducta de ballenas y delfines en grupo. Mejor ni imaginar qué hacía ahora que manadas enteras sucumbiesen de ese modo. La mayoría de los más curtidos lobos de mar se inclinaba por un tipo hasta ahora desconocido de monstruo, despertado inopinadamente de un sueño de siglos en algún oscuro abismo oceánico.
Por cierto que no faltaron avistamientos de monstruos marinos en aquellos días. También esto era raro y grave. Los navegantes más intrépidos sabían que tales criaturas no eran un mito, porque las habían visto muchas veces en mar abierto, y todos ellos habían tenido que hacer frente a alguna en al menos una ocasión. Los barcos balleneros, que navegaban más allá de las Islas Andrusias, se topaban con ellas en muchas oportunidades. No era infrecuente que un barco regresara a puerto con tripulación diezmada tras uno de estos encuentros; y se sospechaba que varias embarcaciones que jamás regresaron habían sido devoradas por estos leviatanes de las profundidades. Los marinos, gente dura y valerosa, por lo general no se dejaban amedrentar por la amenaza que aquellos seres representaban, pero ahora era otro cantar; porque antes, sólo la serpiente marina de crin era asiduo visitante de los canales, ahora invadidos por toda clase de monstruos. Casi no pasaba día sin que alguno fuera avistado en un fiordo o canal próximo a un puerto. Hubo quien teorizó que tal vez venían siguiendo a ballenas y delfines, sus presas predilectas.
Como los grifos, los titánicos depredadores de los abismos marinos eran ahora más agresivos con la especie humana. Una crónica de la época, proveniente de Drakenstadt, nos habla de la barca pesquera Zeeswrad que, tras alrededor de hora y media de heroico combate contra una gigantesca serpiente marina frente a las embrujadas costas de Gestinholme, regresaba a puerto, maltrecha y con tripulación menguada,cuando fue atacada en el Hrodsfjorde por un segundo monstruo. Este nuevo combate contó con numerosos testigos, entre ellos los guerreros de la fortaleza de Östwardsbjorg, que despacharon dos naves de guerra en un intento de socorrer al Zeeswrad, y los tripulantes de otras tantas barcas pesqueras que acudieron también a ayudar. Todo fue en vano. Tras breve lucha, el Zeeswrad, envuelto en una siniestra selva de tentáculos, desapareció para siempre bajo la superficie oceánica, en una espumeante vorágine y con un horrendo ruido de succión que provocó estremecimientos incluso entre los más bravos de los presentes. Sólo dos de los infortunados tripulantes del Zeeswrad lograron salir a flote nuevamente, y fueron rescatados por una de las naves de guerra despachadas en su auxilio.
En pocos días, el trágico destino del Zeeswrad pasó a ser un clásico de las historias de monstruos marinos, aunque ya en su época despertó algunas suspicacias. No obstante, en general sembró un pánico sin precedentes. Hoy, más de mil años más tarde, es imposible saber qué sucedió a ciencia cierta, aunque se tiende a creer que al menos el primero de los dos combates, el librado contra la serpiente marina, es una patraña. De cualquier modo, el Monumento a los Héroes del Mar, que se levanta hoy a la entrada del puerto de Drakenstadt a modo de tributo al valor de los marinos nacidos en el seno de la ciudad, se inspira en este lejano y resonante suceso.