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22 enero 2010 5 22 /01 /enero /2010 19:01

      A fines de junio de 958 tuvieron lugar los dos espantosos sucesos que volvieron a los Thröllewurms tan temidos como sus amos. El primero de ellos tuvo lugar en Ramtala, el 24 de aquel mes. Cada tanto, algún Thröllwurm lograba remontar el Blumersalv, el río que atravesaba la ciudad. Más tarde o más temprano, los aterrorizados aldeanos advertían su presencia, daban parte de la misma a las autoridades y se le deba muerte. Así había sido al principio; ahora, los Jinetes Ballesteros patrullaban las dehesas situadas al Sur de la ciudad y daban cuenta de estos invasores solitarios. En todos los casos, los monstruos muertos eran desollados, pues los Haraldssen aceptaban sus cueros a cuenta de la deuda que Norcrest y Ulvergard contraían con ellos y que no estaban dispuestos a soslayar, aun cobrando la mercadería a precio de costo y otorgando grandes facilidades de pago. Pero se cometió la torpeza de arrojar al río los restos desollados de los reptiles, los cuales inevitablemente llegaron al mar; y cuando los Thröllewurms vieron la suerte de aquellos congéneres, clamaron por una venganza que sus amos sin duda decidieron concederles sin muchos reparos.

 

      El 23 de junio por la noche, los Jarlewurms atacaron Ramtala con una violencia nunca vista antes. Tras aquel ataque, hubo que reforzar murallas y reparar puertas y rastrillos a toda prisa. Pero durante la lucha, al menos nueve enormes Thröllewurms, inadvertidos, lograron remontar el río. Luego, desviándose por acequias que ensancharon merced a sus colosales cuerpos, se refugiaron en un trigal, propiedad del Conde de Ulvergard y trabajado por sus siervos. Cuando a la mañana siguiente éstos se dirigieron a sus labores diarias acompañados a menudo por mujeres y niños, estalló el horror, posteriormente conocido como la Matanza del Trigal. El número de víctimas fue relativamente reducido; lo espantoso fue la saña exhibida por los monstruos. Cuando los siervos se habían adentrado ya mucho en el trigal, los Thröllewurms se arrojaron sobre ellos en silencio, y sólo después de atrapar a varios entre sus fauces rugieron triunfales, avanzando lenta pero inexorablemente y dando coletazos a diestra y siniestra. A sus víctimas no las mataron enseguida, sino que las conservaron vivas y gritando desesperadamente hasta sacarlas del trigal para mostrárselas a los demás siervos y que éstos pudieran ver en acción el mortífero poder de aquellas quijadas asesinas. Entonces exhibieron sus presas, sonriendo malévolamente, y se movieron en círculos hasta rodear a su renuente público a fin de asegurarse nuevas víctimas una vez muertas las que ya habían capturado Los horrorizados espectadores, reducidos a la impotencia en lo tocante a socorrer a las víctimas, ni atinaron a moverse; de modo que allí hubieran podido morir todos. Los reptiles, al comprobar que los tenían a su completa merced, iniciaron entonces su macabra labor, dando cuenta, en forma inenarrable, de aquellos que se hallaban prisioneros entre sus mortales colmillos. Pero uno de ellos no llegó a ultimar a su presa, una pobre niña que luego padeció pesadillas durante años; porque al sonido del cuerno y el ruido de cascos de caballo acudió al rescate uno de los Jinetes Ballesteros, y una flecha vengadora se hundió inmisericorde en el cuello del monstruo, que soltó a su víctima, boqueando y escupiendo sangre.

 

      Una cuerda estaba atada a la flecha y el Ballestero, tras subir a su montura a la niña, jaló del extremo para recuperar así el proyectil; pero forcejeó inútilmente. Mientras tanto los demás Thröllewurms, olvidando a los siervos, se volvieron hacia él, enseñando jactanciosamente sus fauces enrojecidas de sangre. El Ballestero soplaba su cuerno sin cesar, llamando a sus compañeros dispersos por los alrededores; y con la terrible certeza de que no llegarían a tiempo para rescatarlo, comprendió que para poder saltar exitosamente por encima de alguno de aquellos monstruos, su caballo tendría que ir tan ligero como fuese posible, y ni aún así había garantías. Entonces, en silencio, desmontó, y  ordenó a la niña que sujetara las riendas con fuerza; y acto seguido, dio una fuerte palmada al nervioso caballo, que salió disparado al galope.

 

      Los otros nueve Jinetes Ballesteros en servicio no llegaron mucho más tarde; pero aun así, demasiado tarde para salvar a su infortunado compañero, cuyo fin había sido heroico pero horrendo. Tras acabar con los Thröllewurms, escucharon de boca de los llorosos siervos cómo el difunto camarada, tras santiguarse recitando el Salmo 23 que ya entonces repetían todos los defensores al marchar al combate a imitación de los Caballeros del Viento Negro (primeros en adoptar esa costumbre) había acometido, espada en mano, contra uno de los Thröllewurms. De ése al menos llegó a dar cuenta antes de caer él mismo, sacrificándose para que la niña pudiera sobrevivir.

 

      Los siervos y los Ballesteros sepultaron allí mismo lo que quedaba de los difuntos. Los reptiles fueron despellejados, pero esta vez transcurrió largo tiempo antes de que sus cueros pasaran a manos de los Haraldssen: permanecieron en exhibición en lo alto de los muros de Ramtala durante varios días, en claro desafío y advertencia. Pero es dudoso que los Thröllewurms alcanzaran a ver tan alto, aunque igual los macabros trofeos sin duda infundieron valor a los guerreros de Ramtala.

 

      El otro suceso tuvo lugar en Drakenstadt, el último día del mes, cuando ya la Matanza del Trigal se conocía allí. Treinta hombres de Vestwardsbjorg, enloquecidos por el prolongado asedio, se hicieron imprudentemente a la mar en unos pocos botes que tenían dentro de la fortaleza, y trataron de alcanzar la ciudad al amparo de la noche. Casi habían logrado su cometido, en apariencia inadvertidos para los Thröllewurms, cuando de repente éstos aparecieron, demostrando que sólo habían dejado que aquellos hombres se ilusionaran cruelmente. Los centinelas de la ciudad, que precisamente para no alertar a los Thröllewurms no se habían atrevido a arengar a gritos a aquellos treinta desesperados, fueron forzosos e impotentes testigos de la carnicería que tuvo lugar a continuación. En realidad, piadosamente, las tinieblas no les permitieron ver mucho; pero los alaridos de agonía, el chapoteo, los escalofriantes rugidos de los reptiles alborozados y el recuerdo del relato de la Matanza del Trigal sugirieron horriblemente todo cuanto los ojos no llegaron a captar.

 

      El irascible Dunnarswrad pronto fue alertado sobre lo que sucedía y, llegado a los muros del Norte, puso enseguida a trabajar las catapultas para al menos abreviar los sufrimientos de aquellos desdichados enviándolos al fondo del mar junto con sus monstruosos asesinos, ya que nada más podía hacerse por ellos. Pero fue inútil, y los alaridos de algunas de las víctimas siguieron escuchándose hasta alrededor de las dos de la mañana antes de que los Thröllewurms se dignaran, por fin, silenciarlos de manera drástica. Al alba, el océano presentaba una imagen truculenta, y las aves marinas se daban un festín con los despojos que flotaban en la superficie; y el Mar en Sangre, como pasaría a la Historia aquella noche trágica, era ya una de las más horripilantes tragedias de aquella guerra, acerca de la que nadie hablaba si no le era imprescindible.

 

      Y desde entonces, cada vez que los ojos burlones de los Thröllewurms afloraban por encima de la superficie del océano, una congoja sin límite, un miedo atroz y un odio vengativo, todo a la vez, estremecía los corazones de los defensores de Drakenstadt.

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22 enero 2010 5 22 /01 /enero /2010 18:49

      En Ramtala, por decisión de Thorstein Eyjolvson, Gran Maestre del viento Negro, las tropas estaban bajo el mando de Erlendur Ingolvson: el mismo joven oficial que había sido el primero en avistar a los Jarlewurms  en el Hammersholmsunde. No tenía más que veintidós años al comenzar la guerra, y muchos se preguntaban si no sería una locura confiar tamaña responsabilidad a un simple muchacho. Una parte de sus antiguos mandos militares le tenían celos, envidia y hasta odio debido a su rápido ascenso, pero poco podían contra él ahora que Eyjolvson lo había armado Caballero.

 

      Ingolvson era un joven de mirada engañosamente dura y altiva, bajo la cual se ocultaba un espíritu leal y sensible; eso,  más su capacidad para evaluar el peligro y su coraje para tomar decisiones en momentos cruciales pesaron mucho en su ascenso. Pero aunque halagado por el honor que se le había conferido al armarlo Caballero, lamentaba el puesto de mando que ocupaba ahora; lo que, por otra parte, le ocurría a muchos otros oficiales, dado que cuando se trataba de los Wurms hasta la decisión más responsable podía desatar la catástrofe. A principios de junio había presentado ya tres veces su renuncia a Eyjolvson, que éste rechazó en otras tantas ocasiones.

 

      Erlendur no exponía a sus hombres al riesgo sin necesidad y, cuando era posible, se exponía junto con ellos al peligro. Cada vez que los Wurms se replegaban, él iba de aquí para allá visitando a los heridos y dándoles ánimos, organizando la rápida reparación de los sectores dañados y arengando a las tropas, sin permitirles ni por un segundo confiar en que cada aparente retirada de los reptiles fuese real. Por todo ello, Thorstein Eyjolvson estaba conforme con él, y no tenía la más mínima intención de reemplazarlo.

 

      Ingolvson no tenía tiempo de visitar además a los deudos de los caídos en combate y llevarles consuelo. Fue León de Cernia, un joven oficial de la Orden de la Doble Rosa, quien asumió esta tarea como propia. Se presentaba en los funerales revestido de armadura, como si el difunto fuera alguien importante y a quien no se pudiera despedir debidamente de este mundo sin la debida etiqueta. Erlendur sentía gratitud íntima hacia este gesto de León de Cernia, que le quitaba una responsabilidad de encima; pero se verá después que le habría valido más desconfiar de esa ayuda.

 

      Thorstein Eyjolvson, por su parte, se ocupaba de coordinar la defensa de toda Andrusia Occidental, de organizar el desplazamiento de tropas de un sitio a otro según las necesidades del momento, de analizar y resolver cada problema que fuera surgiendo y, a veces, sustituía a Erlendur Ingolvson para que éste dispusiera de algún momento de respiro.

 

      A mediados de marzo, algunos representantes de la Banca Haraldssen se habían entrevistado con él para ofrecerle apoyo. Los Haraldssen habían estado entre los primeros en huir hacia el Sur, mucho antes incluso de que la guerra estallara, pero sin retroceder mucho. Su avaricia era proverbial, pero en este asunto mostraron un desinterés que dio qué pensar al propio Eyjolvson, quien intuyó que se traían algo entre manos. Sin embargo,  no estaba en condiciones de vacilar demasiado, y aceptó la ayuda que le ofrecían los poderosos banqueros, consistente sobre todo en provisiones. Pero, además, ofrecieron a Thorstein equipar a una parte de las tropas con un arma que ya le habían ofrecido anteriormente, pero que él rechazó entonces por motivos muy diversos: la ballesta. Era cara, impráctica (disparaba pocas flechas en el mismo lapso en que un arco lanzaba muchas más) y, de alguna manera, desagradable: un certero tiro de ballesta podía tronchar a un Caballero dentro de su armadura, y algo que produjera tan espectaculares daños  en un enemigo no estaba bien visto en aquella época. Pero la capacidad de penetración de sus flechas la convertían en el arma más idónea para traspasar el grueso cuero de los Thröllewurms, y por eso Eyjolvson terminó aceptándola, aunque luego de la guerra el arma volvió a desaparecer por siglos.

 

      Eyjolvson adquirió treinta ballestas, y reservó diez para Ramtala; otras diez las envió a Drakenstadt y el resto las despachó a otros puertos menos atacados por los Wurms. Seguidamente, separó a treinta de los mejores arqueros, a quienes dio cabalgaduras frescas y envió a una fortaleza hasta aquel  momento semiabandonada situada más al Sur, con instrucciones precisas acerca de lo que esperaba de ellos. Acababa de crearse el Ballitzenernsreidernskorp, el Cuerpo de Jinetes Ballesteros de Ramtala. 

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21 enero 2010 4 21 /01 /enero /2010 18:42

XLV

      Drakenstadt se desmoronaba en el desánimo, y sólo unos pocos puntales de practicidad y valor evitaban que terminara de colapsar el coraje de los defensores. Dos hechos habían provocado que se llegara a tan precario estado anímico, y uno de ellos era ya cosa del pasado: la muerte del Príncipe Gudjon Olavson, caído en combate junto a Diego de Cernes Mortes cuando ambos combatían ante la Konniggeidur, la Puerta Regia, defendiéndola de Talorcan el Negro y otro Jarlwurm que desde allí pretendían acceder al interior de la ciudad.

 

      De alguna manera, Gudjon Olavson había estado más allá del bien y del mal, a lo que indudablemente había contribuido su apariencia física, pues era un coloso forzudo de rostro agraciado. Además, había sido extraordinariamente valiente, siendo siempre el primero en lanzarse a la batalla, lo que motivaba en grado sumo a sus tropas. Nadie olvidaba que, durante el ataque  Kveisung de 946, Sundeneschrackt se había visto obligado a pedir expresamente al temible Kehlensneiter que eliminara a Gudjon de una vez por todas, porque nada más por el sólo hecho de estar allí, intrépido, carismático y harto visible para todos sus hombres, les complicaba mucho las cosas a los piratas. Kehlensneiter lo hirió entonces tan gravemente, que su nadie se explicó cómo pudo sobrevivir.Tal vez sólo gracias al veloz accionar de su guardia personal, que se interpuso entre él y Kehlensneiter  como un sólido escudo humano y lo retiró a toda prisa del campo de batalla, no fue muerto allí mismo. Varios miembros de esa guardia pagaron su valentía y su lealtad con sus vidas en aquella sangrienta contienda.

 

      Gudjon había sido también un gran fanfarrón, lo que teniendo en cuenta las circunstancias era más bien inevitable; y según la mayoría de sus amigos, un estúpido como pocos en muchos aspectos. Pero al menos admitía tarde o temprano su propia estupidez, y a veces incluso era el primero en hacerlo, con una sonrisa encantadora y descaradamente franca; en cuyo caso dejaba a otros la tarea de pensar, y ponía sus enormes músculos al servicio de esos otros que tenían más cerebro que él.

 

      Aun teniendo enormes riquezas y un linaje ancestral, la vida palaciega no era nada para él. La etiqueta no le sentaba a aquel gigantón que no vacilaba en eructar y tirarse pedos frente a quien fuera, y que prefería irse de parranda con la soldadesca, que lo adoraba, antes que asistir a ceremonias oficiales.

 

      Solía ser, no obstante, muy despreciativo con algunas personas, aunque en su desdén había más estupidez dañina que auténtica maldad. Defendía a los desprotegidos, pero éstos, por su mera condición de tales, le parecían insignificantes, aunque de ellos dependiese la elaboración del pan y las bebidas alcohólicas que consumía en cantidades prodigiosas. Con la mayor parte de la gente de Drakenstadt hacía una excepción, pues entendía que todo hombre de Drakenstadt era un guerrero en potencia; los demás le parecían unos pobres infelices. Algunos de éstos le habían demostrado a veces hasta qué punto se equivocaba, pero su limitado intelecto no le permitía asimilar la lección; y aun reconociendo en su momento el error, reincidía más tarde en el mismo con otras personas.

 

      De cualquier manera, su inmenso carisma, su descollante estatura y su constitución hercúlea habían sido el orgullo de Drakenstadt. Su muerte estremeció a la ciudad hasta sus cimientos. Gudjon siempre había parecido más próximo a los viejos dioses paganos que a los hombres comunes; tenía la imagen de un legendario héroe que hubiese arrebatado la mismísima inmortalidad a las más ancestrales deidades.

 

      Y no obstante, estuvo entre los primeros en sucumbir ante los Wurms. Su padre, el Duque Olav, jamás lograría reponerse de la pérdida de su hijo favorito; y los demás se preguntaban qué quedaría para ellos, si su colosal y jactancioso paladín ya no estaba para  protegerlos.

 

      Muerto Gudjon, otros intentaron asumir el liderazgo sin que, en general, hubiera discordia entre ellos. Los más idóneos eran sin duda el colérico Dunnarswrad y un antiguo escudero de Thorstein Eyjolvson,  el ahora Caballero del Viento Negro Maarten Sygfriedson. Ambos eran feos hasta la exageración, pero muy carismáticos a su manera, y se habían hecho amigos. Como se complementaban muy bien, no tardaron en atraer la atención de un joven oficial de la Orden de la Doble Rosa, Ignacio de Aralusia, que les brindaba su aliento y a quien sometían a juicio sus ideas. Podía decirse que, entre los tres, tenían en sus manos el destino de Drakenstadt; pero era muy evidente que al menos Dunnarswrad y Maarten Sygfriedson, cada uno por sus propias razones, habrían preferido que fuera el difunto Príncipe Gudjon quien siguiera al mando.

 

      El otro hecho que minaba las reservas de valor de los defensores de Drakenstadt era el sitio impuesto por los Wurms a Östwardsbjorg y Vestwardsbjorg, las dos fortalezas erigidas sobre sendos peñones a la entrada del fiordo sobre el cual se levantaba la ciudad. Había sido un gran error no evacuarlas de inmediato tras el incendio de la barquichuela en la que el infortunado Luciano de Escevolina había ido a pactar, sin éxito, la paz con los Wurms. Los hombres apostados allí estaban reducidos a la inacción y a un cruel compás de espera, pues no había nada que ellos  pudieran hacer. No disponían de medios con los que combatir eficázmente ni por largo tiempo a los Wurms, y sí disponían, por desgracia, de excesivo tiempo libre para torturarse a sí mismos con pensamientos nefastos. En Drakenstadt, por su parte, angustiaba la imposibilidad de socorrer a aquellos camaradas sitiados por los reptiles.

 

      Por un  hado funesto, una de las tantas falsas retiradas de los Wurms, más prolongada que otras, fue tenida por cierta. Hubo entonces festejos en toda la ciudad, y se despacharon mensajes a los principales puertos de Andrusia Occidental e incluso a Danzig, en la lejana Christendom, anunciando que al menos en Drakenstadt se daba por terminada la guerra; mensajes que luego dieron lugar a amargas retractaciones.

 

      A todo esto, Maarten Sygfriedson se opuso a tanta algarabía anticipada, porque algún centinela, aun sin estar totalmente seguro, había creído divisar aquí y allá movimientos en la superficie del mar, que podían atribuirse a Thröllewurms tomando aire antes de volver  a sumergirse en las profundidades. Sus argumentos no fueron escuchados. Se lo tildó de pesimista y escéptico. Al mismo tiempo, dos naves de la Armada de Guerra de Norcrest, que habían sido llevadas río arriba junto con otras de la flota para evitar que las destruyeran los Wurms, fueron cargadas con provisiones y tropas de relevo. Era el 11 de junio de 958; luego de cinco meses de estancia forzosa en Östwardsbjorg y Vestwardsbjorg, las dotaciones de ambas fortalezas podrían regresar al continente. Llevaban alrededor de un mes de hambruna.

 

      Cuando las dos naves estuvieron lo bastante alejadas de la costa, y más cerca de las fortalezas que de Drakenstadt, sus horrorizadas tripulaciones advirtieron ruidos bajo el casco de cada una de las embarcaciones; y aun antes de investigar qué sucedía, se advirtió por fin que Maarten Sygfriedson había tenido razón, y que los Wurms seguían en la zona, ocultos en alguna parte la mayoría de ellos y dejando atrás unos pocos Thröllewurms montando guardia, acechando los movimientos en la ciudad y a la espera de que en cualquier momento se despacharan naves de rescate a Östwardsbjorg y Vestwardsbjorg. Y ahora que las tenían allí, las atacaban a golpes de lomo, abriendo boquetes en los cascos.

 

      El pánico estuvo a punto de cundir, pero los capitanes lograron, mal que bien, imponer su autoridad y mantener la cordura. Ordenaron lo único que, en tales circunstancias, podía hacerse: tratar de alcanzar ambas fortalezas, encallar contra los peñones en que estaban construidas y abandonar rápidamente las naves luego de retirar de las mismas cuanto pudiera ser de utilidad, y fundamentalmente las provisiones. Todo tendría que ejecutarse en forma ordenada: mientras unos bajaban la carga, otros vigilarían que los Thröllewurms se mantuvieran lejos.

 

      Pero los Thröllewurms ni se acercaron, porque ya habían cumplido con su misión: imposibilitar el regreso a Drakenstadt de ambas naves y hacer que fueran aún más los guerreros condenados a la inacción en aquellas fortalezas, y menos los disponibles para defender la ciudad. Los hombres apostados en Östwardsbjorg y Vestwardsbjorg disponían ahora de alimento, pero tendrían que racionarlo extremadamente porque para colmo ahora más bocas se sumaban a las suyas. Y estaban famélicos y desesperados, y no tenían otro deseo que el de reunirse con sus familias en Drakenstadt y, si debían morir, que fuera en combate, dando lo mejor de sí mismos; de modo que este fracaso de las naves enviadas para relevarlos fue para ellos un golpe brutal.

 

      En la superficie del océano, los ojos de los Thröllewurms se asomaron todavía un poco más, burlones, antes de desaparecer en las profundidades.

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21 enero 2010 4 21 /01 /enero /2010 18:28

      Debía reservar tales sentimientos para confesárselos a su propio corazón, porque era consciente de que, en ese momento, casi nadie hubiese estado dispuesto a oír sus diatribas, y porque de todos modos era un pésimo momento para expresarlos, teniendo en cuenta la gravedad de la crisis. Pero lo cierto era que estaba perdiendo autoridad sobre sus hombres.

 

      Nunca se supo cuántos de los Caballeros de la Doble Rosa lucharon en el frente de batalla de la Primera Guerra entre Hombres y Dragones. Estimaciones posteriores oscilaron entre las cifras sin duda tendenciosas de sólo doscientos Caballeros, aportada ésta por los detractores de la decadente Orden, y las infladas y exageradamente optimistas proporcionadas por la propia Orden, según las cuales al menos mil de sus hombres habrían estado allí. Posiblemente nunca fueron más de quinientos cincuenta o seiscientos, y eso contando a los muchos que desertaron en un momento u otro de la contienda; mal que, por otra parte, afectó también al Viento Negro.

 

      De cualquier manera, se trató de un número reducido, que acudió a la convocatoria  de su anterior Gran Maestre por razones a menudo indignas y egoístas. A la mayoría le interesaba  sólo preservar su prestigio y sus fueros, y le importaba muy poco lo demás. Había sido un revés muy duro para ellos enterarse de que subrepticiamente Diego de Cernes Mortes había encubierto a los advenedizos del Viento Negro. El sobrino de Diego, Maximiliano de Cernes Mortes, estaba entre los pocos que compartían las ideas de aquél. De estatura diminuta y opiniones certeras, mordaces y punzantes, era apodado La Pulga; y a la muerte de su tío había competido con Tancredo por el Supremo Maestrazgo. Su postura conciliatoria respecto al Viento Negro le enajenó muchos partidarios pero, aunque no salió triunfante en la pulseada por la jefatura, una verdad entre las muchas que dijo dio qué pensar a los Caballeros de la Doble Rosa: de los miles que integraban la Orden, apenas un puñado estaba allí, salvaguardando el prestigio de la misma, el futuro del Reino y las vidas de sus muchos habitantes.

 

      A medida que ese puñado tomaba cada vez mayor consciencia de que fueros y posesiones eran asunto secundario y que en cambio  era la propia vida lo que peligraba en primer término, un negro y enfermo rencor hacia esos miles que habían quedado atrás iba gestándose; mientras que por el contrario nacía un sentimiento de leal compañerismo hacia cualquiera que estuviese dispuesto a luchar al lado de uno. En el frente de batalla ya casi no era posible diferenciar a nobles de villanos, a Caballeros de la Doble Rosa de Caballeros del Viento Negro. Cualquiera que viera a otro en peligro acudía a apoyarlo sin fijarse de quién se trataba; cualquiera que cayese en combate sería honrado con funerales de héroe y llorado por todos los demás. La angustia y el miedo de uno eran la angustia y el miedo del grupo entero, y por eso todos trataban de darse ánimos mutuamente. Sólo Tancredo de Cernes Mortes y unos pocos de sus más adictos oficiales se empeñaban en hacer diferencias entre los de su Orden y los demás o  exteriorizaban una camaradería falsa, a veces detectada y repudiada en murmullos o con respetuosas pero firmes reprobaciones en voz alta. Ya a casi nadie en la Orden de la Doble Rosa caía bien que su Gran Maestre dijera que por el momento no había más remedio que tolerar a los Caballeros del Viento Negro. Ya no todos estaban dispuestos a aceptar que los beneficiara colocándolas en las posiciones de menor riesgo; los que sí aceptaban, que cada día eran menos, lo hacían con gran vergüenza y sólo por el pánico que les inspiraban los Jarlewurms. La mayoría escogía correr el mismo peligro que sus hermanos villanos y del Viento Negro.

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19 enero 2010 2 19 /01 /enero /2010 21:17

      En cuanto al frente de batalla, era un auténtico infierno, una pesadilla sin precedentes. Se lograba mantener a raya a los Wurms, y eso era todo; y para llegar a ese logro eran necesarios esfuerzos casi sobrehumanos. ¿Diezmarlos? Ni en sueños. Los Thröllewurms trataban  a veces de remontar el Duppelnalv  en una especie de formación bastante compacta, y entonces las catapultas daban cuenta de algunos que no disponían de suficiente espacio para maniobrar y esquivar los proyectiles. Si no era así, como eran veloces nadadores y buceadores, también ellos por lo general salían ilesos. En cuanto a los Jarlewurms, avanzaban muy dispersos unos de otros; por lo que acertarles era cosa de milagro. Sin embargo, junto a las grandes catapultas se habían dispuesto otras más pequeñas y que demoraban menos tiempo en ser recargadas luego del primer tiro. Estas se usaban sobre todo para apuntar a las grandes alas que los Jarlewurms desplegaban a modo de velamen. Con las alas dañadas, no podían aprovechar el viento favorable en el ataque ni en la huida; y era entonces más fácil apuntarles con las otras catapultas, las grandes, y matarlos o infligirles heridas de consideración aunque no se hiciera un blanco perfecto. Pero poco más tarde, los Jarlewurms, precavidos, aprendieron a plegar sus alas cada vez que se les venían encima los proyectiles; con lo que se perdió una importante ventaja sobre ellos.

 

      Cada vez que los Jarlewurms lograban acercarse lo suficiente a su objetivo, los corazones se encogían de terror. Los monstruos empujaban  los muros de las ciudades con toda la fuerza de sus enormes cuerpos acorazados. Dichos muros se estremecían ante tal embestida; y tal era la remezón que, si en ese momento algún centinela se movía por los adarves, por lo general caía al vacío. En esos instantes podía hacerse muy poco, aparte de rezar para que las paredes resistieran. Afortunadamente, estas acometidas provocaban lesiones internas incluso a los más poderosos Jarlewurms, que tras dos o tres intentos debían resistir; pero cuando creían haber hallado un punto débil en la muralla, pronto acostumbraron turnarse para atacar allí y sólo allí.

 

      Otra cosa sucedía  con las grandes puertas de las ciudades, en general metálicas o de madera revestida con láminas de metal. Los Jarlewurms lograban derribarlas fácilmente cuando se lo proponían; pero luego hallaban detrás un rastrillo, y éste ya no les era tan fácil de abatir debido a la posición del mismo, protegido bajo el arco de la abertura de la puerta derribada. Los largos cuellos de los monstruos quedaban muy por encima del dintel; por lo tanto, la arquitectura y su propia anatomía impedían a los Jarlewurms aprovechar eficazmente su apocalíptica fuerza empujando con toda la mole de sus inmensos cuerpos esos rastrillos. A veces, intentaban valerse de sus garras para destruirlos, y entonces había que combatir contra ellos cuerpo a cuerpo, atacando con todas las armas disponibles aquella temible garra que forcejeaba con su  último obstáculo hacia el interior de la ciudad. Una vez que aquella garra se retiraba era imprescindible y urgente ponerse a salvo, porque casi seguramente la testa reptiliana miraría a través del rastrillo y vomitaría aterradores chorros de fuego y brea candente. Cuando esto sucedía, arqueros consumados podían, desde prudente distancia o desde un ángulo donde las llamas no los alcanzaran, tratar de hacer blanco en dos de los tres puntos más vulnerables de los Jarlewurms: los ojos. No era sencillo atinarles y, a decir verdad, durante mucho tiempo no se supo de nadie que tuviera éxito en tal propósito, hasta un resonante caso, que se describirá más adelante, en el que un Jarlwurm de nombre desconocido quedó tuerto; a los demás, las flechas se les hundieron muy cerca de los ojos en abundantes ocasiones, pero sin causarles daños reales. Sin embargo se vio que, cuando las flechas les zumbaban cerca de los ojos, los Jarlewurms se aterraban casi tanto como lo estaban los defensores cuando los veían aparecer a ellos en el horizonte. Por lo visto no estaban acostumbrados a la indefensión;  no entraba en sus cálculos que los humanos pudieran dañarlos seriamente y los llenaba de espanto la posibilidad de que sus enormes cuerpos no pudieran protegerlos de seres tan ridículamente pequeños.

 

      En base a ello, Thorstein Eyjolvson, el más sólido sostén anímico de la resistencia, dictó en uno de sus ratos libres una carta con idéntico texto a distintos destinatarios. Puede cuestionarse hasta qué punto fue útil su recomendación, dirigida a los aqueros de las ciudades costeras de Andrusia Occidental, de concentrarse en  dañar los ojos de los Wurms. Creía que con el tiempo la puntería de los arqueros se tornaría fulminante y dejaría ciegos o tuertos a muchos de los monstruos pero, como ya se ha dicho, en este aspecto no se tuvo mucho éxito.  Pero Eyjolvson añadía al final de la carta un párrafo en el que declaraba enfáticamente su opinión, tal vez no del todo sincera, de que cuando había valor y se estaba en paz con Dios, la lucha entre David y Goliath tenía sólo un resultado posible.

 

      Durante los momentos de respiro, esa carta fue leída una y otra vez a las tropas, y sirvió para infundirles el coraje necesario para aguantar siempre sólo un poco más que, de otra manera, tal vez no hubieran hallado. Cada vez que se lo releía en voz alta, el mensaje de Thorstein Eyjolvson era ampliamente ovacionado lo mismo por nobles que por villanos, lo mismo por Caballeros del Viento Negro que por las Milicias de San Leonardo y, más importante aún, por los Caballeros de la Doble Rosa; y el Gran Maestre de esta última Orden, Tancredo de Cernes Mortes, comenzaba a experimentar furiosos y secretos celos y envidia de su par de la Orden rival. 

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19 enero 2010 2 19 /01 /enero /2010 21:06

      Según se recordará, el gran Maestre Thorstein Eyjolvson había despachado un mensaje al Rey Gregorio III en el que admitía liderar la por entonces clandestina Orden del Viento Negro y comunicaba a Su Majestad que él y los Caballeros bajo su mando se aprestaban a defender al Reino de la amenaza de los Wurms, solicitando a cambio que se levantara la proscripción vigente sobre la Orden. Para cuando el mensaje llegó a Cernes Mortes, la capital, Gregorio III había muerto, siendo sucedido por su hijo, que ascendió al trono con el nombre de Gregorio IV. No es que  el difunto monarca hubiera sido una maravilla en el gobierno: su voluntad había sido siempre muy débil, su indecisión muy grande. Pero al menos demostraba algún deseo de hacer las cosas bien, cualidad que ahora se extrañaba penosamente en el nuevo soberano. Gregorio IV era frívolo, indolente y derrochador, y despilfarraba el erario real en suntuosas fiestas de las que era difícil sacarlo para que firmara un decreto o atendiera cualquier otro asunto de gobierno; por lo que pronto fue llamado el Alegre por unos y el Inmaduro por otros, y así pasaría a la Historia aun después de que su régimen perdiera toda connotación de auténtica alegría. También era ignorante en muchas materias de las que hubiera debido mantenerse informado para hacer un reinado al menos aceptable.  Cuando alguien trataba de ponerlo al tanto respecto a un tema, sus posteriores comentarios evidenciaban que a lo largo de la paciente explicación, la mente del Rey había estado en otra parte. Eso sí, durante aquellos primeros años de gobierno al menos no exhibía la crueldad que caracterizaría su última época en el poder.

 

      De todos modos, era un completo inútil, y alguien tendría que gobernar en su nombre. Así que el Senescal Mayor del Reino, Justiniano de Charmalles, quien había observado la conducta del Rey cuando éste aún era apenas el Príncipe Heredero, decidiendo que sería un monarca deplorable, lo abordó una hora antes de su coronación y le sugirió en voz baja un nombre. Más tarde, ese nombre volvió a pronunciarse al inicio del primer Consejo que celebró Gregorio IV, y de esta manera Tulio de La Calleja, joven de veinticuatro años graduado en leyes, fue nombrado Mayordomo General del Reino. Aunque era hijo y nieto de otros tantos Tulios que habían ocupado el mismo cargo antes que él, este antecedente no impresionó a nadie, porque esos mismos predecesores familiares habían terminando renunciando a sus cargos por falta de apoyo y por las fatigas del poder. Todavía más, a este tercer Tulio de la estirpe se lo vio algo apocado cuando se lo presentó formalmente en el Consejo, y sus rasgos casi adolescentes parecieron irrisorios en medio de tanta gente poderosa.

 

      Seguidamente, y en el mismo Consejo, pasó a debatirse el mensaje de Thorstein Eyjolvson. La lectura del mismo provocó todo un escándalo entre los pares del Reino, importantes barones todos ellos. El escándalo fue in crescendo a medida que se leía una segunda carta del por entonces Gran Maestre de la Doble Rosa, Diego de Cernes Mortes. El consenso fue que Thorstein Eyjolvson, al frente de su banda de forajidos y falsos Caballeros, conspiraba para, con el tiempo, hacerse de un reino propio e independiente en todo el septentrión de Nerdelkrag. La carta de Diego de Cernes Mortes fue la que dividió opiniones. Para algunos, se trataba de una impostura, en tanto que otros la creyeron auténtica y tildaron a Diego de Cernes Mortes de traidor. A la realidad de los Wurms, por supuesto, no se concedió el menor crédito.

 

      Entonces el recién nombrado Mayordomo General del Reino se incorporó y expresó su opinión, con una voz firme que no gustó nada. Lejos de aquietar el alboroto lo acrecentó cuando, tras obtener del Senescal Mayor una respuesta afirmativa en cuanto a la autenticidad de la carta de Diego de Cernes Mortes, puso en entredicho el honor de la Caballería; pues si Diego mentía, ello significaba que nada menos que un Gran Maestre atentaba contra el Reino avalando cuentos sobre una falsa invasión y al supuesto grupo de traidores liderados por Thorstein Eyjolvson. Si en cambio decía la verdad, una siniestra amenaza se cernía sobre el Reino entero, y los Caballeros que no acudieran a la convocatoria de su Gran Maestre eran culpables de negligencia y cobardía ante un enorme peligro. Y Justiniano de Charmalles fue de la misma opinión.

 

      Fue una larga y extremadamente agria controversia. Los argumentos de los pares resultaron pueriles hasta la exageración; los de Tulio, firmes y convincentes. Por último se tomaron dos decisiones, y a la primera de ellas nadie pudo oponérsele, porque contemplaba al menos la posibilidad de que los pares tuvieran razón. Consistía en el envío de tropas a Ramtala y Drakenstadt para evaluar la situación. Si realmente el Reino sufría una invasión de gigantescos reptiles, esas tropas se sumarían a las que ya estaban acantonadas allí y actuarían como refuerzos. Si en cambio todo era una mentira de cabo a rabo y se estaba gestando una rebelión, como tantos opinaban, se procuraría aplastarla. Hasta aquí, todo bien. Pero fue la segunda decisión la que provocó aún más controversia, indignación y hasta odio: por decreto real del 4 de febrero de 958 se levantaba la proscripción hasta entonces vigente sobre la Orden del Viento Negro, y al día siguiente la noticia era promulgada por los heraldos en las principales ciudades del Sur del Reino, antes de pasar a difundirla en el centro. Para los Caballeros de la Doble Rosa que no habían acompañado al Norte de Nerdelkrag a su Gran Maestre, la noticia fue toda una afrenta y una villanía, un demoledor tiro de catapulta a su dignidad; y la mayoría continuó negándose a cabalgar hacia el Norte, concordando con los pares en que la supuesta invasión era una superchería a la que pronto se lamentaría haber prestado oídos. Se armarían en defensa del Rey para la batalla que, estaban seguros, deberían librar muy pronto contra los advenedizos del Viento Negro a las puertas mismas de Cernes Mortes; pero puesto que por el momento tanta confianza se prodigaba a aquellos falsos Caballeros, que hasta entonces el Reino se apoyara en ellos y continuara dando la espalda a sus verdaderos paladines.

 

      Tulio dictó a uno de sus secretarios una respuesta a la carta de Thorstein Eyjolvson, accediendo a su propuesta. La misiva llevaba la firma y el sello del Rey, y requería que se enviaran pruebas concretas de la realidad de los Wurms, para convencer con ellas a los escépticos. Más tarde, Thorstein Eyjolvson respondería a su vez, enviando garras y dientes de Jarlwurm y trozos de cuero y un enorme cráneo de Thröllwurm, que Tulio exhibiría y enseñaría ante el Consejo entre escalofríos de horror. Según una crónica contemporánea, nada más ver el monstruoso cráneo exhibiendo las letales fauces, Gregorio IV se incorporó, sobresaltado, y no pudo reprimir un grito que movilizó a toda la guardia palaciega, temerosa de que se hubiera atentado contra la vida del Rey.

 

      Hasta entonces, sin embargo, Tulio no se atrevió a desplazarse hacia ningún sitio sin hacerse acompañar de una nutrida y bien entrenada escolta, y se vio obligado asimismo a tomar otras medidas para precaverse de posibles intentos de asesinato; pues era su vida, y no la del Rey, la que corría peligro tras favorecer a los advenedizos. Todo ese tiempo, los Caballeros rezagados, so pretexto de proteger al Rey, no cesaron de acudir a Cernes Mortes desde sus respectivos señoríos y comandancias para tratar de persuadir al soberano de que destituyera a Tulio; pero como para su desgracia a Gregorio IV los asuntos de Estado le importaban un comino y no se ocupaba de ellos si no era en Consejo y sólo por obligación, dejó las cosas tal como estaban. Posiblemente si Tulio hubiera estado condenado a la horca no habría movido un dedo para salvarlo; pero no sólo no estaba sentenciado a la horca sino que, además, era el Mayordomo General del Reino, y el Rey  tampoco movería un dedo para reemplazarlo por otra persona. Empezó a mostrar cierto interés en satisfacer a los Caballeros luego de que éstos organizaran varios torneos en su honor para alimentarle el ego y su sed de pasatiempo frívolo; pero entonces fue cuando la súbita llegada del horrible cráneo de Thröllwurm vino a alterarlo todo. Gregorio IV era, entre otras cosas, cobarde, y a la vista de aquellas fauces plagadas de afilados colmillos pareció creer de repente que los Wurms tenían cercado el Palacio Real. Más preocupado por su vida que por congraciarse con los Caballeros adulones, hasta él entendió cuán sabia había sido la decisión de levantar el libelo de proscripción que pesaba sobre los advenedizos a fin de que éstos pudieran defender abiertamente el Norte del Reino contra aquellos sanguinarios reptiles.

 

      No obstante, todo esto se hallaba aún lejos de ocurrir cuando el viejo Senescal Mayor, el 6 de febrero de 958, partió al frente de tropas villanas hacia Ramtala a marchas forzadas. En Nerdelkrag, esto significaba que se había trazado un  itinerario, en este caso  hacia Ramtala, el mismo del servicio de postas;  y los barones  cuyas tierras  atravesaran las tropas, prevenidos de antemano, debían tener listas vituallas y cabalgaduras frescas para toda la hueste, a fin de poder avanzar más deprisa. Además del Senescal Mayor, otros nueve Caballeros se habían unido a estas tropas, ya fuera porque finalmente se les había despertado el sentido del deber, por temor a que la guerra fuera real y los advenedizos les arrebataran sus fueros por demostrar valías superiores o, en fin, por el motivo que fuese. Entre ellos, imaginándose como un valiente matador de dragones admirado por los hombres, amado por las mujeres y con sus hazañas recreadas en innumerables canciones de gesta, iba un joven noble de veinte años de edad que sólo pocos días atrás había sido armado Caballero: Calímaco de Antilonia.

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18 enero 2010 1 18 /01 /enero /2010 19:15

XLI

      Dado que la vida continuaba pese a todo, era necesario que el comercio también continuara, por vía terrestre ya que no marítima; y además Thorstein Eyjolvson, el Gran Maestre del Viento Negro, se creía en la obligación de brindar algún apoyo financiero a hombres que, como Balduino en Freyrstrande, estaban casi solos y contaban con recursos escasos o nulos para organizar la resistencia contra los Wurms. La economía de la Orden dependía del oro extraído de los Zarpazos de Dziark: unos yacimientos de fabulosa riqueza en su época, enclavados secretamente en Sundaria. Mucho se había hablado tiempo ha de estos yacimientos y en su momento hasta provocaron una guerra, hasta que oficialmente se llegó a la conclusión de que eran un mito. En realidad, sí existían, pero estaban agotándose. Además de los gastos generados por la adquisición de  armas, armaduras, caballos y demás,  la Orden había socorrido financieramente a los pobres en la medida de sus posibilidades, y sobornado aquí y allá a numerosos individuos,  funcionarios y nobles sobre todo, para poder sobrevivir y seguir actuando en el mayor secretismo. Restaba, sin embargo, una considerable cantidad  de oro, que de Sundaria había sido trasladada tiempo atrás a diversas grutas y casamatas dispersas en el centro del Reino; pero  era complicado llevar esas reservas a Ramtala en este momento. Los caminos, plagados de salteadores en todas las épocas, exigían que tales reservas vinieran fuertemente escoltadas. Y el problema era que hasta el último hombre de armas era necesario en el frente. La cosa se solucionó en parte gracias a la sensatez del Duque Olav de Norcrest, quien disponía de oro en abundancia y lo puso a disposición de Eyjolvson en recuerdo de la amistad que había unido a éste con su difunto primogénito, el Príncipe Gudjon. No era momento, dijo, para mezquindades. Cuando los Wurms hubieran sido vencidos, habría mucho tiempo para que el dinero fuera devuelto, y si los Wurms triunfaban, nada importaría ya.

 

      Desafortunadamente, un viejo mal adormecido durante varios años volvía a aquejar a Andrusia: los Landskveisunger. Como su nombre lo indica, éstos eran en su mayoría antiguos piratas que ahora realizaban sus fechorías en tierra firme. Ni de lejos se ceñían a los códigos éticos que tan estrictos eran en Broddervarholm en tiempos de Zeesteuven y Sundeneschrackt y aun antes que ellos. Muy por el contrario, se los consideraba escoria incluso en los peores puertos de las Kveisungersholmene, de donde se habían visto a huir en un momento u otro por traicionar de diversas formas a sus hermanos de raza. De unos pocos se sabía quiénes eran, y éstos tenían puestas sus cabezas a precio en toda Andrusia. Pero de la mayoría se ignoraban sus identidades porque actuaban encapuchados y además, para que ni por las voces se los pudiera reconocer, tenían la costumbre de no dejar sobrevivientes. Asaltaban a mercaderes y mensajeros del correo de postas, dado que estos últimos a menudo llevaban oro, sobre todo en estos tiempos en que la guerra imposibilitaba acompañar los envíos de dinero con escoltas militares.

 

      Vivían en general en sitios estratégicos para sus actividades, como por ejemplo en las proximidades de caminos muy transitados; pero también tenían espías en las ciudades más cercanas, que los mantenían al tanto de los movimientos de dinero y mercancías que pudieran reportarles botines más sustanciosos.

 

      Hacía casi una década que los Landskveisunger estaban poco menos que desaparecidos. La caída de Sundeneschrackt y su célebre y temida banda pirata había hecho preferible que las mercancías se transportaran por vía marítima si ello era posible, y navegando cerca de la costa; pero la aparición de Blotin Thorfinn con otra flota pìrata primero, y la guerra contra los Wurms después, vinieron a revertir esta situación. Pero luego de tanto tiempo de no saberse gran cosa de los Landskveisunger y con otros problemas más graves y urgentes por resolver, ni aun Thorstein Eyjolvson tuvo en cuenta esta lógica consecuencia de la guerra, tanto más cuanto que, tras un ataque Lanskveisung, quedaban montones de cadáveres insepultos que rápidamente atraían a grifos, lobos y otros depredadores a los que se acababa imputando aquellas muertes.

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18 enero 2010 1 18 /01 /enero /2010 19:05

XL

      Como era de esperarse, la guerra no llegó sola, sino con todo un séquito de diversos males adyacentes, de los cuales los peores eran la suba de precios, el hambre, la desocupación y la delincuencia. Todos ellos se hicieron sentir con mayor intensidad en Drakenstadt; por un lado, porque  la parálisis en las actividades, al ser la ciudad más atacada por los Wurms, fue allí mayor; y por otro lado, porque como si no hubiera suficientes calamidades, no pudo evitarse una fuga masiva de la Lumpenshaas, la cárcel adonde iban a dar vagabundos, rateros y otros delincuentes menores.

 

      El Ducado de Norcrest, del cual justamente la principal ciudad era Drakenstadt, disponía de recursos abundantes, en general sabiamente explotados antes y después de la guerra. Las primeras en paralizarse fueron, como es lógico, las actividades relacionadas con el mar: la pesca marítima, la caza de ballenas y focas y la navegación. El incremento en la delincuencia,  el hecho de que no era posible ocuparse de combatirla por estar todos los hombres de armas abocados a repeler a los Wurms y la escasez de clientes, provocaron el cierre de los pocos talleres de orfebrería que aún continuaban funcionando: la mayoría habían cerrado al comienzo de la guerra, cuando sus asustados propietarios embalaron sus cosas y huyeron más al Sur. Puesto que ya no había orfebrería, quedaron desempleados los trabajadores de las minas de oro, plata y piedras preciosas. Y cerrando esta cadena, quienes vivían de actividades relacionadas con la minería, como los transportistas del metal en bruto, los que abastecían de víveres a los mineros y algunos talleres de fundición se vieron igualmente afectados.

 

      Es cierto que en teoría buena parte de estas personas al menos seguiría teniendo qué comer, dado que eran siervos de los nobles de Norcrest, responsables de su sustento. Pero esos altos señores no podían hacer nada. En primer lugar, se hallaban todos en el frente de batalla, y sin duda algunos ya habían caído en combate. Sus horrorizados mayordomos, administradores de sus ancestrales fortunas, no tardaron en descubrir que, en la práctica, los amos estaban tan empobrecidos como los siervos, porque las riquezas son inútiles si no pueden pagar necesidades básicas como alimentos y ropas, que ahora escaseaban o estaban encarecidos a niveles exorbitantes. Ante esta crisis se intentaron diversas soluciones, de las cuales la más simple y extendida fue reservarse un selecto grupo de siervos, y dar a todos los demás un puñado de monedas y la libertad. Pero los siervos de las regiones del Norte de Nerdelkrag carecían de la absoluta sumisión de sus pares del Sur, quienes se hubieran resignado a tal suerte sin dudarlo. Ellos reaccionaron con alarma y encono ante lo que consideraban una injusta recompensa por muchos años de fiel servicio a sus amos; y en la mitad occidental de Drakenstadt, adonde tenían sus palacios la mayor parte de los nobles, se propagó una ola de creciente violencia durante la cual algunos de estos palacios fueron saqueados y pasados por el fuego y sus habitantes, muchas veces, muertos, aunque en general se respetaron las vidas de mujeres y niños. Los ancianos eran perdonados sólo si no se entrometían. Desafortunadamente, muchos de ellos estaban muy encariñados con los amos a quienes servían, y la mayor parte de los cuales, después de todo, estaba cumpliendo con su deber en el frente de batalla; de modo que trataron de detener a aquellas hordas descontroladas, y sus vidas fueron el precio de su lealtad.

 

      Los Böderthrölle ("Siervos Malvados"), como se conoció a los violentos alborotadores, tuvieron suertes muy disímiles. Da la impresión de que la mayor parte de ellos detuvo su destructivo furor apenas comenzado éste. Crónicas y poemas de aquel tiempo o de otros ligeramente posteriores los describen llorando, amargamente arrepentidos de su explosión de locura, y con frecuencia en medio de la noche iluminada por los incendios provocados por ellos mismos, mientras más al Norte otras llamaradas, causadas éstas por los Jarlewurms, parecían responder a las otras, como deseosas de reducir a cenizas todo aquello que éstas hubieran respetado. No cabía duda de que el futuro se anticipaba sombrío también para estos Böderthrölle arrepentidos. Algunos de ellos, tal vez, marcharon hacia el Sur. Otros se unieron al ejército, según se dijo, para intentar compensar el mal que habían causado, aunque seguramente influyó también el hecho de que, incluso en la peor etapa de la crisis, los soldados siempre dispusieron de al menos una ración diaria de comida, por reducida, insulsa y mal preparada que estuviera. Que un cierto número  de estos reclutas acabara desertando tras enfrentarse al horror del frente de batalla, es otro tema.

 

      Una parte de los Böderthrölle, no obstante, pareció tomarle el gusto a la violencia. Apoderándose de unos cuantos botes, abandonaron la mitad occidental de la ciudad y se dirigieron en primer  lugar a Justizesholmele, el islote en medio del Duppelnalv donde se ejecutaba a los malhechores. Tras destruir el patíbulo, remontaron el río, desembarcaron en la margen derecha e ingresaron en la mitad oriental de Drakenstadt por el Sur, cayendo como fieras sobre los desprevenidos habitantes del Zodarsweick, el barrio más meridional y más pobre de la ciudad. Pero la gente del Zodarsweick estaba muy endurecida y, superada la sorpresa inicial, se armaron con lo que tuvieran a mano y pasaron al contraataque. Los agresores acanzaron entonces hacia el centro de la ciudad, adonde continuaron haciendo daños. No siguieron más allá, porque en el Norte se hallaba la  mayor parte de las tropas, y éstas los aniquilarían sin piedad en cuanto los tuvieran a la vista; pero tomaron por asalto la por entonces mal defendida Lumpenshaas y, tras matar a los guardias, liberaron a los prisioneros; así se produjo la fuga masiva antes mencionada.

 

      Probablemente entre los fugitivos de la Lumpenshaas se hallaba uno que luego sería muy célebre en Drakenstadt, un  vigoroso adolescente de tal vez dieciséis o diecisiete años como mucho. Al principio era sin duda un individuo dañino, pero un mal menor en medio de tanto desastre; quizás sería posible caratularlo como un rebelde sin causa. Dado que no era un rabioso y malvado asesino sino apenas el líder de una pandilla juvenil que ingresaba por la fuerza en los hogares, zurraba a la gente y se llevaba todo lo que tenían, no resultaba lo bastante importante como para que las crónicas de entonces se dignaran siquiera mencionarlo; fue más tarde, cuando cambió de bando, que se transformó en leyenda. No obstante, por lo que se dijo después, podemos imaginarlo como uno de los tantos muchachos de orígenes humildes del Zodarsweick que por una circunstancia u otra iban por mal camino. Casi seguramente se trataba de un mozo de cuerdas desempleado; sus hábitos de fanfarronear mucho, poner a prueba su fuerza o resistencia física  en formas improductivas y de intercambiar puñetazos con todo aquel que  estuviera dispuesto a hacerlo -y a veces también con otros que no mostraban esa disposición-, como asimismo su ostensible desprecio por la autoridad y particularmente por las fuerzas del orden, lo hacen encajar perfectamente en esa categoría. Los mozos de cuerda, fornidos, malhablados y pendencieros, eran los estibadores de su época, y todos ellos se hallaban desempleados por aquella época en Andrusia Occidental, puesto que debido a la guerra ni siquiera se practicaba la navegación de cabotaje. Consecuentemente, los que no habían conseguido otros trabajos ponían sus músculos al servicio de actividades a menudo desagradables, y éste era el caso de aquel muchacho en cuestión y de su fiel pandilla. En aquel entonces, como ya se ha dicho, era prácticamente un desconocido para todos, salvo para sus seguidores y para sus todavía escasas víctimas. Pero el destino da a veces giros muy extraños, y cuando en uno de los momentos más críticos de la guerra en Drakenstadt aquel joven, como despertando de un profundo letargo, asumiera inesperadamente el papel de héroe, nadie en la ciudad volvería a ignorar su nombre: Hodbrod Christianson, el fundador del Elderswarderskorp ("Cuerpo de Guardianes de Fuegos").

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18 enero 2010 1 18 /01 /enero /2010 18:48

      En tanto Balduino lidiaba en Freyrstrande con contratiempos de diversa índole, los Wurms continuaban haciendo de las suyas en Andrusia Occidental. A veces fingían retirarse. Nadie confiaba ciegamente en que se dieran por vencidos tan pronto, pero muchos albergaban esa insensata esperanza; y les costaba mucho mantener la calma cuando veían reaparecer en el horizonte las siniestras siluetas, similares a drakkars, de los Jarlewurms, precedidas por las de los Thröllewurms, menos visibles. Estos últimos no preocupaban por el momento a los defensores, porque parecían mucho más fáciles de matar y no resultaban tan espectaculares como sus sanguinarios amos. Pero en noches sin luna eran difíciles de detectar cuando intentaban remontar los ríos; y por otra parte, según se verá después, en algunos momentos de la lucha se mostraron todavía más despiadados que los Jarlewurms, por lo que algunos llegaron a temerles más que a éstos.

 

      Norcrest y Ulvergard se afanaban día a día por mejorar sus condiciones defensivas. Entre otras medidas, se promulgaron bandos que obligaban a cada familia de las ciudades, villas y aldeas de tierra adentro a poner al mayor de los hijos varones, o en su defecto al padre de familia, a disposición del ejército. La mayoría de ellos eran adolescentes que sufrían lejos de sus hogares y tan próximos al frente de batalla. En general cumplían simplemente tareas de logística o servían como zapadores, pero trabajaban con sólo el mínimo descanso, e incluso cuando se les permitía cierto reposo, debían mantenerse tan cerca del combate como fuera posible sin que sus vidas corrieran riesgo ni estorbaran a los guerreros. La idea era que asimilaran, aunque más no fuera en teoría, estrategias, técnicas de combate y manejo de armas. En caso de que toda defensa fuera inútil en las ciudades atacadas por los Wurms, aquellos jóvenes tendrían que volverse guerreros y retornar a toda prisa a sus respectivas aldeas para llevar la noticia y organizar la resistencia o en su defecto la huída. Eran el Leitz Korp, el Ultimo Cuerpo, aquellos de quienes se pretendía que se erigieran en esperanza cuando ya no quedara ninguna.

 

      No era divertido para aquellos campesinitos hacerse a la idea de la enorme responsabilidad que, tal vez, podría asignarles la Desgracia; pero era imprescindible que la asimilaran. En Ramtala estaban nominalmente bajo las órdenes de Thorstein Eyjolvson, pero a él casi nunca lo veían. Sin embargo, a falta de tiempo para encargarse personalmente, Eyjolvson delegó el mando del Leitz Korp en guerreros jóvenes y comprensivos que entendían el miedo de aquellos adolescentes por padecerlo ellos mismos y, por lo tanto, les hablaban con calma y tratando de infundirles confianza.

 

      No tuvieron esa suerte los miembros del Leitz Korp de Drakenstadt. Estos se hallaban, en teoría, bajo las órdenes de un  guerrero de origen plebeyo al que más tarde, al término de la guerra, se concedió el honor de la Caballería. Hreithmar Hjalmarson, que tal era su nombre, tenía una talla gigantesca, que en su momento había llamado la atención del no menos gigantesco y ahora difunto príncipe Gudjon Olavson, quien lo hizo su compañero de juergas y elevado al tope de las milicias de extracción villana. Su rostro era horrible, de rasgos andrusianos, aunque había quienes aseguraban que por sus venas corría sangre de ogro; su cuerpo, en el que no era posible diferenciar el cuello, estaba deforme de tanta musculatura, la cual, para colmo, ni de lejos se hallaba trabajada en forma pareja. Poseía dosis inmensas de coraje y un temperamento extremadamente irascible que le valía el apodo de Dunnarswrad, Cólera del Trueno.

 

      En la práctica, Dunnarswrad no se dejó ver ante el Leitz Korp de Drakenstadt muchas veces más que Thorstein Eyjolvson ante el de Ramtala; pero cada una de esas escasas apariciones dejaba recuerdos imborrables y terroríficos en los desdichados y jóvenes campesinos. A gritos furibundos les describía sin pelos en la lengua las funestas consecuencias que podrían acarrear a Drakenstadt, Norcrest, el Reino y a ellos mismos sus propias torpezas, demoras e ineptitudes. Si alguien se movía mientras él estaba hablando, podía suceder que Dunnarswrad le arreara un puntapié como para que no se sentara en meses; pero esto era lo de menos. Lo terrible era tenerlo inclinado frente a uno como un gigante preparado para hacerlo añicos, bramando insultos y amenazas con las facciones descompuestas de furor en un rostro que iba pasando del carmesí al violáceo.

 

      -Y esto os lo digo de guerrero a guerrero-solía concluir, palabra más, palabra menos, cuando ya calmo se disponía a retirarse-. Os lo digo de compañero a compañero. Os lo digo porque os quiero bien y porque, si para manteneros a salvo debo hacerme odiar, eso es exactamente lo que haré.

 

      Y se retiraba tras entregar nuevamente el mando, igual que Thorstein Eyjolvson en Ramtala, a un subordinado suyo. Pero éste en casi nada se parecía a aquel que quedaba a cargo del Leitz Korp de Ramtala, salvo en el temor. Pero mientras el de Ramtala temía a los Wurms, el de Drakenstadt temía sólo a Dunnarswrad: su propio superior le resultaba más terrorífico que los gigantescos reptiles y, por lo tanto, no daba tregua ni cuartel a los muchachos a su cargo, a quienes sometía a muy exigentes pruebas físicas, si de momento no estaban ocupados en tareas necesarias, e instruía con mano dura, rigor y disciplina. El resultado práctico fue que Drakenstadt contó con el mejor Leitz Korp de aquella guerra, pero muchos de sus jóvenes integrantes se volvieron resentidos y sin humor, aunque al menos no temían al futuro, porque creían que ya nada podía ser peor que lo que estaban viviendo. Pero aunque Dunnarswrad, en la leyenda, llegó casi a convertirse en un temible monstruo de ésos con los que se amenaza a los niños para que se porten bien, parece que, a la larga, la mayoría de los chicos del Leitz Korp acabaron sintiéndose orgullosos de su terrorífico mentor, y muy unidos a él, de una forma en la que nadie entre la población no combatiente hubiera podido entenderlo.

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16 enero 2010 6 16 /01 /enero /2010 19:39

      El singular espantapájaros montado por los gemelos Björnson con uno de los vestidos de Ursula no hizo honor a su función teórica, puesto que los caradrios y otras aves marinas se posaron insistentemente sobre él a lo largo de aquella jornada. Esto no hubiera tenido importancia, porque no había motivos para mantener alejadas a esas aves. Pero de todos modos, Ursula sin duda desearía recuperar aquel vestido, aunque las ropas masculinas le sentaran mucho mejor. Así que cuando esa idea se le ocurrió a Balduino, hacia la caída de la tarde, fue personalmente a desmontar el espantapájaros, pese a las protestas de Per y Wilhelm -para quienes parecía un objeto tan preciado como un juguete lo es para un niño-. Lo encontró lleno de cagadas de ave, y él mismo se emporcó la mano con ellas, lo que le hizo soltar un rezongo.

 

      -De niño me aterraban los espantapájaros-le escuchó decir a Adler, quien conversaba por ahí con Anders, Snarki y Lambert.

 

      -A mí también-coincidieron los otros tres.

 

      -Todavía hoy me pone nervioso pasar cerca de uno-añadió Adler, y Anders y Snarki volvieron a concordar.

 

     -¡Bah!-gruñó por su parte Lambert-. Casi veinte años de matrimonio con Helga han logrado que no tema a nada, excepto a un segundo matrimonio o a una posible gemela idéntica de mi difunta esposa, si la hubiera-y contrajo su ojo izquierdo en su tic habitual.

 

      Balduino se quedó pensando en este diálogo, porque hasta no hacía tanto los espantapájaros lo inquietaban a él mismo de manera vaga e incomprensible, y sabía de otras personas, incluso Caballeros, que también se sentían incómodos ante aquellos silenciosos guardianes de huertas. ¿Qué efecto tendrían sobre los Wurms?

 

      Imaginó a los gigantescos reptiles arribando a Freyrstrande, sin hallar en primer término más seres vivos que las aves marinas...y luego esas tétricas figuras teóricamente muertas, pero que parecían dotadas de temible y semiletárgica vida sobrenatural. Espantapájaros de rostros malignos, como sólo era posible hallarlos en pesadillas infantiles. ¿Cuál sería la reacción de los poderosos Wurms? No la de huir de ellos, por supuesto. De alguna manera los destruirían, ya fuera a coletazos, mordiscones, garrazos o bajo el fuego Jarlwurm, pero ¿estarían tranquilos después?

 

      El espantapájaros era como un ídolo pagano cuya presencia resultara siniestra, pero al que había que tolerar porque cualquier intento de desalojarlo podía derivar en una catástrofe. Por supuesto,  el espantapájaros era sólo la imagen. Destruirlo o abatirlo constituía una ofensa sacrílega hacia el ser desencarnado que esa imagen representaba y, por lo tanto, era preferible que siguiera allí, como dormitando, en vez de enfurecerlo y dar lugar a una terrible venganza por su parte.

 

      Esta era la interpretación que Balduino, trabajosamente, hacía de su antiguo temor por los espantapájaros. Un sondeo superficial entre Lambert, AdlerSnarki reveló más tarde que, de niños, ellos experimentaban similares impresiones e ideas. Era habitual la sensación de que el viento no movía al espantapájaros, sino que éste lo hacía por sí mismo. Pasar una noche junto a él era una prueba de valor que pocos adolescentes afrontaban, especialmente si el espantapájaros en cuestión era una celebridad local conocida por determinado apodo: Robby el FlacoMaese DeshuesadoFred el Harapiento o lo que fuera. El sobrenombre terminaba de conferirle cierto remedo de humanidad al pobre espantapájaros que, de allí en más, se convertía en protagonista de siniestras historias de terror relacionadas con gente hallada muerta cerca de un sembradío, y en el Cuco que vendría a buscar a los niños que no se portaran bien.

 

      Los Wurms estaban más cerca de los seres humanos que de otras criaturas en cuanto a mentalidad, pese a su aspecto bestial. Eran arrogantes, belicosos y despiadados. ¿Qué pensarían si se hallaran frente a un espantapájaros, con el que, para colmo, sin duda no debían estar muy familiarizados? 

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Presentación

  • : EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I
  • : ...LA NOVELA FANTÁSTICA QUE, SI FUERA ANIMAL, SERÍA ORNITORRINCO. SU PRIMERA PARTE, PUBLICADA POR ENTREGAS.
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Texto Libre

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   <td><a href="http://www.argentino.com.ar/" title="directorio argentino" rel="nofollow" style="font-family:Arial, Helvetica, sans-serif;font-size:10px;color:#1E4F81;text-decoration:none;line-height:12px" target="_blank">estamos en<br><span style="font-family:Verdana, Arial, Helvetica, sans-serif;font-size:13px"><strong>Argentino</strong>.com.ar</span></a><br>
     <div style="margin-top:2px;margin-bottom:3px"><a href="http://www.argentino.com.ar/" title="directorio argentino" style="font-family:Arial, Helvetica, sans-serif;font-size:10px;color:#999999;text-decoration:none;line-height:10px" target="_blank">directorio argentino</a></div></td>
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