A fines de junio de 958 tuvieron lugar los dos espantosos sucesos que volvieron a los Thröllewurms tan temidos como sus amos. El primero de ellos tuvo lugar en Ramtala, el 24 de aquel mes. Cada tanto, algún Thröllwurm lograba remontar el Blumersalv, el río que atravesaba la ciudad. Más tarde o más temprano, los aterrorizados aldeanos advertían su presencia, daban parte de la misma a las autoridades y se le deba muerte. Así había sido al principio; ahora, los Jinetes Ballesteros patrullaban las dehesas situadas al Sur de la ciudad y daban cuenta de estos invasores solitarios. En todos los casos, los monstruos muertos eran desollados, pues los Haraldssen aceptaban sus cueros a cuenta de la deuda que Norcrest y Ulvergard contraían con ellos y que no estaban dispuestos a soslayar, aun cobrando la mercadería a precio de costo y otorgando grandes facilidades de pago. Pero se cometió la torpeza de arrojar al río los restos desollados de los reptiles, los cuales inevitablemente llegaron al mar; y cuando los Thröllewurms vieron la suerte de aquellos congéneres, clamaron por una venganza que sus amos sin duda decidieron concederles sin muchos reparos.
El 23 de junio por la noche, los Jarlewurms atacaron Ramtala con una violencia nunca vista antes. Tras aquel ataque, hubo que reforzar murallas y reparar puertas y rastrillos a toda prisa. Pero durante la lucha, al menos nueve enormes Thröllewurms, inadvertidos, lograron remontar el río. Luego, desviándose por acequias que ensancharon merced a sus colosales cuerpos, se refugiaron en un trigal, propiedad del Conde de Ulvergard y trabajado por sus siervos. Cuando a la mañana siguiente éstos se dirigieron a sus labores diarias acompañados a menudo por mujeres y niños, estalló el horror, posteriormente conocido como la Matanza del Trigal. El número de víctimas fue relativamente reducido; lo espantoso fue la saña exhibida por los monstruos. Cuando los siervos se habían adentrado ya mucho en el trigal, los Thröllewurms se arrojaron sobre ellos en silencio, y sólo después de atrapar a varios entre sus fauces rugieron triunfales, avanzando lenta pero inexorablemente y dando coletazos a diestra y siniestra. A sus víctimas no las mataron enseguida, sino que las conservaron vivas y gritando desesperadamente hasta sacarlas del trigal para mostrárselas a los demás siervos y que éstos pudieran ver en acción el mortífero poder de aquellas quijadas asesinas. Entonces exhibieron sus presas, sonriendo malévolamente, y se movieron en círculos hasta rodear a su renuente público a fin de asegurarse nuevas víctimas una vez muertas las que ya habían capturado Los horrorizados espectadores, reducidos a la impotencia en lo tocante a socorrer a las víctimas, ni atinaron a moverse; de modo que allí hubieran podido morir todos. Los reptiles, al comprobar que los tenían a su completa merced, iniciaron entonces su macabra labor, dando cuenta, en forma inenarrable, de aquellos que se hallaban prisioneros entre sus mortales colmillos. Pero uno de ellos no llegó a ultimar a su presa, una pobre niña que luego padeció pesadillas durante años; porque al sonido del cuerno y el ruido de cascos de caballo acudió al rescate uno de los Jinetes Ballesteros, y una flecha vengadora se hundió inmisericorde en el cuello del monstruo, que soltó a su víctima, boqueando y escupiendo sangre.
Una cuerda estaba atada a la flecha y el Ballestero, tras subir a su montura a la niña, jaló del extremo para recuperar así el proyectil; pero forcejeó inútilmente. Mientras tanto los demás Thröllewurms, olvidando a los siervos, se volvieron hacia él, enseñando jactanciosamente sus fauces enrojecidas de sangre. El Ballestero soplaba su cuerno sin cesar, llamando a sus compañeros dispersos por los alrededores; y con la terrible certeza de que no llegarían a tiempo para rescatarlo, comprendió que para poder saltar exitosamente por encima de alguno de aquellos monstruos, su caballo tendría que ir tan ligero como fuese posible, y ni aún así había garantías. Entonces, en silencio, desmontó, y ordenó a la niña que sujetara las riendas con fuerza; y acto seguido, dio una fuerte palmada al nervioso caballo, que salió disparado al galope.
Los otros nueve Jinetes Ballesteros en servicio no llegaron mucho más tarde; pero aun así, demasiado tarde para salvar a su infortunado compañero, cuyo fin había sido heroico pero horrendo. Tras acabar con los Thröllewurms, escucharon de boca de los llorosos siervos cómo el difunto camarada, tras santiguarse recitando el Salmo 23 que ya entonces repetían todos los defensores al marchar al combate a imitación de los Caballeros del Viento Negro (primeros en adoptar esa costumbre) había acometido, espada en mano, contra uno de los Thröllewurms. De ése al menos llegó a dar cuenta antes de caer él mismo, sacrificándose para que la niña pudiera sobrevivir.
Los siervos y los Ballesteros sepultaron allí mismo lo que quedaba de los difuntos. Los reptiles fueron despellejados, pero esta vez transcurrió largo tiempo antes de que sus cueros pasaran a manos de los Haraldssen: permanecieron en exhibición en lo alto de los muros de Ramtala durante varios días, en claro desafío y advertencia. Pero es dudoso que los Thröllewurms alcanzaran a ver tan alto, aunque igual los macabros trofeos sin duda infundieron valor a los guerreros de Ramtala.
El otro suceso tuvo lugar en Drakenstadt, el último día del mes, cuando ya la Matanza del Trigal se conocía allí. Treinta hombres de Vestwardsbjorg, enloquecidos por el prolongado asedio, se hicieron imprudentemente a la mar en unos pocos botes que tenían dentro de la fortaleza, y trataron de alcanzar la ciudad al amparo de la noche. Casi habían logrado su cometido, en apariencia inadvertidos para los Thröllewurms, cuando de repente éstos aparecieron, demostrando que sólo habían dejado que aquellos hombres se ilusionaran cruelmente. Los centinelas de la ciudad, que precisamente para no alertar a los Thröllewurms no se habían atrevido a arengar a gritos a aquellos treinta desesperados, fueron forzosos e impotentes testigos de la carnicería que tuvo lugar a continuación. En realidad, piadosamente, las tinieblas no les permitieron ver mucho; pero los alaridos de agonía, el chapoteo, los escalofriantes rugidos de los reptiles alborozados y el recuerdo del relato de la Matanza del Trigal sugirieron horriblemente todo cuanto los ojos no llegaron a captar.
El irascible Dunnarswrad pronto fue alertado sobre lo que sucedía y, llegado a los muros del Norte, puso enseguida a trabajar las catapultas para al menos abreviar los sufrimientos de aquellos desdichados enviándolos al fondo del mar junto con sus monstruosos asesinos, ya que nada más podía hacerse por ellos. Pero fue inútil, y los alaridos de algunas de las víctimas siguieron escuchándose hasta alrededor de las dos de la mañana antes de que los Thröllewurms se dignaran, por fin, silenciarlos de manera drástica. Al alba, el océano presentaba una imagen truculenta, y las aves marinas se daban un festín con los despojos que flotaban en la superficie; y el Mar en Sangre, como pasaría a la Historia aquella noche trágica, era ya una de las más horripilantes tragedias de aquella guerra, acerca de la que nadie hablaba si no le era imprescindible.
Y desde entonces, cada vez que los ojos burlones de los Thröllewurms afloraban por encima de la superficie del océano, una congoja sin límite, un miedo atroz y un odio vengativo, todo a la vez, estremecía los corazones de los defensores de Drakenstadt.