El Jinete de Drakes examinó las defensas preparadas en la playa por Balduino y sus hombres, tras lo cual permaneció pensativo, sin decir nada. recién habló para aceptar una copa de aquavit con la que lo invitó el pelirrojo. Este ordenó entonces a los demás continuar con los ejercicios, y él y Dagoberto de Mortissend entraron en Vindsborg. Allí el visitante ocupó la única silla mientras Balduino escanciaba la bebida.
-Las defensas parecen insuficientes contra un posible ataque Wurm, pero tengo entendido que no recibisteis del señor local la ayuda que le prometió al Gran Maestre, ¿no?
-Así es-contestó Balduino-. Cuando llegué, ni herramientas tenía para que pudiéramos trabajar en serio-y explicó la mala disposición inicial que contra él tenía Arn de Thorhavok, la obsequiosidad de su vasallo Einar de Kvissensborg, la tunda que se le había rpopinado al ir a presentar quejas a este último por asignarle una dotación de presidiarios.
-Vaya con los muy bastardos... No puede uno fiarse de nadie-comentó Dagoberto de Mortissend-. A los enviados del Nar... del señor Eyjolvson, ese Einar les había prometido colaboración. ¿Y decís que los Príncipes Leprosos os salvaron?
-Sí. De no haber sido por ellos, creo que pude haber muerto allí, abandonado en el bosque. Fue un feo comienzo, y lo que siguió fue también bastante duro-dijo Balduino, dando a Dagoberto una de las dos copas de aquavit que acababa de servir-. No se trataba sólo de que tuviera que hacer malabarismos con el oro que me había dado el Gran Maestre para los gastos, o de que no supiera a qué atenerme con los presidiarios puestos a mi cargo; tenía que luchar contra mi propia frustración y pesimismo. Veréis, si bien se me había adelantado que no se me enviaba exactamente al Paraíso, tampoco esperaba encontrarme con semejante páramo...
-Bueno... ¡La verdad, tampoco yo imaginaba algo así!... Y creo que tampoco el gran Maestre-aclaró Dagoberto de Mortissend.
-En algún momento, pensé incluso que se me había enviado aquí como castigo. El propio Einar de Kvissensborg creía eso, y le dio mucho gusto recalcármelo. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que los que corren no son tiempos adecuados para castigar a nadie que venga a luchar contra los Wurms.
-Desde ya, desde ya... En realidad, estáis aquí porque yo personalmente os recomendé al Gran Maestre, aunque, debo reconocerlo, a regañadientes-confesó Dagoberto de Mortissend; y refirió su conversación con Thorstein Eyjolvson, aquélla en la que el Gran Maestre expuso el problema representado por la desprotección de Freyrstrande y trató con él la forma de solucionarlo-. Desde entonces habéis cambiado mucho, para mejor, parece ser. Tal vez con ese fin Dios permitió que fuerais enviado aquí porque, por lo demás, la guerra ha terminado.
-¿Se acabó la guerra?-preguntó Balduino, asombrado.
-Eso parece... ¿Por qué? ¿Os decepciona saberlo?
-La verdad... Sí. Un poco.
-Si es por ansias de gloria, olvidadlas. Salvo Hipólito Aléxida, e incluso él sólo hasta cierto punto, nadie logró obtenerla es esta maldita guerra. Otros, vos incluido, os hicisteis de cierto renombre...
-¿Renombre? ¿Yo?-exclamó Balduino, sonriendo y preguntándose cómo seguiría la segunda parte de lo que le parecía una broma muy evidente.
-Sí, gracias a vuestro plan para socorrer a las dotaciones de Vestwardsbjorg y Östwardsbjorg... y por otros motivos-dijo Dagoberto de Mortissend; y contó cómo en Drakenstadt la negativa de Balduino a aceptar un puesto de mando había caído mal, como también que llamara Gudjon a uno de sus perros, y el rumor de que había liberado de prisión a los restos de la banda de Sundeneschrackt.
Oyendo todo esto, de lo cual al menos la mitad era un soberano disparate, Balduino se indignó.
-¡Pero si, para empezar, ninguno de estos perros, que además no son míos, se llama Gudjon!-protestó, entendiendo por fin la comparación establecida por Dagoberto entre los perros y el famoso y difunto príncipe de Drakenstadt, un rato atrás.
-Puede ser, pero no es eso lo que dijo cierto mensajero que llevó la noticia a Drakenstadt...
-¿Qué mensajero?-preguntó Balduino, reflexionando en voz alta.
Y de repente lo recordó: unos meses atrás, Ulvgang y algunos de sus secuaces, más Ursula, habían puesto los pelos de punta a cierto petulante mensajero de Drakenstadt que les había caído muy mal. Le vino a la mente la imagen de Ulvgang silbando para atraer la atención de uno de los perros (cosa en sí misma llamativa, ya que fue la única vez que convocó a aquellos animalejos que por lo demás juzgaba, tal vez acertadamente, estúpidos y despreciables) y llamándolo Gudjon; con lo que consiguió que acudiera toda la jauría y que el mensajero de marras se enfureciera.
¿Y aquella tonta broma había derivado en tan mayúsculo escándalo? Increíble.
-Creo que puedo explicarlo todo, señor-murmuró el pelirrojo, agobiado, preguntándose por qué tenía que verse involucrado en imbecilidades ajenas, cuando con la propia tenía más que suficiente.
-¡Bah! ¡Olvidadlo, olvidadlo!... No es culpa mía ni vuestra que en Drakenstadt no tengan sentido del humor. Lo que importa, pues os exonera de toda acusación al respecto, y con vos a la misma Orden, es que fue ese tal Einar, por orden de Arn de Thorhavok, quien os asignó la dotación de presidiarios libertos sobre la cual mandáis ahora. Tancredo de Cernes Mortes, el Gran Maestre de la Doble Rosa, estaba encantado con el rumor de que habíais sido vos, pues no tengo que deciros que no nos quiere. Ahora tendrá que dejarse de rebuznar... Por cierto, entre estos forajidos no estará el tal Kehlensneiter, ¿no?
-No, es uno de los dos que aún siguen en las mazmorras y a quienes pensaba hacer soltar próximamente.
Dagoberto de Mortissend, quien se había apresurado a sonreír exultante al oir la primera parte de la frase, dio un respingo cuando oyó cómo concluía la misma.
-Aclaradme eso-rogó.
-Uno de los dos Kveisunger que aún siguen en las mazmorras, Hendryk Jurgenson, me es necesario a causa de cierta habilidad que sólo él posee por aquí-explicó Balduino-. Haré soltar al mismo tiempo a Kehlensneiter; un par de brazos más me vendrá bien.
-Balduino, ¡no sabéis qué estáis diciendo!-advirtió Dagoberto con dureza, traspasando a Balduino con sus duros ojos negros-. En primer lugar, como ya os dije, parece que la guerra ha terminado. No necesitaréis a nadie ni nada, excepto devolver a prisión a quienes antes habían salido de ella. En segundo lugar, y corregidme si he entendido mal, liberados esos dos, no habría ya en Kvissensborg rehenes con los que obligar a estos malhechores a regresar a la mazmorra. Y además, Balduino, ¿Kehlensneiter libre?... ¡Qué locura! Gudjon Olavson debe estar revolviéndose en la tumba. Eso sería lo de menos: no le vendrá mal a ese gran patán un poco de ejercicio...
Con amigos como éste, quién precisa enemigos, pensó irónicamente Balduino.
-...lo grave es que liberar a Kehlensneiter no os hará más popular en Drakenstadt, y vuestra mala fama será la mala fama de la Orden, merced a nuestro amigo Tancredo de Cernes Mortes y su camarilla de imbéciles-concluyó Dagoberto.
-Pero la suposición de que la guerra ha terminado no es la seguridad de que la guerra ha terminado-señaló Balduino-, y en tanto sea así, necesito a esos dos hombres aquí, conmigo... Además de los que ya tengo, se entiende.
-Os procuraré otros. Forzaré al Conde Arn a poner Kvissensborg bajo vuestra autoridad.
-Ya lo ha hecho. ¿No os habló de ello el señor Eyjolvson?
-No-mintió Dagoberto, quien quería conocer la versión de Balduino por boca de éste, y ver en qué medida coincidía cuando dijese con lo que había escrito a Thorstein Eyjolvson.
Balduino contó entonces cómo, con motivo de una evasión de reclusos, se había presentado en Kvissensborg y, aprovechando la total ignorancia en materia de leyes por parte de Einar y sus hombres y la natural tendencia de éstos a intimidarse ante cualquiera con más autoridad que ellos, había puesto la fortaleza bajo su mando, en una movida que pudo costarle cara. Luego relató cómo, utilizando la astucia, la adulación y una pizca de verdad, se había granjeado la confianza de Arn de Thorhavok, convenciéndolo de ser su más obsequioso servidor, y logrando de él que consolidara su autoridad sobre Kvissensborg.
Dagoberto, quien no conocía el hecho tan en detalle, hizo un gesto admirado.
-Bueno, entonces contáis ahora con la dotación de Kvissensborg para que os apoye. Incluso podríais instalaros allí y dejar aquí sólo un pequeño puesto de guardia-comentó.
-No, no me siento a gusto allí. En cuanto al apoyo de la dotación de Kvissensborg, es relativo. Más de la mitad de los hombres puestos bajo mi mando están muertos o en prisión, y de todos modos eran inútiles. Los he sustituido con sangre nueva, con jóvenes aguerridos y entusiastas, pero que necesitan mucho entrenamiento aún-contestó Balduino; y habló del motín de Kvissensborg, tramado en parte por él mismo con fines de depurar la dotación, y de cómo había reclutado reemplazos en los muelles de Vallasköpping-. Conforme se extendía la noticia, llegaron muchachos de otros lugares, mozos de cuerda desempleados en su mayoría. Les tengo fe pero, como dije antes, necesitan preparación. Hildert Karstenson y sus hombres, hasta entonces, gozan sólo de descanso mínimo; porque ahora las mazmorras están atestadas de malos elementos y es menester una fuerte vigilancia. Los diez hombres que siguen con Einar podrían tratar de liberar a sus compañeros, si encontraran la forma de hacerlo sin verse involucrados ellos ni el señor a quien sirven.
-Entiendo-dijo Dagoberto-. Habéis tenido que lidiar con muchas complicaciones, pero os la arreglasteis muy bien con ellas; tal vez, incluso mejor de lo que yo mismo lo habría conseguido. Os felicito. Pero en lo tocante a la liberación de Kehlensneiter, lo siento, pero me veo obligado a prohibíroslo. Veré de conseguiros ayuda en otra parte.
Balduino sintió un nudo en la garganta. Ni a él le era fácil contradecir abiertamente a un superior. Había llegado el momento de jugarse, sin embargo; y si lo hacía, el único camino posible sería hacia adelante.
-Lo lamento, pero deberé hacer caso omiso de tal prohibición, señor-dijo, tan decididamente como pudo.
Dagoberto de Mortissend se quedó de una pieza. Acto seguido se puso de pie, mirando sombríamente a Balduino.
-¿Qué habéis dicho?-preguntó, dejando traslucir un matiz de amenaza en sus palabras y gestos.
-Un Caballero puede y debe negarse a ejecutar órdenes que menoscaben su honor o su buen nombre-respondió Balduino-; de modo que es precisamente lo que voy a hacer.
-A ver: explicadme en qué medida afectaría vuestro buen nombre y honor la orden que acabo de daros, y más os valdrá no burlaros de mí ni decir tonterías-replicó Dagoberto de Mortissend, con voz de hielo.
-Ni burlas ni tonterías-contestó Balduino-. Para comenzar, los juicios de Sundeneschrackt y sus secuaces fueron legalmente irregulares...
-¡Vaya novedad!-exclamó sarcásticamente Dagoberto-. ¡Con cuánto oro compraron sus vidas esos malhechores, es lo que resta saber!...
-Exacto. Ahora bien, considero que, dado que quienes aceptaron los sobornos jamás ingresaron a la mazmorra, justo es que salga también la otra parte interviniente en esa operación de baja estofa.
Dagoberto de Mortissend quedó atónito. ¿Estoy oyendo, o entendiendo bien esto?, se preguntó.
-Además...-comenzó Balduino; pero se vio interrumpido por Dagoberto:
-Un momento. ¿Debo entender, entonces, que cuando hablaís de liberar, os referís a sacarlos de la mazmorra para siempre?
-Sí.
-¡Ni hablar! Eso lo pueden hacer sólo quienes hayan juzgado el caso, o sus sucesores en el cargo.
-Señor, ésa es la parte interviniente que quedó libre, y me temo que se opondrá a que la otra salga de prisión. Y eso no es justo, como os daréis cuenta.
-Bueno, ¡pues entonces recurrid al Rey!, que está un poco lejos y posiblemente estas cosas le importen un bledo, que los reyes son tan justos como yo rubio. Pero haced el intento. Escribidle-sugirió dagoberto, a sabiendas de que posiblemente una carta así iría a parar a la basura basura sin que se terminase de leerla.
-Bueno, en principio algo así me propongo hacer. Obtener su definitiva libertad por medios legales.
Dagoberto miró severamente a Balduino. Aquel pelirrojo ya le inspiraba seria desconfianza, no en cuanto a intenciones, pero sí en lo referente a métodos.
-¿Y si no...?-preguntó.
-Por la fuerza de las armas, de ser necesario, señor-admitió Balduino, haciendo un esfuerzo sobrehumano por ser sincero hasta el final, por feo que fuese lo que tuviera que decir.
-Basta. Ya he oído suficiente. os invito a retractaros de todo cuanto habéis dicho; caso contrario, seréis llevado a juicio por traición a la Orden y, caso de ser hallado culpable, degradado y condenado a muerte. Pero no deseo dar un paso así; no me obliguéis a darlo.
-No quiero ser degradado ni condenado a muerte, no quiero obligaros a dar ningún paso desagradable, pero la degradación no pasa de ser una ceremonia cuyo objeto es humillar; y no hay humillación que alcance a quien tiene su honor intacto. Moriré siendo Caballero, degradación o no degradación.
-Eso lo habéis aprendido de vuestro mentor, el señor Benjamin Ben Jakob, ¡pero flaco favor le hacéis repitiéndolo en esta ocasión!... De miles de causas que podíais elegir para defender, elegisteis una de aspecto bien feo. En todo el Reino hay viudas y huérfanos desamparados, pobres oprimidos por ricos, fuertes que abusan de los débiles. ¿Y por quiénes tomáis partido?: por renombrados malhechores a quienes ya os asocian en perjuicio de ese buen nombre que tanto decís defender.
-¡No tomo partido por malhechores, sino sólo por la justicia!-exclamó Balduino-. Hago cuanto puedo por quienes requieran de mis servicios; y si no, preguntad a la gente de Freyrstrand qué opina de mí. Pero defiendo las causas que voy encontrando en mi camino. Sin duda hay en el Reino, como decís, mucha gente necesitada de un Caballero, pero a mí eso en este momento no me concierne, pues aquí es donde me apostó el Gran Maestre, y si dejara este lugar para erigirme en bienhechor de habitantes de otros sitios, tampoco os gustaría, ¿no? Por otro lado, os hago ver que un Caballero tendrá siempre enemigos que se solazarán con su desgracia y escarnio, pero si he de guiarme conforme a ello, más vale que no mueva un dedo en defensa de nada, que haga lo que haga, siempre tendré críticas. Los renombrados malhechores que decís han demostrado ser leales compañeros, y un auténtico Caballero no puede pagar lealtad con ingratitud.
-La lealtad de esos forajidos es casi seguramente interesada-objetó Dagoberto-. Si la bondad, la corrección y la nobleza en los gestos superficiales garantizaran algo, la Historia no estaría, como está, plagada de traiciones. Es en el interior del alma humana, al que no tenemos acceso tratándose de los otros, donde se depuran las apariencias como en un crisol de alquimista. ¿Tenéis garantías de que en vuestros malhechores las apariencias resistirían la prueba de tal crisol?
-No. Pero si vamos al caso, ¿las tengo tratándose de cualquier otra persona? No, sólo podemos hablar de un margen de probabilidades, y nada más. Vos lo habéis dicho: la Historia está plagada de traiciones... Y los traidores a menudo son gente de intachable reputación.
Dagoberto de Mortissend resopló, frustrado.
-Qué leguleyo seríais si no fuerais Caballero. Bien, estoy empantanado-dijo-. No puedo acusaros ostensiblemente de rebeldía, pues algunos de vuestros argumentos, mal que me pese, tienen su validez. Pero tampoco puedo alabaros por vuestra conducta, que además podría llevaros a mal fin. Y por otra parte, conocéis las eventuales consecuencias de esa conducta; de modo que el asunto está escapando a mis manos y mi entendimiento.
-¿Entonces...?
-Tendrá que ser el gran Maestre quien decida en esto. Pero debo advertiros que hay pocas probabilidades de que os apoye en un asunto tan delicado como éste. Así os pongáis de cabeza, estáis apoyando una causa dudosa. No cabe duda de la nobleza de vuestras intenciones, en eso no hay reproche posible; pero a veces, como en este caso convendría dejar de lado la nobleza. Sabéis, es una lástima: venía a ofreceros, de parte del señor Thorstein Eyjolvson, el cargo de Segundo Maestre de la Orden; pero temo que luego de toda esta charla, no me siento en condiciones de haceros formalmente esa oferta.
-Me sorprende haber sido postulado para tan alto honor, pero no habría aceptado. Estoy contento aquí. ¿Debo suponer, entonces, que el Segundo Maestre ha muerto, quizás en combate contra los Wurms?
-Qué va. Esta vivo y coleando, pero mucho no se le nota. Parece parte del decorado.
-¿Cómo era que se llama?
-Ahí tenéis, ni sabéis su nombre... Cipriano de Hestondrig.
-No lo ubico. No estuvo en el Monte Desolación, ¿no?
-Sí, claro. Estuvo. Lo conocéis como El Sigiloso.
-¿El Sigiloso?... No. En mi vida oí hablar de él, o no lo recuerdo, al menos. ¿Cómo se ganó el apodo?
-No sé. Pensé que vos lo sabríais. Si la historia del Monte Desolación iba a narrarse, Cipriano y varios Caballeros que no destacaron más que el resto de todos modos debían figurar, porque eran los de más antigüedad. Ellos mismos idearon sus apodos en base a sus hazañas, pero no sé cómo lo hicieron, ya que no destacaron especialmente por ninguna. Sin embargo, pensándolo bien, el apodo resulta adecuado para Cipriano: no se hace notar para nada...-Dagoberto sonrió con una mezcla de amargura y sorna-. Deberé solicitaros hospitalidad por esta noche.
-¿De verdad no preferiríais pasar la noche en Kvissensborg, donde estaríais más cómodo, señor?-preguntó Balduino.
-No, preferiría pasar la noche aquí. Me gustaría estudiar un poco a vuestros hombres, sondearlos, opinar por mí mismo acerca de su grado de lealtad o deslealtad, y decidir en consecuencia qué dire al Na... al señor Eyjolvson. Ahora que me caéis bien, lamentaría que de repente nos viéramos en bandos enemigos.
-Todavía estamos del mismo lado. Bienvenido a Vindsborg entonces, señor-dijo Balduino, con una tenue sonrisa.
-Ajá, todavía estamos del mismo lado-aprobó Dagoberto de Mortissend, sonriendo también.
Y súbitamente lo invadió esa felicidad que se experimenta al sencillamente disfrutar un momento de paz, sin pensar en nada y aún menos en el mañana.