-Esta cosa ya me tiene harto-se quejó Balduino.
Esta cosa era su armadura, de la que Anders estaba ayudándolo a despojarse en ese momento, en el recinto que Hildert había preparado para el pelirrojo y sus acompañantes.
-A mí me gusta tu armadura-observó Hansi, débilmente, tendido en el suelo cuan largo era y muerto de ganas por quedarse así al menos por un mes.
-Ah, Hansi, no le hagas caso, ¡si a él también le gusta!... Protesta sólo por deporte-gruñó Anders.
-Sí, claro que me gusta-admitió Balduino-, ¡pero no para pasearme con ella de aquí para allá con el solo objeto de hacer sociales y llevarla puesta desde el alba hasta el atardecer! Ya quisiera verte a ti. Al principio, claro, estarías encantado. Todos lo estamos al estrenarla: juguete nuevo. Pero creéme: a partir de cierto momento empezarías a sentirte igual de fastidiado que yo.
Anders no respondió, pero recordó aquello de que Dios le da pan al que no tiene dientes: hasta la más despectiva hija de la nobleza suspiraba a la vista de un joven revestido de armadura, y estaba seguro de que aquella beldad furtiva que había visto bajo el arco no se le habría resistido de haber estado él enfundado en una. En cambio, gracias a que Balduino, quién sabía por qué razón, los había hecho venir a todos con lo peor de su guardarropa, la doncella lo había ignorado.
-Mil batallas puede combatir un Caballero y regresar de todas ellas gallardo e incólume, para luego sucumbir a las mortales flechas de Cupido-dijo de repente, desconcertando a todo el mundo.
¿Y a éste qué bicho le picó ahora?, se preguntó Balduino, desconcertado. Esta gansada monumental se la oyó decir a algún juglar poco inspirado.
-¿Eh?...-preguntó Hansi, cómicamente. Y su cara decía: Ya sabía que era tonto, pero no creí que lo fuera tanto.
-Anders, disculpa la sinceridad, pero me temo que tienes la azotea llena de murciélagos-dijo lapidariamente Balduino-. Y no entiendo qué diablos tiene que ver esa perla de sabiduría tuya con lo que estábamos hablando.
Pero Karl meneaba la cabeza, sonriendo benévola y comprensivamente.
-Ay, hijo-suspiró, palmeando con afecto las espaldas de Anders-. Dime: ¿cómo es ella?
-Hermosa-contestó Anders con mirada vacua y voz en consonancia-. Bella como un bosque en una mañana de primavera y perlada de rocío, como el más delicado pimpollo de un jardín, como...
Balduino contempló el semblante de Anders, en el que una expresión anodina, bobalicona, parecía haber expulsado, a empujones, su habitual apostura. Se agarró la cabeza. Al joven escudero le faltaba sólo ponerse en cuatro patas a pastar y lanzar un par de mugidos para terminar de ser idéntico a una vaca cualunque. ¿Así que estaba enamorado? Con comprensible preocupación, Balduino se preguntó si él mismo se vería así cuando pensaba en Gudrun. Y ¿cómo se le dice a un amigo muy querido que cambie esa cara si pretende ser correspondido en sus sentimientos por la dama de sus amores?
Bueno, qué importa. Ninguna criada rehusar ser cortejada por un hombre que tenga facciones como las de Anders, pensó Balduino, a quien ni por un momento se le ocurrió (tal vez porque a él mismo no le gustaba) que fuese Lyngheid quien había puesto a su escudero en tan deplorable estado mental.
Se libró de la armadura y se vistió en un santiamén con un atadillo de ropa vieja traída de Vindsborg.
-Mejor hagamos lo que vinimos a hacer-sugirió.
Salió al patio seguido de Karl, de Anders y del siempre quejumbroso Hansi. Curiosamente, tras tanto protestar por la armadura, ahora que por fin estaba libre de ella comenzaba a extrañarla ya que los guardias de Kvissensborg, al verlo por primera vez sin ella, lo miraban como sin poder creer que aquel zaparrastroso fuera el mismo individuo de soberbia apariencia al que estaban acostumbrados a ver.
Sólo Hildert Karstenson ni pestañeó al verlo así, lo que a Balduino no asombró un ápice. Ya empezaba a saberlo un bicho de lo más raro, frío como el hielo, funcional y eficiente como una máquina e incapaz de apartarse siquiera un milímetro de cuanto considerara su deber. Bajo su hierática apariencia y sus ojos insondables debía haber sentimientos, pero ¡bien que los disimulaba!...
Balduino y sus acompañantes lo siguieron hasta el despacho del Capitán, adonde un documento aguardaba la firma de Balduino. En el texto había un espacio en blanco.
-¿Cómo mierda se escribe Morv Mwyalch?-gruñó exasperado el pelirrojo, en cuyo vocabulario la elegancia se había ido a dormir junto con la armadura-. Bah, qué importa-decidió. Escribió el apellido siguiendo las reglas de la lengua Bersik, aun sabiendo que probablemente tal grafía no fuera correcta. Después de todo, ¿quién podría corregirlo?
Tendió el documento a Hildert, quien aprobó sombríamente.
-Ahora podéis retirar al prisionero-dijo-. Venid.
Y lo siguieron hasta las mazmorras, adonde Hildert, sosteniendo una antorcha, fue adelante junto con el carcelero. Lo seguía Balduino. El descenso a aquel submundo con ribetes de Infierno no tuvo sobre él ese mismo efecto lúgubre que la primera vez. Apenas bajó, sus ojos buscaron al esquelético ocupante de la primera celda, buceando con sus pupilas en las vacías cuencas orbitales de la calavera. ¿Has cumplido con lo que te pedí?, le preguntó en silencio, y en la espeluznante y burlona sonrisa de la calavera creyó sin embargo ver un dejo de compañerismo.
Para Hansi aquélla era una experiencia aterradora, y olvidó toda su fatiga anterior. Anders, casi igual de intimidado que él, olvidó asimismo sus románticas ensoñaciones.
En cuanto a Karl, su temor venía de una dirección muy concreta, la celda de Kehlensneiter. Cuando se es tan viejo, llega un momento en que la idea de la muerte no asusta; no obstante, siempre amedrenta saberse objeto de un odio intenso e inexplicado por parte de un individuo peligroso, y las pupilas de Kehlensneiter refulgieron de rabioso encono al reconocer a Karl, el que había dado muerte a su viejo compinche Engel.
Ante la celda de Tarian Balduino, expectante, reprimió el aliento mientras el carcelero abría la puerta de la celda y Anders y Hansi, asqueados, exclamaban comentarios acerca del hedor sin nombre que saturaba el aire. Estaba a punto de consumarse aquello por lo que con tantas dificultades venía luchando desde hacía tantos meses. Tomó la antorcha de manos de Hildert y entró en la celda temiendo, una vez más, que fuese demasiado tarde, que Tarian estuviese muerto, aunque seguía habiendo un guardia en un rincón de la celda. De inmediato, a Balduino lo asaltaron arcadas. El aire, irrespirable en toda la mazmorra, era allí mucho más hediondo que en ninguna otra parte. Que el guardia en la celda pudiera soportar aquella pestilencia escapaba a toda comprensión. En el nauseabundo tufo que viciaba el ambiente hedía sobre todo a orina y a heces humanas. Conteniendo la respiración, Balduino adelantó un poco la antorcha y fue testigo de un espectáculo como para avergonzar al género humano.
La escuálida, miserable figura de Tarian yacía en el piso y vuelta de espaldas como la vez anterior, y en casi total desnudez, ya que malamente podía considerarse vestido a alguien cubierto sólo por aquellos jirones de ropa. El cuerpo tenía una coloración cianótica, producto de una tunda reciente; la cabeza se hallaba de lado y, en el rostro, dos ojos que miraban al vacío sin ver nada eran la mismísima imagen de la desesperanza y el sufrimiento. Ahora el único movimiento visible en tal ser era producido por su propia respiración, salvo muy ocasionales elongaciones de los dedos de sus manos, las que creaban la sensación de alguien que a punto de caer hiciese un último esfuerzo por asirse a algo.
En toda la celda había restos de excrementos y de orina. Quién sabía en qué momento el infeliz cautivo había comenzado a orinarse y a defecarse encima. También había aquí y allá restos de comida medio descompuesta. Al parecer se había hecho costumbre diseminar en torno al prisionero las sobras que él dejara. Todo indicaba que últimamente apenas si probaba bocado; lo que parecía el contenido de su última escudilla estaba prácticamente intacto.
-Oh, Dios-susurró Karl, horrorizado por lo que veía-. Pobre muchacho.
Balduino lo miró y vio que sus ojos azules lagrimeaban por encima de los mostachos.
Siguiendo instrucciones previas, Hansi se adelantó un poco, retrocedió para tomar aire y avanzó de nuevo hacia Tarian, inclinándose sobre él y acariciándole las manos mientras murmuraba su nombre. Tarian desvió los ojos hacia él, y el asombro en sus pupilas verdes fue el primer indicio de auténtica vida que pudo detectarse en él.
El segundo fue el miedo. Pasados unos minutos, Balduino, Anders y Karl se aproximaron también. Tarian, silencioso, cerró los ojos y con dificultad se encogió sobre sí mismo tanto como pudo. El suyo era un terror comprensible en alguien que llevaba tantos años recibiendo golpes y más golpes, amén de otros padecimientos y humillaciones. Pero Hansi se mantuvo junto a él.
-Somos amigos, Tarian-le aseguró. En él, según había previsto Balduino, Tarian parecía confiar, su presencia lo tranquilizaba un poco.
A la vista de aquella criatura desdichada y temblorosa, dos recuerdos vinieron a la mente de Balduino. El primero fue la agonía de Argos, aquel perro que había sido su primera mascota y uno de los amigos más queridos que jamás tendría. Al conocerse ambos, Argos era un animal callejero, sarnoso y lleno de pulgas y garrapatas; Balduino, un niño de siete años, malquerido e ignorado, que lloraba amargamente hasta que de súbito sintió una áspera lengua lamiéndole las manos con las que se ocultaba el rostro. Así había comenzado la amistad entre ambos, y así había nacido también en Balduino aquel amor por los animales, que con el tiempo no haría sino crecer.
Casi seis años más tarde, un mes antes de abandonar su hogar para siempre, veía el pelirrojo morir a Argos, ya sin sarna y casi sin pulgas ni garrapatas, hasta el fin fiel compañero de su pequeño amo. La primera amistad nunca se olvida, y Balduino lloró durante mucho tiempo a aquel compañero a quien, a veces, todavía extrañaba.
El segundo recuerdo databa de cuando él tendría dieciséis o diecisiete años y era ya bachiller al servicio del señor Benjamin Ben Jacob. Enviado a lo que resultaría ser una misión falsa con el fin de probar su lealtad, se había topado con una banda de bravucones de noble estirpe que hostigaban a un extraño muchacho, casi un hombre, cuya inteligencia poco desarrollada lo ponía sin embargo casi al nivel de los animales. El desgraciado, incapaz de defenderse por sí mismo, pedía ayuda con voz grotesca. La verdadera compasión no era entonces muy habitual en él, y sin embargo por aquella criatura le inspiró una piedad inmensa y una vengativa furia contra la horda de bravucones, contra la que acometió valientemente, haciéndola huir en desbandada. El incidente vendría a incrementar su ya inmenso desdén hacia el género humano.
Y allí estaba Tarian, sufriente y estremecido de pavor, soportándolo todo en silencio salvo por algunos gemidos entrecortados, muy semejante, por su actitud, a Argos en sus últimos estertores. El hecho de que lo viera tan semejante a un pobre animalito sufriente le ganó de inmediato el corazón de Balduino.
-Todo terminó, Tarian-dijo éste, inclinándose sobre el desdichado joven y acariciándole la cabeza con la misma angustia impotente con que tantos años atrás acariciara a su perro moribundo, pero acompañada esta vez por una negra rabia hacia los perpetradores de aquella cochinada-. Ya nadie te hará daño. Vamos a sacarte de aquí. Cuando te movamos, avísanos si inintencionalmente te causamos dolor.
Tarian, escéptico, sin querer creer en una inesperada racha de buena fortuna que no pasara de la esperanza inútil, miró a Balduino, quien continuaba acariciándole la cabeza y observándolo con expresión afectuosa, dolida y protectora.
-Por favor, Tarian. No podremos ayudarte si no nos ayudas tú-le dijo en tono tranquilizador.
La desconfianza de Tarian pareció ceder un poco, pero su comportamiento decididamente seguía resultando extraño. En vez de responder a las preguntas, el muchacho hacía sólo ruidos guturales, pese a que ahora parecía ansioso por darse a entender.
-¿No sabes hablar?-le preguntó Balduino, viéndolo señalarse la boca.
-Os aseguro que sabe-intervino Karl.
-¿No puedes, entonces?-preguntó el pelirrojo.
Tarian continuó haciendo sonidos guturales y abrió muy grande su boca y señalando con él índice hacia la garganta sin dejar de mirar a Balduino. Este acercó un poco la antorcha y examinó la boca del joven mientras éste, encandilado por el resplandor, cerraba los ojos.
-Malditos hijos de puta-masculló Balduino, concluido aquel examen; y dijo a Karl, a sus compañeros, quienes lo miraban con curiosidad:-. Le cortaron la lengua.
Karl, Anders y Hansi cruzaron miradas horrorizadas y estupefactas, pero al menos el primero se recobró con relativa prontitud. Anders y Hansi, en cambio, eran demasiado jóvenes para aceptar o entender que la verdadera crueldad prescinde de causas; que los auténticos cultores de la barbarie no necesitan motivos para ejercerla sino, como mucho, excusas.
-Por esto no quise que viniera Ulvgang. No sabía en qué estado lo encontraríamos-explicó Balduino-. Anders, ve a buscar algo con qué cubrirlo. No podemos sacarlo así a la intemperie.
Así diciendo, y mientras Anders partía a cumplir con el encargo, alzó a Tarian entre sus fuertes brazos, espantándose al hallarlo ligero como una pluma: poco más que piel y huesos era cuanto quedaba del hijo de Ulvgang, aunque al menos, y hasta donde entendía Balduino, no tenía huesos fracturados. En segundos, el pelirrojo quedó hecho un asco; pero es consecuencia lógica de haber tenido pocos afectos en la vida y necesitarlos como las flores al sol, el no retroceder ante la sarna de un perro, las llagas de un leproso ni las hediondeces de alguien emporcado por sus propias heces y orinas. La mísera situación de Tarian, sus diez años de padecimientos y el valor con que los había soportado lo volvían extremadamente querible, y Balduino quería que él así lo sintiera y que lo viera como un hermano.
Lógicamente, la actividad en la celda de Tarian era seguida con atención, desde sus respectivas celdas, por los otros dos miembros de la banda de Sundeneschrackt que aún se hallaban en prisión, Hendryk Jurgenson, y sobre todo Kehlensneiter. Ninguno de los dos captó del todo qué estaba sucediendo, pero ambos presintieron que iba a ocurrir algo importante.
Minutos después regresaba Anders con una manta vieja. Prontamente se cubrió a Tarian con ella, y de inmediato el joven, en brazos de Balduino, dejaba para siempre la celda donde tanto había sufrido a manos de sus despiadados carceleros. Detrás venían Karl, Anders y Hansi. El primero echó un vistazo a Kehlensneiter y se estremeció como quien recuerda una temible y persistente pesadilla; pero los ojos violáceos del Kveisung no le prestaron atención. Observaban a Tarian, con angustia y desesperación, los mismos sentimientos que, más de veinte años atrás, había experimentado al no ser correspondido por una sirena de la que estaba irremisiblemente enamorado.
-¡TARIAN!-gritó, con voz de agonía, aferrado a los barrotes de su celda, mientras los visitantes desaparecían por el pasillo, llevándose a Tarian. Tal vez en aquel momento, en su mente, una cola de pez se sumergía de nuevo y para siempre en las profundidades oceánicas.