Los constructores de catapultas quedaron aterrados al tener a Balduino frente a ellos, hecho una fiera, reclamando bramante lo que le correspondía por un pago anticipado hecho hacía ya considerable tiempo. Súbitamente tomaron conciencia de que habían recibido el encargo de un Caballero, cosa que en realidad ya sabían, pero que antes, cuando por su aspecto Balduino parecía un pordiosero y un vago, les costaba recordar. Ahora la situación era distinta. La magnífica armadura, furibundos reclamos con voz de trueno, alguna mesa aporreada y una diestra que constantemente se dirigía hacia el pomo de la espada envainada, los dejaron con el Jesús en la boca. De nada les valió excusarse argumentando que habían pactado una catapulta a precio de costo y que, por lo tanto, no les reportaría ganancias. Balduino respondió que eso debían haberlo pensado antes; ahora el trato estaba cerrado, y él había cumplido con su parte. Finalmente exigió que la catapulta fuera concluída en el plazo máximo de una semana y que, además, se encargaran ellos mismos de llevarla a Vindsborg en compensación por las molestias causadas. De no ser así, adelantó, tendrían muchos problemas, y ciertamente graves.
Luego fue a hacer ciertas averiguaciones, tal como le había anticipado a Oivind a quien, de regreso en Freyrstrande, fue a ver antes incluso de pasar por Vindsborg. Un breve diálogo entre ambos dejó en claro que Oivind no sólo cobraba una comisión abultada y sisaba cuanto quería, sino que además recargaba los precios de manera descarada. Balduino montó en cólera con él, lo hizo sentarse y él, de pie, lo amonestó acremente; pero fue aplacándose al ver que Oivind, en vez de replicar con sus lloriqueos de rigor, se ponía cabizbajo; y que, concluida la reprimenda, murmuraba con humildad:
-Soy ya un viejo, señor Cabellos de Fuego... Y pensad que, después de todo, corro mis riesgos, y no podría comprar otros bueyes si algo les pasara a éstos...
Alguna compasión inspiraba ahora Oivind a Balduino, aunque no tanta como para dejar pasar por alto, impune, su conducta deshonesta, o para obviar otros detalles.
-Algo de razón tienes, pero menos de la que piensas-replicó-. Si bebieras menos, podrías ahorrar un poco más, y así dispondrías de una reserva para adquirir otros bueyes, si fuera necesario; sobre todo teniendo en cuenta que, entre pagas oficiales y extraoficiales, te quedas con una buena cantidad. No obstante, a ti no te espera el sueño de una vejez reposada, y tomaré en cuenta eso. Haremos un trato. En primer lugar, te impondré un ayudante: un muchacho robusto que al principio recibirá escasa paga y trabajará duro, y al que iniciarás en el oficio. Ni se te ocurra, desde ya, enseñarle cómo robar; tal vez lo descubra solo, pero no hace falta que lo ayudes. Tampoco quiero que abuses de su juventud e inexperiencia. Podrás dejar en sus manos la mayor parte de las faenas, sobre todo las pesadas, pero no todas. Si algún accidente te incapacitara de seguir trabajando, el muchacho te sostendrá económicamente; si bien, por supuesto, en caso de que vivas largo tiempo y él se haga hombre, deberá aumentársele bastante el salario. Se acabó para ti el tiempo de las sisas y los precios inflados; pero en lo que respecta a tu paga, veré que sea razonable. No te faltará alimento, ni tampoco bebida. Pero ese ayudante será tu heredero universal. A él pasarán todos tus bienes, carreta de bueyes incluida, cuando pases a mejor vida. ¿De acuerdo?
Durante un buen rato, Oivind permaneció cabizbajo y silencioso, y Balduino supuso que luchaba para reponerse de una desagradable sorpresa; pero de repente al viejo comenzó a temblarle la mandíbula inferior, y un par de lágrimas afloró a sus ojos , que se cerraron como en un infructuoso intento por contenerlas.
-Gracias, señor Cabellos de Fuego-murmuró.
Balduino se quedó de una pieza. ¿Y ahora?... Esa reacción sí que no se la esperaba. ¿O sería una nueva treta del viejo para conseguir quién sabía qué beneficio extra?
Oivind se secó las lágrimas.
-Sentaos, señor Cabellos de Fuego-dijo, sonriente-. Os traeré algo de beber.
Balduino tenía apuro; tanto que ni había hecho entrar a Hansi con él, diciéndole que enseguida saldría (aunque de todos modos, le habría dicho lo mismo para ahorrarle a Oivind la humillación de que lo amonestaran frente a otros). Retrasado más allá de sus cálculos, decidió sin embargo que valía la pena sacrificar unos minutos más de su tiempo. Primero, porque eso de que Oivind le ofreciera un trago, a juzgar por su anterior experiencia con él y por comentarios de otras personas, era una rareza irrepetible; y secundariamente, porque quería ejercitar su sagacidad. Con su reciente llanto, el viejo lo había desconcertado. O Balduino le había tocado una fibra sensible de su alma, o bien Oivind era un actor extraordinario, un maestro en el arte de fingir.
Era útil saber sopesar el carácter de un hombre con sólo mirarlo, a fin de precaverse contra eventuales traiciones. Balduino no creía estar aún lo suficientemente ducho en esto. No era que Oivind fuera peligroso, pero escrutar su verdadero carácter sería buen adiestramiento.
Así que Balduino aceptó la invitación, llamó a Hansi para que entrara y ambos se dispusieron a tomar asiento, mientras Oivind iba por la bebida. Hansi ocupó la primera silla que encontró, pero en seguida volvió a levantarse, adolorido. La cabalgata había sido lo bastante prolongada para un jinete bisoño como él, y tenía las asentaderas a la miseria.
Balduino tomó otra silla con su mano y la evaluó con desconfianza, preguntándose si sería lo bastante resistente para soportar su peso más el de la armadura.
-¿Es lo bastante maciza esta silla?-preguntó a Oivind; y como la respuesta no llegaba, se dispuso a comprobarlo por sí mismo, sentándose muy lentamente, Decidió que la respuesta era afirmativa; y cuando un crujido le advirtió cuán equivocado estaba, él no fue lo bastante veloz para incorporarse de nuevo a tiempo.
-¿Cuál, señor Cabellos de Fuego?-preguntó inocentemente Oivind, buscando en un mueble la bebida y los vasos a espaldas de Balduino; y acto seguido, el pelirrojo cayó al suelo junto con los restos de la silla de marras, en un estrépito descomunal-. ¡Oh! ¡Señor Cabellos de Fuego!... ¡Lo siento muchísimo!
Pese a lo ridículo de la situación, Hansi gimió como si hubiese caído él; las posaderas le dolían demasiado.
-¿Cuando nos vamos a casa, señor Cabellos de Fuego?-preguntó.
Sin escucharlo, Balduino, tendido en el suelo cuan largo era, reprimió un rezongo. Al parecer, su orgullosa y resplandeciente armadura habíase vuelto un traje de bufón sin que él se diera cuenta. Claro que al menos Gudrun esta vez no estaba allí para presenciar este nuevo y más bochornoso papelón.
Oivind lo ayudó a ponerse de pie. Entonces advirtió el viejo los efectos secundarios que la caída de Balduino hábían provocado en el maderamen del piso, y por poco no se echa a llorar.
-Rompisteis el piso, señor Cabellos de Fuego...-le reprochó con cara de funerales y voz compungida, señalando con su diestra una tabla rajada, mientras Balduino, entre la sorpresa, la rabia y la indignación, proyectaba asesinarlo-. Ah, no importa, ya lo arreglaré-agregó desdeñosamente, al parecer decidiendo de pronto que lo que al principio daba la impresión de ser una catástrofe sin precedentes, merecía en realidad degradarse al nivel de trivialidad-. Esa otra silla sí que es firme, señor Cabellos de Fuego, ¡muy firme!
No queda bien que un Caballero, protector de pobres y desamparados, arremeta contra un viejo, por más que éste acumule méritos para ello; de modo que Balduino renunció a sus planes homicidas. Pero si esta segunda silla corría el mismo destino que la primera, volverían a asaltarlo instintos vengativos y sangrientos, de modo que ponderó adecuadamente la resistencia de la misma antes de confiarse a ella.
Oivind volvió al mueble de las bebidas y sirvió pensativamente un vaso de vino.
-Señor Cabellos de Fuego, vámonos a casa-suplicó Hansi, torturado por el dolor en las nalgas.
-Ssshhhh...-chistó Balduino-. Sí, Hansi, enseguida-susurró.
-Habéis cambiado mucho desde que llegasteis a Freyrstrande, señor Cabellos de Fuego-comentó Oivind.
La silla había aprobado exitosamente el examen. Ya sentado, Balduino se quedó pensando en aquel comentario.
Se recordó a sí mismo en Kvissensborg, tendido en el suelo, golpeado y escarnecido. Y recordó asimismo las palabras de Einar, que entonces sonaban a condena de un poder superior; del destino, quizás, o de Dios mismo: Freyrstrande se encargará de vos.
Freyrstrande estaba encargándose, efectivamente, de Balduino, pero no como éste o como Einar habían imaginado. Qué cosas raras tenía la vida.
Balduino salió de repente de su ensimismamiento, y su garganta seca le empezó a reclamar ese trago que no llegaba. Giró la cabeza hacia Oivind. Este, con la vista en el vacío, se hallaba extraviado a su vez en sus propias reflexiones, o tal vez en viejos recuerdos. Una sonrisa beatífica iluminaba su semblante taimado por naturaleza, y su diestra sostenía un vaso que a juzgar por el brillo en los ojos del viejo había sido vaciado varias veces al hilo.
-Señor Cabellos de Fuego...-volvió a suplicar Hansi, en voz baja.
-En seguida, en seguida...-prometió Balduino, en voz baja-. Oivind-llamó, ahora alzando un poco la voz. Y cuando el mentado lo miró, el pelirrojo sonrió como quien pide un favor, y alzó su diestra en ademán de brindis.
Oivind miró su propio vaso.
-Es verdad, está vacío-dijo, para decepción de Balduino; y ya iba el viejo a llenarlo de nuevo, cuando se acordó de algo y se detuvo-. ¡Oh! ¿Perdón, señor Cabellos de Fuego! Ya voy-sacó del mueble un segundo vaso y se disponía a llenarlo de vino, cuando de repente se detuvo-. ¿O preferís aquavit, señor?
-No lo conozco, pero me gustaría probarlo...
-Os va a gustar mucho-aseguró Oivind, entusiasta como el que más-. Es muy reconfortante, sobre todo en invierno.
Sonaba convencido y convincente, por lo que Balduino esperó la bebida con mucha ansiedad, como a punto de catar el mismísimo néctar libado por los dioses del Olimpo griego. Entre tanto, Oivind se puso a perorar, pero Balduino no lo escuchaba, aun cuando su propósito original, al quedarse, hubiera sido estudiar al viejo. En toda persona hay varias facetas o personalidades; en este momento, un anhelante degustador, en el interior de Balduino, había sacado a empujones al guerrero.
Entusiasmado con su charla, Oivind se dirigió con paso decidido hacia la mesa, vaso en mano... y para desolación de Balduino, siguió de largo al pasar junto a él, en el momento en que una mano ansiosa se disponía a apropiarse del codiciado trago.
Me rindo, pensó Balduino. Había derribado de su corcel al Toro Bramador de Vultalia; había sido un héroe en los bosques de Hallustig; tal vez, incluso, estuviera en condiciones de enfrentarse dignamente a los Wurms. Pero de arrancarle a Oivind un poco de bebida, ni hablar. Un funesto hado lo condenaba eternamente a salir siempre sediento de aquella cabaña.
-¿Cuándo nos vamos, señor Cabellos de Fuego?-suplicó Hansi. El pobre no quería más que llegar y ponerse en posición horizontal y de lado hasta que desaparecieran los efectos de la cabalgata.
-Pronto-prometió Balduino.
Entre tanto, el viejo se había sentado frente a Balduino, sin dejar de hablar, gesticulando mucho y siempre con el vaso en la mano.
-¡...por lo menos, tal es mi opinión, señor Cabellos de Fuego!-exclamó firmemente en cierre de quién sabía qué fogoso discurso, recalcando sus palabras con un gesto de su siniestra. Y acto seguido vació el vaso hasta la última gota.
Ahí va mi aquavit, pensó Balduino. En eso, la mano del viejo se posó sobre la suya.
-Es fundamental que entendáis algo, señor Cabellos de Fuego-dijo Oivind, con el tono misterioso de quien se dispone a revelar la Verdad Suprema a uno de los pocos privilegiados capaces de comprenderla.
¡Qué prólogo más solemne!... Oivind era bastante resistente al alcohol, y tal como Balduino creía conocerlo, no estaba borracho; como mucho chispeado. Por lo demás, ebrio o sobrio, la mayor parte de su charla consistía en lloriqueos, adulaciones y disparates. ¿Qué era aquello tan importante que ahora iba a declarar? ¿O sería más de lo mismo?
-Sí, Maese, decidme-contestó Balduino. Cómo estaría de impresionado que suspendía el tuteo, casi como si tuviera frente a él a uno de los Siete Sabios de Grecia; aunque de inmediato temió que siguiera a aquello una tontería monumental, o alguna treta amañada quién sabía con qué fines.
-Cerrad primero vuestros ojos-rogó Oivind, dando el ejemplo-, y relajad vuestra mente.
Balduino obedeció, y se quedó a la espera de la tan anunciada y arcana revelación; pero la misma no llegaba. Y entonces, de improviso, un ronquido descomunal, digno de Snarki, estremeció la cabaña. Balduino, estupefacto, abrió los ojos.
-No lo puedo creer, Hansi, mira esto, se durmió-murmuró, entre el escepticismo y la frustración, y mirando a diestra y siniestra como a la búsqueda de entidades invisibles capaces de proseguir con el enunciado de la Verdad Suprema iniciado por el viejo.
Pero que el viejo estuviera dormido o en vela no preocupaba a Hansi, quien sólo temía no poder dormir él en varias noches a causa de su dolor de culo; por lo que no respondió más que con un nuevo gemido.
-¡Se durmió!.-repitió Balduino, sonriendo y aún sin poder creerlo. Después de tanto suspenso, ni el nunca explicado paradero del tesoro de Sundeneschrackt le hubiera interesado tanto como saber qué habría dicho Oivind de no haberse dormido, aun cuando no terminase siendo más que una gansada única. Hasta pensó en despertarlo para que por lo menos le explicara qué era aquello tan fundamental que debía saber. Pero viéndolo roncar con tanto entusiasmo, parecía un crimen despertarlo. Y cuanto intento hizo Balduino por adivinarlo, resultó infructuoso.
Por último se dio por vencido y al menos tomó desquite dirigiéndose al mueble donde Oivind guardaba parte de la bebida (seguramente tendría más en algún otro sitio) y probando al fin el aquavit, que le pareció exquisito y vigorizante. Se prometió adquirir un barril de aquella bebida antes del invierno.
Luego, desoyendo un rato más los gemidos de Hansi, se volvió hacia Oivind, quien continuaba roncando con increíble descomedimiento, con la cabeza tumbada sobre la mesa.
-Qué caso eres, viejo-murmuró, estudiándolo con curiosidad, en un último intento por descifrar su carácter.
¿Qué sabía de él? Muy poco. Que vivía solo, que vivía mucho, que era a la vez perezoso y trabajador (por contradictorio que esto resultase); que robaba a sus vecinos en pequeñas cantidades que, sumadas unas con otras, hacían una gran cantidad.
Hoy lo había visto llorar. ¿Habrían sido auténticas sus lágrimas? Balduino decidió que sí, que lo habían sido. Oivind parecía no haber fingido en lo más mínimo después de la durísima reprimenda inicial. Pero en cuanto a la causa de esas lágrimas -en apariencia agradecidas-, sólo se podía especular.
Balduino había estudiado a los grandes líderes militares de la Historia y sabía que muchos de ellos habían ganado importantes batallas e incluso guerras gracias a maniobras poco ortodoxas e incluso polémicas en su momento. Esto no era un dato menor teniendo en cuenta que a su manera también Oivind resultaba poco ortodoxo y polémico. Guerras desesperadas requieren medidas desesperadas, no importa cuál sea el campo de batalla. Bien lo sabía Balduino, que había luchado aun antes de aprender a manejar una espada, para conquistar afectos nunca alcanzados, yendo de derrota en derrota y recurriendo también él a medidas desesperadas en pos de sus fines.
Miró otra vez a Oivind. Tal vez toda la excentricidad de éste no fuera más que un recurso desesperado para ganar otro tipo de batalla. Tal vez en su interior se hallara rodeado por un enemigo numéricamente superior y en un terreno desfavorable. Tal vez había llorado porque en Balduino veía quién sabía qué inesperados refuerzos.
El viejo seguía durmiendo, impertérrito. Su aspecto era ahora de lo más inocente, y Balduino lo vio de una forma en que nunca lo había hecho antes. Cada una de las arrugas de su rostro parecía hablarle, decirle que ella era también, en cierto modo, una cicatriz obtenida en una vieja batalla; que debía respetar a Oivind, más allá de lo que éste fuera, porque había librado muchos más combates que él. No importaba cuántos hubieran terminado en victoria y cuántos en derrota. Había luchado en la medida de sus posibilidades. Cuando pasara a retiro, no importaría que estuviera un poco loco o malherido o mutilado. Sólo que hubiera luchado.
Una súbita ternura invadió a Balduino. Cargó con Oivind y lo acostó en el jergón de paja donde solía dormir. Inútilmente, buscó alguna manta con qué cubrirlo.
-No encuentro con qué abrigarlo...-se quejó.
Hansi se tocó por enésima vez las nalgas, exhaló un débil quejido y, captando milagrosamente las palabras de Balduino, respondió:
-Hará mes y medio, Oivind quemó por accidente las que tenía.
-No entiendo cómo, si el jergón de paja está bien lejos del hogar. Estaría borracho, pero entonces tuvo una suerte increíble al no haber incendiado la cabaña entera, con él adentro. En fin...
Finalmente, Balduino se despojó de su capa negra con el halcón bicéfalo de la Orden del Viento Negro bordado en hilo escarlata, y cubrió con ella a Oivind antes de salir.
Ya fuera de la cabaña, montó el primero y alzó con su brazo a Hansi, quien esta vez no gimió sino que gritó de dolor cuando Balduino lo sentó ante él.
-Ay, Hansi, Hansi... ¿Quién te mandó venir? No importa-dijo Balduino, sonriendo, cuando cruzó los brazos en torno al niño, en parte para sostener las riendas, pero también en gesto protector-. Ya haremos de ti un jinete experimentado.