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25 febrero 2010 4 25 /02 /febrero /2010 22:25

      La historia de Nuestro permaneció ignorada durante mucho tiempo; y cuando mucho más tarde empezó a circular en forma de vagos rumores, dos razones hicieron que pareciese inventada. Una fue el tiempo que demoró en trascender. Ninguna de las primeras historias acerca de la Emboscada del Lilledahl mencionaban a un Thröllwurm sobreviviente. Que sí lo hubiera habido sonaba a simple fantasía de poeta soñador e iluso, una fabulación tardía. A esto replicaron algunos que sin duda la gente del Lilledahl se llamó a sí misma al silencio, especialmente para proteger a Hipólito Aléxida, quien después de todo se había mostrado eficaz defendiéndolos. La actitud de Hipólito en lo referente a Nuestro podía interpretarse como traicionera ayuda a un enemigo o, más benévolamente, como respeto por un adversario inerme. Pero tratándose de un Thröllwurm se adoptaría sin duda el primer punto de vista; y los campesinos, sabiéndolo, prefirieron callar la historia.

 

      El segundo motivo por el que la historia al principio se tomó casi a risa fue la noción demonizada que se tenía de los Wurms. Estos -se decía- eran todos asesinos despiadados. También esto tenía posibles réplicas, ya que se sabía que Bermudo el Jarlwurm era partidario de la paz. Pero eso sólo se sabía de oídas, mientras que las atrocidades de sus congéneres contaban con demasiados testigos oculares. Y en el caso de los Thröllewurms, estaban todavía demasiado frescas la Matanza del Trigal y la del Mar en Sangre.

 

      De cualquier forma, de ser real el hecho, alguien en el Lilledahl había faltado a su silencio autoimpuesto. En realidad era estúpido pensar que una historia dulce y bella como la de Nuestro podría mantenerse en secreto durante mucho tiempo. Era el tipo de historia que la gente anhela oir cuando vive una realidad de brutalidad y odio; una hermosa flor regada en sangre y crecida en un campo de batalla, un relato de mutua compasión y respeto por el enemigo en momentos en que ambas cosas escaseaban.

 

      La guerra a menudo lima cruelmente las defensas anímicas de los hombres, incluso de los más valientes; y si se es débil, se tiende a usar cualquier insensatez a guisa de bastón.

 

      Se empezaría a considerar cierta la historia de Nuestro recién a principios de 960, cuando los combatientes de Andrusia Occidental se hallaran en el límite de su resistencia anímica y también ellos necesitasen usar de bastón lo que antes creían una tontería. Así podían pensar que los Wurms, después de todo, no eran tan malos, y que convenía rendirse. Esto por supuesto era una locura. El hecho de que pudiera haber un Bermudo por aquí y un Nuestro más allá no quitaba el hecho de que los Wurms en conjunto eran crueles hasta la médula, y que no podía concedérseles la menor tregua. Así que se prohibió repetir la historia de Nuestro e incluso mencionar o aludir a la misma, con pena de treinta latigazos al infractor. Era imprescindible que la imagen siniestra de los Wurms permaneciera intacta en la mente de los defensores, en tanto los monstruosos invasores siguieran allí; era fundamental que cada hombre considerara su deber exterminarlos y no vacilara a la hora de hacerlo.

 

       De cualquier forma,  en agosto de 958 tal historia ni siquiera empezaba a ser conocida. El renombre de Hipólito Aléxida, por el contrario, se propagaba a una velocidad asombrosa, asociada a la increíble hazaña de haber abatido, en sólo una maniobra, a cinco de los casi invulnerables Jarlewurms. Su victoria infundió algo de ánimo a los alicaídos defensores de Andrusia Occidental, y comenzó a especularse con que, tal vez, cuando la guerra hubiese concluido, Hipólito Aléxida sería reconocido como uno de los más grandes héroes de todos los tiempos.

 

       Pero muy a la sombra de su gloria, otra comenzaba a surgir, lentamente, como una semilla que germina y de a poco va abriéndose paso entre la dura piedra merced a raíces que, un día, hallarán la tierra necesaria: la de un joven pelirrojo olvidado en una casi desconocida playa de Thorhavok en la que la guerra sonaba todavía lejana y extraña, pero en la que tendría lugar su último acto. 

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25 febrero 2010 4 25 /02 /febrero /2010 22:10

      Según esta tercera versión, caída la noche de aquel 21 de julio de 958, todos los Thröllewurms que precedieron a sus amos en la avanzada remontando el Lillalv fueron dados por muertos, pero uno no lo estaba realmente. Este único sobreviviente, muy malherido y desangrado, era un ejemplar joven, quizás un adolescente según la cronología de su especie, y  por supuesto de menor talla que los adultos. Otrora vigoroso y ágil, ahora se hallaba muy debilitado y al borde de la muerte.

 

      La avalancha de rocas en tan estrecho pasaje del río y los cadáveres de los gigantescos reptiles muertos habían formado una especie de dique que embalsaba las aguas, haciendo subir su nivel. Esta circunstancia ayudó al joven Thröllwurm a salvar un desnivel rocoso que, de todos modos, exigió de todas las fuerzas en merma que aún poseía. Superado el desnivel, la criatura llegó a una especie de meseta o rellano donde terminaba un sendero que se abría paso por la roca de la montaña junto al río. Era demasiado angosto para el Thröllwurm, aunque estando sano hubiera podido de todos modos avanzar con torpeza dejando fuera del camino más de medio cuerpo o encogiéndolo hasta la exageración.

 

       No obstante, no lo intentó. Pasó allí la noche, aguardando su hora, quizás sin pensar en nada en particular. Era un ser nacido y criado en incuestionable servidumbre y habituado a ella. Si tal servidumbre era consecuencia lógica e inevitable de no pensar, o si era al revés, es difícil decirlo. Pero las preguntas que su cerebro no se hacía, las formulaba su corazón; preguntas obvias en alguien que está a punto de morir como iba a hacerlo él, en amarga soledad y prácticamente cuando recién se empieza a vivir.

 

       Sin duda se preguntaba por qué aquéllo le sucedía a él, o a quién o para qué serviría su muerte. Se preguntaba, tal vez, quién lo recordaría o lo lloraría. Probablemente se preguntaba el sentido de esa vida que estaba a punto de perder... Y se hacía, quizás, mil preguntas más, sin hallar respuesta para ninguna.

 

      Y él no deseaba morir. Tal vez su vida había sido un sinsentido, probablemente no fuera a mejorar mucho más. Aun así, amaba su vida aunque más no fuera por mero instinto, y sentía un horror desesperado ante la consciencia de que esa vida llegaba a su fin.

 

       Transcurrió la noche, durante la cual el Thröllwurm tembló de frío y de dolor espástico, y temblo aún más a causa de ese frío y ese dolor que con tanta crueldad estrujan el alma en algunas situaciones. Al alba, sin embargo, seguía vivo.

 

       Con el nuevo día, los alborozados aldeanos, maravillados por la victoria del día anterior, comentaban la batalla con sus familias, y muchos se dispusieron a ver de nuevo, o ver por primera vez caso de haberse ausentado la víspera, los enormes cadáveres de los monstruos abatidos. Como es lógico, los niños estaban muy excitados ante esa perspectiva, por lo que no debe sorprender que tres de ellos fueran los primeros en ponerse en camino. Eran dos varones, amigos entre sí, y la hermana de uno de ellos, una niña muy pequeña, como de tres o cuatro años. Como suele suceder, los varones, que tenían unos cuantos años más que la niña, sentían que ésta los fastidiaba con su presencia; y como a esa edad no se es consciente del peligro que implica dejar que alguien tan pequeño vague librado a su capricho, eso era exactamente lo que hacían ellos. La regañaron varias veces para que no los molestara con sus preguntas y reclamos; y ella, sintiéndose excluida y solitaria, fue corriendo muy por delante de ambos. Todos iban por la estrecha senda que culminaba en el amplio rellano rocoso alcanzado por el Thröllwurm; y éste escuchó las voces que se aproximaban. Estaba atrozmente hambriento y sabía que, para prolongar aquella vida que se le escapaba, debía ingerir alimento, uno por el que no tuviera que luchar demasiado; de modo que se quedó tan quieto como si estuviera muerto, y aguardó.

 

      Fue así que la niña, tras doblar un recodo del camino, vio antes que nadie y desde la distancia la gran mole del reptil agonizante. Llamó a los varones, pero éstos no le prestaron atención; de modo que corrió más velozmente, sin darse cuenta del peligro que implicaba avanzar hacia una criatura de ese tamaño sin asegurarse primero de que estuviera muerta.

 

      El Thröllwurm se mantenía absolutamente inmóvil, petrificado casi, con los ojos entreabiertos para poder saltar sobre su presa sin darle tiempo a huir, pues necesitaba alimentarse, y en su estado no podía permitirse el más leve error; pero sin saber por qué, se horrorizó al ver qué víctima era aquella que se le acercaba tan confiadamente, y ya no tuvo voluntad para prolongar su vida, si  el precio era abreviar fríamente aquella otra. Por lo tanto, abandonó la farsa y movió  su enorme testa reptiliana, apoyándola sobre una losa para al menos morir con comodidad. En ese momento, la niña advirtió que el reptil seguía vivo y se detuvo allí donde estaba, momentáneamente paralizada por el susto.

 

       Se ha dicho ya que los Thröllewurms eran muy similares a los cocodrilos. Se puede discutir cuánta belleza hay en un cocodrilo. Yo personalmente pienso que la hay, y unos cuantos herpetólogos apasionados de su trabajo seguramente coincidirán conmigo, aun cuando las mandíbulas de este gran hidrosaurio, plagadas de colmillos en exhibición incluso estando cerradas, le confieren un aire indudablemente malévolo. Tal vez no mucha más gente esté de acuerdo, al menos los adultos; pero en la infancia se suele estar más libre de prejuicios.

 

       La niña observó al Thröllwurm  desde la distancia durante alrededor de un minuto. Contempló el enorme cuerpo recubierto de escamas de una brillante tonalidad verde esmeralda, interrumpido por líneas sanguinolientas que no eran sino heridas superficiales, puesto que las profundas se hallaban en el vientre de la criatura, donde la piel era blanda. Con sus cándidos ojos de ángel, la niña halló hermoso al Thröllwurm.

 

      Luego miró la cabeza de la bestia, o tal vez sólo sus ojos: dos ranuras amarillentas con pupilas en forma de huso, en las que cualquier ferocidad había sido abatida por el sufrimiento. Y entonces estalló en llanto, el llanto de una criatura inocente ante una crueldad que no puede ni quiere comprender; y corriendo hacia el Thröllwurm, lo abrazó como a una mascota muy amada que está muriendo. Y el Thröllwurm, haciendo un supremo esfuerzo, la acarició con su garra palmeada, en un gesto de ternura increíble en semejante monstruo. Al menos, no moriría tan desesperadamente solo.

 

      Luego llegaron los varones, los asaltaron escalofríos al ver en qué compañía se hallaba la pequeña por culpa de la negligencia de ellos; pero quedaron aturdidos al darse cuenta de que el Thröllwurm no le había hecho daño ni pretendía hacérselo. Echaron al reptil una segunda mirada. Les pareció una especie de gigantesco Caballero de reluciente armadura verde; algo noble y bueno que se hallaba moribundo. Tampoco ellos quisieron dejarlo solo, y permanecieron junto a él, acariciándolo.

 

      Un horror sin nombre estremeció a los campesinos, particularmente a los padres de aquellos niños, al ver a éstos junto a un Thröllwurm vivo y capaz de partir en dos a cada uno de ellos de un solo mordisco. Rápidamente trataron de alejarlos del reptil. Ellos golpearon, patearon y mordieron cuando quisieron obligarlos. Estaban persuadidos de que el Thröllwurm sobreviviría, pero no si ellos no se interponían entre él y sus enemigos humanos, a modo de escudo viviente. Es nuestro, dijeron.

 

      Los campesinos reflexionaron ante este empecinamiento de los niños. Comprendieron que el Thröllwurm podría haberlos devorado a los tres, y que si no lo había hecho estaban en deuda con él. Luego de algunas discusiones asintieron ante la obstinación de los niños, decidiendo que era su deber saldar tal deuda esforzándose por salvar la vida del reptil.

 

      Más tarde, la insólita noticia  llegó a oídos de Hipólito Aléxida, y éste reunió a varios de sus hombres y fue a ver aquello con sus propios ojos. Era un joven práctico y en cierto modo frío y calculador. Así debía ser, tal vez. Un enemigo peligroso seguía vivo y los aldeanos, incomprensiblemente, lo estaban alimentando y protegiendo, obligados por cierto sentido de gratitud; pero sólo tenía en mente que se trataba de un Thröllwurm, partícipe tal vez de la Matanza del Trigal y el horror del Mar en Sangre y que, por lo tanto, no merecía la menor misericordia.

 

      Armados hasta los dientes, él y sus hombres descendieron hasta el Lillalv, avanzando un tanto dificultosamente por la orilla medio sumergida a causa de la suba de las aguas provocada por el aluvión de rocas y la matanza del día anterior. Llegado al sitio de los sucesos, quedó perplejo al comprobar que los campesinos habían previsto que él vendría. Apostados en distintos puntos y armados con los mismos instrumentos de labranza empleados el día anterior contra los Thröllewurms, lo aguardaban en pie de guerra.

 

      -Es nuestro-dijeron secamente.

 

      Hipólito no esperaba una recepción tan hostil, y por un momento bulló de rabia contra aquellas gentes que, a su juicio, no valoraban los esfuerzos que se tomaba por ellos, y preferían a un enemigo antes que a él. En ese instante decidió que, si para cumplir con su deber debía exterminar a aquellos campesinos, lo haría; y se dispuso a dar la orden a sus hombres.

 

      Pero una breve, ridícula fracción de segundo bastó para que sus planes dieran marcha atrás, sin que él mismo imaginara que obraba obedeciendo a un poder superior a todo lo existente. El Thröllwurm había abierto un camino de compasión, y no quedaba más remedio que transitar por él. No había alternativas, ni aun cuando en este mismo instante se preguntara Hipólito si no estaría cometiendo un error descomunal.

 

      -Sí-convino por fin, para asombro de todos-: es Nuestro.

 

      Y se retiró con sus hombres, en silencio, y dejó que los campesinos cuidaran del gran reptil, que fue conocido como Vaurt en la versión andrusiana de la leyenda, y que para nosotros es, fue y será Nuestro, traducción de aquella palabra. Y Nuestro no murió, sino que se repuso merced a los cuidados y el amor agradecido de aquella gente; y un día,  descendió nuevamente al Lillalv ayudado por los campesinos, y se marchó. No hubo nadie que no llorara al verlo irse, como si un símbolo de paz desapareciera con él. Dejó que lo acariciaran cuanto quisieron antes de partir; y cuando se alejaba a nado, se despidió de ellos con potentes rugidos que vibraron en la montaña. No sonaba amenazante; más bien parecía querer demostrar que estaba mucho más fuerte que antes, y agradecer a los campesinos por ello.

 

      Y desde entonces, cada vez fueron más frecuentes los rumores de que, cada vez que los Thröllewurms atacaban áreas habitadas, un ejemplar de escamas refulgentes como esmeraldas capturaba entre sus fauces a cada niño que encontraba, sólo para ponerlo a salvo de sus temibles congéneres. Tal vez, en el Lilledahl, una cuña había abierto una grieta en las desmesuradas ambiciones de los Jarlewurms

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25 febrero 2010 4 25 /02 /febrero /2010 15:33

      El 21 de julio de 958 los Wurms, triunfantes, invadieron el Lilledahl con una facilidad que debería haberles resultado más llamativa y que produjo la primera mella importante en sus fuerzas desde el inicio de la guerra.

 

      El Lilledahl era un vallecito situado bastante al Oeste de Drakenstadt y surcado por un río de poca importancia, el Lillalv, que al principio corría encajonado pero que se ensanchaba en el último tramo de su curso, desaguando en una playa arenosa y muy tentadora para los Wurms, cuyos cuerpos no estaban hechos para trepar por las costas altas. Sin embargo, demoraron en atacarlo; o bien su recorrido hasta las costas de Andrusia los desvió de ese punto en particular, o lo desdeñaron en razón de su aparentemente poca importancia. Al cundir la noticia de la presencia de los Wurms frente a las costas de Andrusia Occidental, la población del Lilledahl, asustada, había ido un  poco más tierra adentro. Esto confirió al valle un aspecto despoblado y depauperado que se pronunció luego de que Hipólito Aléxida, Caballero del Viento Negro, asumió la defensa de la comarca.

 

      Hipólito era y sería una figura muy controvertida, pero no le faltaban condiciones militares. Ni bien llegado al Lilledahl, estudió el terreno y sopesó las fuerzas con las que contaba, y opinó que nada de lo que él hiciera podría evitar que los Wurms tomaran el valle si tal fuera su intención. Pero también advirtió que tal conquista no les reportaría un gran beneficio, ni una vía de acceso al interior del Reino; porque remontando el Lillalv llegarían a un punto en que el río se estrechaba demasiado para que ellos siguieran avanzando con facilidad. Por supuesto, podrían intentarlo, pero era dudoso que tuvieran éxito. De cualquier manera, Hipólito prefirió dedicar tiempo y esfuerzos a evitar esto último, antes que a impedir una eventual ocupación del valle por parte de los Wurms.

 

      Fue así que, obedeciendo órdenes suyas, las tropas abandonaron las fortalezas del valle, dejando atrás sólo una guarnición mínima en cada una de ellas; e incluso estos pocos hombres, después de unos días, subieron puentes levadizos y bajaron rastrillos, como aprestándose a una defensa inminente, para luego descender por las murallas valiéndose de unas cuerdas y unirse al resto de las fuerzas del Aléxida. En algunos casos, antes de huir de esta manera, se improvisaron muñecos revestidos de armadura para que, en caso de que los Wurms invadieran el valle y los vieran de lejos, los tomaran por centinelas. La idea era que los Jarlewurms creyeran que había gente en los castillos y malgastaran sus fuerzas atacándolos antes de seguir adelante.

 

      Seguidamente, se procedió a evacuar el resto del valle. Una parte de la población se mostró muy reacia a abandonar sus tierras, prefiriendo arriesgarse a ser pasto de los Wurms; pero finalmente lo hizo entre la rabia, la impotencia y el rencor, obligada por las fuerzas del Aléxida. Se les permitió llevar cuanto pudieran, sobre todo el ganado; pero las pocas reses que la gente no pudo llevarse fueron muertas y arrojadas en sitios inaccesibles para los Wurms a fin de que éstos no pudiesen aprovecharlas. En algunos casos se tuvo la maligna idea de dejar un rastro de sangre que llevara a los monstruos hasta bocados que no tendrían más remedio que dejar intactos por hallarse fuera de su alcance; pero en vano, porque estos animales muertos ya eran sólo piel y huesos, y del rastro de sangre ni el recuerdo quedaba cuando por fin los Wurms invadieron el Lilledahl.

 

      Los animales salvajes fueron asimismo espantados o muertos, de forma que ninguna pieza de caza de gran tamaño podía verse en todo el valle. Viviendas y otras estructuras artificiales fueron respetadas: los Wurms no las usarían, y si las dejaban en paz, lo que era dudoso, sus antiguos ocupantes podrían regresar a ellas más tarde. En cambio, se aprovechó el resto del tiempo  construyendo las trampas necesarias para la defensa y se montaron puestos de guardia para que alertaran en caso de detectar presencia enemiga.

 

      Finalmente, y como ya se dijo, el 21 de julio un grupo de Wurms puso pie en el Lilledahl. Era aparentemente la hora de triunfo de los Jarlewurms que, por primera vez, conseguían  arribar al continente. Antes sólo lo habían logrado algunos de sus siervos, los Thröllewurms, y la mayoría de estos precursores de todos modos habían terminado muertos por los Jinetes Ballesteros u otros defensores, aunque algunos seguían ocultos, casi indetectables.

 

      Los espías de Hipólito Aléxida, que con admirable valor permanecieron ocultos en el valle observando el desarrollo de los acontecimientos -a veces tan cerca de los Jarlewurms que éstos, sin verlos ni imaginar que los tenían tan cerca, estuvieron a punto de hollar los escondrijos de aquellos hombres y atravesarlos con sus zarpas asesinas-, notaron cómo el triunfalismo de los Wurms se apagaba poco a poco. El valle parecía muerto. Salvo alimañas, nadie huía ante su avance incontenible y devastador. Los castillos parecían envueltos en capullos de misterio y silencio, y nadie daba la alarma ante la presencia de los invasores. Era una situación novedosa y anómala, algo a los que los Wurms no estaban acostumbrados; y por primera vez, demostraron no ser inmunes al miedo. Más tarde, los espías de Hipólito Aléxida teorizaron que asociaban el inusual silencio a alguna mortandad producida por alguna peste que tal vez temieran contagiarse.

 

      De todos modos, los Jarlewurms atacaron las fortalezas que vieron alzarse como desafiando su avance, aunque con gran vacilación. La mayoría de ellas, ya fuera por viejas o por mal construidas, sufrieron serios daños, y dos se desmoronaron por completo; sin embargo, un castillo que fue atacado con particular saña resistió gallardamente los embates. Por este motivo ese castillo más tarde cedido como patrimonio al hijo de Maarten Sygfriedson en reconocimiento al heroísmo de su padre, fue llamado Stattinbjorg, Castillo Gallardo.

 

      Hipólito Aléxida, supuesto descendiente de Alejandro Magno y de una reina amazona, estaba muy envanecido por diversas causas, su estirpe guerrera entre ellas; y cuando más tarde recibió los primeros reportes de sus espías, describiendo a los Wurms removiendo inquietos las ruinas de los castillos derribados, no analizó correctamente la información. Creyó que los monstruos estaban atemorizados por la astucia de sus enemigos y que temían ser atacados por donde menos imaginaran. La verdad es que la ausencia de cadáveres entre las ruinas sembró un breve germen de pánico entre los Wurms, que probablemente hallaron sus propias explicaciones para el hecho, las cuales diferían mucho de las hipótesis del Aléxida; pero supieron controlarse entonces, lo suficiente para seguir adelante y remontar el Lillalv. Fue así como llegaron al tramo donde el río se angostaba como asfixiado por los cordones montañosos que lo flanqueaban a diestra y siniestra.

 

      Allí los aguardaban Hipólito y sus hombres, ocultos en la montaña, cuyas laderas habían trabajado pacientemente. Recelosos, los Jarlewurms enviaron adelante a sus lacayos Thröllewurms y, al  ver que nada les ocurría, fueron tras ellos. Iban lentamente, porque la extrema estrechez de aquel pasaje les impedía desplegar sus grandes alas a modo de velamen, como lo hubieran hecho para aprovechar el viento a favor; y cinco de ellos ya habían avanzado lo suficiente, cuando sobrevino la hecatombe. Al sonido de una trompeta de guerra, una multitud de figuras humanas se puso en marcha a ambos lados del río y, más arriba, hacía otro tanto una furiosa y vengativa horda campesina, resentida hacia los monstruos por cuya causa se los había forzado a dejar sus hogares. Alrededor de una docena de Thröllewurms, la vanguardia de aquel grupo intrusivo, intuyó el peligro y se dispuso a retroceder en frenético buceo por debajo de sus amos. En cuando a éstos, de inmediato se supieron irremisiblemente perdidos, salvo los que estaban en la retaguardia, que al menos tuvieron oportunidad de retroceder y huir.

 

      Porque por encima de sus cabezas caía una espantosa lluvia de enormes rocas preparada anticipadamente por Hipólito Aléxida y sus hombres. Estos habían alisado la pendiente, dejando las rocas más grandes en equilibrio inestable, de forma que no se precisara mucho para hacerlas caer; y ahora hacían rodar contra ellas rocas de menor tamaño, pero lo suficientemente voluminosas para desestabilizar a las mayores cuando las golpearan golpearan. No había escapatoria posible para los cinco Jarlewurms que tanto se habían internado en el peligroso pasaje, aunque lo intentaron. De hecho, los tres que iban adelante se arrojaron unos sobre otros en sus desesperados y torpes intentos de fuga; con lo que sólo consiguieron estorbarse unos a otros. La espumosa correntada del Lillalv no tardó en teñirse de rojo; y a ambos lados del río, las estribaciones de la montaña exhibían restos de sangre, vísceras y huesos rotos. Se vio a uno de los Jarlewurms, atrapado entre sus congéneres que lo precedían y los que lo seguían, hacer grotescos esfuerzos por trepar, en un vano esfuerzo de salir de aquella trampa mortal; pero pronto también sus movimientos pasaron a ser simples estertores de agonía.

 

      A los Thröllewurms no les fue mucho mejor que a sus amos. Los pocos que llegaron a bucear bajo los Jarlewurms murieron sepultados por los cadáveres de éstos y por la avalancha de rocas. El resto trató de remontar el río. Según una versión, todos fueron muertos poco antes de la caída de la noche por los vengativos campesinos, que los atacaron valiéndose de horquillas, azadas y otros instrumentos de labranza. Según otra versión, los campesinos sólo mantuvieron a raya a los Thröllewurms para dar tiempo a que llegaran los guerreros, quienes exterminaron a los monstruos.

 

      Pero aunque durante mucho tiempo no se conocieron más que estas dos versiones de los hechos, existió otra que de a poco iría repitiéndose en distintas variantes y que dejaría intrigados a quienes la oyeran, preguntándose qué habría de cierto en ella. Al hacerse demasiado conocida se prohibió a los guerreros referirse a la misma, e incluso se dijo que Hipólito Aléxida fue convocado a Drakenstadt para desmentirla pública y oficialmente, a lo que no accedió.

 

      Lo que sigue es esa controvertida versión y las razones por las que se intentó silenciarla.

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21 febrero 2010 7 21 /02 /febrero /2010 21:51

    La incursión en las temidas Gröhelnsklamer no sólo tranquilizó a los aldeanos respecto a los grifos y a Snarki respecto a su propia suerte sino que, en general, contribuyó a rasgar el velo sobrenatural y lúgubre que parecía envolver a aquel extraño sitio. El propio Balduino, luego de aquel día, sintió más ligero su corazón, antes muy inquieto por el recuerdo del cráneo humano precipitándose desde lo alto del acantilado el día que él y Anders  llegaron a Freyrstrande.

      Esa noche Balduino hizo los preparativos para partir al día siguiente hacia el puesto de los Príncipes Leprosos en la desembocadura del Viduvosalv. 

      -Desde mañana por la mañana, Osmund y Ljod vendrán aquí al menos una hora al día, para aprender a manejar la jabalina-anunció-. Karl, te encargarás de enseñarles. Quiero que seas tú, así que no te asignes ningún turno de guardia que pueda interferir con sus lecciones.

      Hubo asombro general ante el anuncio. Karl, como siempre, fue la excepción.  Si el señor Cabellos de Fuego le ordenaba hacer algo, lo haría, y no importaba lo demás.

      -Osmund, es lógico-dijo Anders-. Si lo hiciste ayudante de Oivind, mejor que sepa defenderse; pero, ¿por qué justamente Ljod, que es una chica?

      -Saber defenderse siempre es útil, indistintamente de que se sea varón o mujer-contestó Balduino-. Además, inspira seguridad en uno mismo. Osmund y Ljod tienen buena edad para aprender, y creo que es mejor que lo hagan. Ambos tienen hermanos pequeños de quienes deberían encargarse si algo les sucediera a sus padres. Esperemos que ello no ocurra, claro, pero preparémoslos por si acaso.

      -Por cierto, señor Cabellos de Fuego: Oivind me dejó esto para vos-avisó Karl, enseñando a Balduino la capa con que éste había cubierto a Oivind tras acostarlo en el jergón de paja el día que se quedó dormido sobre la mesa.

      Balduino asintió y siguió dando instrucciones diversas para la semana que estaba por empezar, puesto que ése era el tiempo que pasaría junto a los Príncipes Leprosos.

      -Anders, mira que tú quedarás a cargo-dijo.

      -¿Yo?-preguntó Anders, con el susto bailoteando en sus ojos verdes-. ¡No sé nada de mandar! ¿Por qué no Thorvald?

      -Calma, calma... Desde luego, Thorvald tendrá control sobre muchas cosas y a él lo dejaría a cargo, si pudiera. Pero Vindsborg está bajo mi mando, y en ausencia de un Caballero y a falta de otro, su autoridad, salvo casos excepcionales, pasa a su escudero. La Orden tiene que contar aquí con alguien que la represente oficialmente para que no pueda acusársela de negligencia.

      La explicación no satisfizo a Anders. El resto de los presentes, salvo Karl, lo miró con cierto regocijo malévolo de gente curtida que se deleita con las tribulaciones del bisoño.

      -¿Tienes que irte ahora?-preguntó-. ¿No puedes dejarlo para más adelante? ¿Tan esencial es visitar ya a los Príncipes Leprosos.

      -Fundamental, diría yo-contestó Balduino-. Cuando se tiene cerca a una víbora venenosa como Einar, mejor hacerse de aliados sólidos. Y tal vez pueda prestarles a mi vez algún servicio. Pero ¡ánimo, Anders!-palmeó las espaldas de su escudero, sonriéndole-. ¿Qué se te podría complicar?

      -Mejor no hagas ese tipo de preguntas. No hay mejor imán para atraer la desgracia-repuso Anders, con cara de funerales.

       -¡Bah, bah!...Ya verás que lo harás muy bien. Los pichones aprenden nunca probarían sus alas si sus padres no los arrojaran desde lo alto para obligarlos a volar por primera vez.

      Balduino siguió impartiendo instrucciones. No notó, mientras hablaba, que Honney se mantenía aparte,  con expresión sombría y disgustada.

      Poco antes de la cena, estaba por acercarse a Balduino para hablarle, cuando se le adelantó Snarki. Este llevó aparte al pelirrojo, y su rostro no era ya el de un bebé regordete, sino el de un hombre que ha tomado una decisión y planea afirmarse en ella.

      -Señor Cabellos de Fuego, tienes que saber algo-dijo-: yo soy inocente del crimen del que se me acusa, y no dejaré que me lleven a la horca así nomás.

      -Bueno, hombre, ¡por fin!... Me preguntaba cuánto tiempo más tardarías en decir eso-suspiró Balduino.

      -Sí, señor Cabellos de Fuego, pero esto crea un problema. No quiero traicionarte; te debo mucho, en primer lugar el coraje que logré hallar para hablarte como ahora lo hago. Pero en un caso extremo, debería huir para salvar mi pellejo o para intentarlo, al menos.

      -Tú lo has dicho: en un caso extremo-replicó Balduino, palmeándole la espalda también a él-. Si hasta ahora no te han ahorcado, no creo que vengan a hacerlo mañana ni pasado mañana. Por el momento te conviene seguir aquí y ponerte en forma para, llegado el caso, huir con mayor presteza...

      Snarki asintió, e hizo un gesto como indicando que a eso quería llegar. Había maldecido para sus adentros a Balduino por no darle le menor tregua ni descanso ni apiadarse de su gordura, y teniéndolo a la carrera y a los saltos, traspirando como para derretirse. Pero tales suplicios lo habían agilizado mucho, y a Snarki  le incomodaba la idea de abandonar a Balduino merced a una condición física mejorada que nunca hubiera alcanzado sin los implacables métodos de aquél.

      -...Pero no hablemos más hasta mi retorno. Puede que para entonces tenga novedades. Hasta ahora, no te ha ido mal conmigo; así que creo estar en buena posición para pedirte que confíes en mí-dijo el pelirrojo.

      Honney observó desde la distancia que Snarki asentía y se retiraba por su lado. Balduino salió entonces, antorcha en mano, y bajó la escalinata de Vindsborg en dirección a las caballerizas. Honney fue tras él y aceleró el paso hasta alcanzarlo.

      -También yo preciso hablar contigo-dijo.

       -Pues aquí me tienes-repuso Balduino, asombrado.

      -No te ofendas, pero quiero saber, exactamente, qué estás haciendo para liberar a Tarian; pues no has vuelto a sacar el tema-dijo Honney, con sus verdes pupilas fulgurando siniestramente a la trémula luz de la antorcha, como las de un gato salvaje y excepcionalmente agresivo-. No sé cuánto sabes de él, pero te aseguro que ya ha esperado demasiado por su libertad.

      -Ya lo sé. Por lo demás, que no saque a colación el tema no significa que no lo tenga presente; pero por el momento temo que poco puedo hacer por Tarian-contestó Balduino-. He dado ya el primer paso para liberarlo por medios legales, como bien sabes. El problema es que si por esos medios no tenemos éxito, no sé de qué modo podríamos lograrlo, y menos estando él en constante peligro de ser asesinado por sus carceleros ante cualquier paso en falso que demos.

      -En eso tienes razón, es difícil-gruñó Honney con rabia.

      -Una posibilidad sería hacerlo pasar por muerto. Hay preparados cuya elaboración conocen las brujas, según se dice, y que suministrados adecuadamente producen un sueño similar a la muerte; pero yo no sé cómo se hacen. Apenas si conozco algunos ingredientes de algunos de ellos, y no sé las proporciones. Y si en la mezcla ponemos demasiado de esto o poco de aquello, nos arriesgamos a que Tarian reviente de veras.

      Honney atrapó entre las uñas de su pulgar e índice derechos uno de los muchos piojos que poblaban su tupida melena, y lo exterminó con un desagradable chasquido. Si hizo aquello a modo de símbolo o advertencia de lo que podía ocurrirle a Balduino si dejaba incumplida su promesa, sólo él lo supo o lo intuyó el pelirrojo. En cualquier caso, sus feroces ojos contemplaron al joven, mientras su negro bigote parecía erizarse.

      -El pez maza de púas de Nerdel tiene un veneno que, en la dosis exacta, produce precisamente ese efecto-dijo-. Pero el problema, como dices, es que te excedes en la cantidad, y quien lo bebe puede ir despidiéndose de veras de este mundo. No sé cuál es la dosis exacta.

      -Pues empecemos averiguando si ese veneno es fácil de conseguir por aquí. Dudo de que se venda en cualquier parte, pero habrá que hacer el intento. Hundi podría encargarse de eso. Creo que es lo bastante astuto para moverse en los arrabales de Vallasköpping sin llamar la atención, y a la vez su presencia no desentonará allí. Pero haremos esto sin que se entere Ulvgang, hasta que consigamos el veneno y sepamos cómo usarlo. Bastante nervioso está ya esperando la respuesta del Gran Maestre, para crearle nuevas esperanzas que puedan terminar diluidas en la nada. Haré que Thorvald envíe a Hundi a Vallasköpping a investigar, pero le diré que, ante los demás, encubra sus verdaderos fines bajo algún pretexto. Hasta que no conozcamos nuestras posibilidades de éxito, mejor que pocos estemos al tanto. Si no, tendremos que hacerlo escapar de otra manera, pero se complicaría, sobre todo si Tarian se hallara muy herido. Fray Bartolomeo podría ser nuestro cómplice. De hecho, alguna vez, después de la misa, me comentó la situación de Tarian y dijo estar preocupado por él. Quería que trabajáramos juntos para liberarlo. El problema con él es que podría traicionarnos sin darse cuenta y sin intención de hacerlo: he podido comprobar que a veces es indiscreto, de una forma muy sutil, respecto a las confesiones que oye. Una mente aguzada podría, a partir de sus palabras, deducir unas cuantas cosas y arruinar cualquier plan que hayamos urdido.

      -No hay mentes aguzadas en Kvissensborg-respondió Honney.

      -Ya lo había notado, pero bastaría con que alguien tuviera un milagroso momento de lucidez para que todo se vaya al traste. En fin... veamos qué podemos hacer primero respecto al veneno. 

      Honney asintió. No sabía qué pensar de este muchacho pelirrojo que, si de veras ocultaba algún ardid traicionero, lo hacía muy bien. En realidad, parecía sincero, espontáneo y confiable, y Ulvgang no recelaba de él.

      Pero era tan, tan raro eso de un Caballero jugándose por un condenado... 

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20 febrero 2010 6 20 /02 /febrero /2010 18:53

      A menudo, en los años venideros, reflexionaría Balduino sobre los aldeanos de Freyrstrand. Thorvald había dicho ya que cada uno de ellos era su propio carpintero, médico y herrero. No tardaría en descubrir que, además, cada uno era su propio sacerdote y posiblemente su propio guerrero. En el fondo lo necesitaban muy poco. A los abusos de Einar estaban acostumbrados y sabían cómo manejarlos. En cuanto a que los Wurms se acercaran a Freyrstrande, ni ellos lo creían probable; y la invasión de grifos venidos de las Islas Andrusias lógicamente los había asustado un poco, pero habrían terminado arreglándoselas solos con ellos. No tenía sentido en efecto que una mujer como Gudrun, que espantaba lobos con su honda, no se atreviera a hacer frente a un grifo; no tenía lógica que hombres como Friedrik y Thomen el Chiflado, que arrostraban sin mosquearse la implacable furia del océano, se amedrentaran ante una amenaza mucho más controlable.

      Cuando más tarde los Wurms irrumpieran en Freyrstrande quedaría demostrado que, después de todo, las cosas que el hombre no dispone y aún así suceden, no suceden en vano; pero todavía faltaba para ello, y la presencia de Balduino parecía, tal vez, innecesaria. Y sin embargo, allí estaban los aldeanos aquella mañana, reclamando protección, semejantes de algún modo a niños llenos de energía, pero que igual piden ser aupados.

      Balduino comenzó exponiéndoles nuevamente los argumentos por los que se oponía al exterminio sistemático de la población de grifos de las Gröhelnsklamer.

      -El destino del hombre está íntimamente unido al de las bestias de una forma que todavía no conocemos bien-dijo a modo de conclusión de aquel prólogo-. Exterminarlos es amputar una mano que podríamos necesitar para que nos salve de caer a un abismo. Eso se ha visto en los señoríos donde algunos depredadores fueron cazados sistemáticamente, acusados de ser asesinos de hombres: luego de que casi fueron totalmente eliminados, los ciervos se multiplicaron e invadieron los jardines. Y en otros señoríos donde ciervos y unicornios eran señalados como descarados invasores de jardines ya desde antes, se decidió hacer doblete, matando a esos animales con veneno y dejando la carne envenenada al alcance de los depredadores para que éstos la devoraran y murieran también. Pero no siempre morían los depredadores más peligrosos para el hombre; y los que quedaban, se volvían más feroces con el ser humano por la falta de presas. Sin contar que, en invierno, el hambre causaba estragos en esos señoríos incluso entre la nobleza, precisamente porque ya casi no quedaban ciervos que cazar. Aprendamos de tan duras lecciones, y busquemos otros métodos.

      'Para precaveros de ataques de grifos, o de cualquier otro depredador, el primer paso es siempre estar alerta; el segundo, evaluar la situación. Caer en pánico no sirve. Aunque la fiera se precipite sobre nosotros, debemos estudiar bien nuestras posibilidades, y para eso necesitamos mantener la calma. El grifo normalmente ataca desde el aire y en terreno abierto, pero puede suceder también que aceche a la manera de los gatos, especialmente si se encuentra en un lugar más elevado que su posible víctima; por ejemplo, en los riscos de las Gröhelnsklamer. En llano descubierto, como por ejemplo en esta playa, el peligro de un ataque de grifo puede venir casi exclusivamente desde el aire. En un bosque frondoso no hay frente a un grifo mucho más riesgo que frente a un lobo, porque los árboles entorpecerán su vuelo y, por consiguiente, tendrá que atacar desde tierra, en lo que no es muy experto. Así que, si se tiene un bosque cerca, refugiarse en él es buena medida contra un ataque de grifo; pero nunca corriendo. La presa que huye a la carrera excita los instintos del cazador. Ante un gran carnívoro, jamás hay que mostrar miedo ni escapar a la carrera. Si corremos, ha de ser para tomar la iniciativa en la agresión, o para contraatacar. Conviene ser como el chico flaco que se las da de valiente inflando el pecho y mirando a los ojos al grandullón que golpea a los débiles, a fin de acobardarlo.

      A juzgar por las caras de los aldeanos, no era una feliz comparación. Había tan pocos habitantes en la región y estaban tan dispersos, que eso de un bravucón abusando de debiluchos era algo inédito en Freyrstrand. Pero la sonrisa un tanto amarga de Thomen el Chiflado demostraba que al menos él sí conocía la situación.

      -El excremento de grifo es un combustible bueno y barato, se lo puede recoger en las Gröhelnsklamer-continuó Balduino-; pero cuando uno se interna en sitios como ése, nidales y madrigueras de grifo, debe tomar precauciones extra. Primero, nunca ir en época de cría o de escasez de alimento. Segundo, ir al menos de a dos. Tercero, llevar gorras que en el dorso y en su parte superior tengan pintados rostros humanos. Uno de mis hombres, Gröhelle, asegura que en las Andrusias está muy extendido el uso de estas gorras, que son muy eficaces, pues los grifos jamás atacan de frente, y un grifo que esté a espaldas de su víctima o en el aire, ante una gorra así, queda confundido, creyendo que su presa lo observa. Y no ataca. Puede que permanezca cerca, pero no ataca.

      'Gritar amenazadoramente puede ser útil: volvemos al fanfarroneo intimidante. Si se tiene una antorcha, esgrimirla contra la fiera la espantará. Son muy pocos los seres que no temen al fuego; por supuesto, los más conocidos de éstos son los Drakes, los Jarlewurms y otros dragones.

      Seguidamente, y a fin de probar sus palabras, Balduino solicitó voluntarios y los hizo subirse a las carretas con las que se contaba. Además de la de Oivind, la de Thorstein el Viejo y la de Oivind había otra, perteneciente a uno de los aldeanos que vivían muy tierra adentro. A ellas se sumó la carreta de trabajo de Vindsborg, a la que se unció a Svartwulk, quien resopló disgustado, como recordándole a Balduino que él era un caballo de combate y preguntándole por qué no tiraba él mismo de la dichosa carreta.

      Entre los voluntarios, además de los propietarios de los vehículos, se encontraron Kurt, Heidi, Gudrun, Ljod y un muchacho llamado Osmund Osmundson, de alrededor de doce años..

      -Pondré a alguien a escoltar cada carreta-anunció Balduino; y asignó a Anders, a Karl y a Adler  para escoltar las carretas de Thomen, Oivind y Thorstein el Viejo respectivamente. Se reservó para sí mismo la que de tan mala gana arrastraría Svartwulk, pero seguía quedando una sin custodia, y no sabía a quién escoger de entre sus hombres. Prefería que fuese alguien que no intimidara a los aldeanos y que pareciera más bien una persona común y corriente; y por último encontró al que le pareció el más adecuado-. Tú, Snarki, a la que queda.

      El gordo Snarki,  a quien dicho sea de paso el trabajo pesado hacía adelgazar rápidamente, se puso tan blanco como cuando Balduino le ordenó derribar un árbol enorme sin ayuda de nadie.

      -¡Pero yo no soy un guerrero!-gimió.

      -¡Pues por eso mismo!-respondió Balduino, sin inmutarse-. No sea cosa que esta gente suponga que necesariamente se debe ser un hombre de armas profesional y con años de formación para poder defenderse de los grifos. No, cualquiera puede hacerlo, y tú eres el mejor para demostrarlo. Descuida, lo harás muy bien, y siempre tendrás a alguien de otra carreta para eventualmente cubrirte las espaldas. Tú nada más sigue las instrucciones que acabo de dar.

      Snarki se encogió como el gazapo que olfatea al zorro hambriento.

      -No las escuché...-murmuró tímidamente.

      -¿Que no las escuchaste?... ¡Mierda!-exclamó Balduino-. Snarki, eres tonto como pocos. Cómo no quieres tener miedo, si cuando se te informa de qué manera correrás menos peligro, tu mente se encuentra en el serrallo de Salomón.

      -Creí que esas instrucciones eran para los aldeanos-dijo Snarki a modo de torpe disculpa.

      -Doy instrucciones a quien las quiera oir, y puntapiés y coscorrones al resto; así que ahora presta atención-y tras repetir las instrucciones, agregó:-. Y ahora, sube a la carreta.

      -Pero... Pero...Pero...

      -Peroperopero, un cuerno-dijo Balduino, palmeándole el cachete izquierdo, y sonriendo con cierta ironía, pero también con afecto-. Vamos, hombre. Sé que esa gente estará segura contigo; sólo falta que lo descubras tú.

      No dio tiempo a Snarki a seguir hablando: se volvió hacia el joven Osmund, que estaba encaramado en la caja de la carreta que escoltaría Anders.

      -Ven conmigo, muchacho-le dijo-. Ljod, acércate tú también.

      Por lo visto, los dos jovencitos veían a Balduino como a alguien lejano e inalcanzable. Se le acercaron cada uno por su lado, entre el temor y la reverencia, como sin saber si los esperaba un castigo o, tal vez, una misión importante y peligrosa. Balduino les sonrió con afecto y los sintió relajarse cuando los rodeó con sus brazos.

      -Vendréis conmigo. Tenemos que hablar-y los hizo subirse a la carreta que él escoltaría, en la que había ya otras personas-. ¡Oivind!-reclamó; y cuando el viejo se volvió hacia él, le señaló a Osmund-. Mira, aquí tienes el ayudante prometido.

      Oivind asintió, y las cinco carretas se pusieron en marcha hacia las Gröhelnsklamer. La idea era demostrar con hechos que era posible invadir el territorio de los grifos y salir airoso, como ya lo sabían Balduino y Anders por su experiencia el día de la llegada a Freyrstrande. Snarki no estaba convencido ni de que el plan fuera seguro ni de que él mismo se hallara a la altura de las circunstancias en caso de que realmente no lo fuera. Pero la gente que iba en la carreta bajo su custodia parecía tenerle confianza, hecho que lo desconcertó muchísimo y lo dejó pensativo.

      Es habitual en la mayor parte de la gente asignar determinados rostros y cuerpos al pecado lo mismo que a la virtud, y reaccionar de modo acorde frente a hechos que requieren de canallas a los que abuchear o a héroes a los que llevar en andas. Snarki había aprendido esa dura lección ya desde su más temprana infancia, cuando su tendencia a la gordura lo excluía de participar  en los juegos de los otros niños que lo convertían en renuente bufón, formando un círculo en torno a él para martirizarlo con burlas crueles o con algo peor; pero al menos en esa etapa de su vida, su obesidad sólo era asimilada a la idiotez. Ya siendo adulto -y solitario hasta donde podía, para esquivar el maltrato de la gente- había sido víctima de un cotorreo ocioso en principio y malicioso después. Una prematura calvicie terminó de afear su rechoncha figura; a partir de allí, una tortuosa lógica, según la cual alguien tan gordo y feo y por lo tanto tan poco exitoso con las mujeres por fuerza debía tener una enorme lascivia reprimida, lo iría convirtiendo, a ojos de los demás, en un supuesto depravado sexual. De nada sirvió su aislamiento, al contrario: alguien que vivía tan solo sin duda ocultaba alguna rareza, algo malo...

      A eso seguiría su inculpación en el caso de la niña muerta y violada, encontrada por él en un oscuro callejón de Helmberg cuando ya poco podía hacer por ella. Un gemido agónico lo había llevado hasta la pobre criatura. Se hallaba desaparecida de su hogar ya desde el día anterior, pero Snarki no se enteró de ello sino poco menos de cinco minutos más tarde, cuando un grupo encargado de la búsqueda de la niña lo halló junto al cuerpecito casi convertido en cadáver.

      La barbarie del crimen exigía el pronto hallazgo y la subsiguiente ejecución del culpable, y en este caso no se requirieron más pruebas para condenar a Snarki que su aspecto, su mala reputación y su presencia junto a la niña. El populacho había estado a punto de lincharlo. De ese trance se salvó porque el Conde Arn estaba muy preocupado por demostrar que en sus dominios la justicia no era letra muerta y, por lo tanto, ordenó un juicio y una ejecución en toda la regla.

      Y de esa ejecución  también se había salvado hasta ahora, increíblemente, por una vuelta del destino tan absurda, que Snarki  apenas lo podía creer:

      Por ese entonces,  las cárceles de Helmberg estaban hacinadas debido a una proliferación de delitos menores. Para descongestionarlos, se decidió el traslado de algunos prisioneros a otras cárceles del condado.

      Un error burocrático provocó que entre los reclusos a trasladar fuera nominado un tal Thorstein Sigurdson, convicto por falsificaciones varias, resistencia a la autoridad y unas cuantas cosas más. El problema era que este Thorstein Sigurdson-se descubriría después- había muerto en la cárcel varios años antes. El que por equivocación fue a parar a Kvissensborg, junto con Adam Thorsteinson y algunos más, fue otro Thorstein Sigurdson, el mismo que recibiría allí el apodo de Snarki.

      Parecía ser que en Helmberg se tardó en advertir el error y, de hecho, al principio se supuso que Snarki se había fugado. Su ejecución, obviamente, debió posponerse hasta que se lo recapturara. Luego se supo que estaba en Kvissensborg, pero para entonces parecía que la prisa por ejecutarlo se había desvanecido. Casi enseguida fue liberado provisoriamente para servir a Balduino en Vindsborg.

      Snarki nunca había osado preguntarse cómo seguía su caso por temor a hacerse falsas esperanzas. Además, llegaba a la conclusión de que tal vez morir en la horca fuera lo mejor y el final más lógico para su vida. Se consideraba a sí mismo un error de la Naturaleza, un ser entre grotesco y patético sin derecho a existir. A menudo, antes de lo de la niña, el desprecio de la gente le había infundido el deseo de irse a dormir y ya no despertar jamás.

      Pero a la vez lo rebelaba que la vida fuera tan injusta; que otros tuvieran tanto y él prácticamente nada, ni siquiera la vida solitaria y pacífica tan anhelada en los últimos tiempos.

      La gente de Freyrstrande -Snarki lo veía ahora- era diferente, sin prejuicios nefastos. Evidentemente, buena parte de la confianza que le tenía esta gente bajo su custodia se debía sólo a que el señor Cabellos de Fuego lo creía capacitado para protegerla. Pero en Helmberg o en casi cualquier otro lugar, aunque el mismísimo Rey de Nerdelkrag le hubiese encomendado la tarea, nadie le habría dispensado tal confianza, prefiriendo en su lugar a cualquier otro.

      Pensó en aquellos que durante años lo habían tildado de gordo repugnante, echando a correr toda clase de chismes sobre él; y súbitamente sintió asco al imaginarlos como gusanos hinchados y repulsivos buscando carroña con qué alimentarse.

      Y en ese momento se le ocurrió que tal vez no estuviera allí por absurdos del azar o por una inútil prórroga concedida a su sentencia, como él pensaba. Quizás Dios y la vida le hubieran concedido una segunda oportunidad.

      Se enderezó un poco más en la carreta, sosteniendo la jabalina con mayor firmeza.

 

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19 febrero 2010 5 19 /02 /febrero /2010 21:28

      -Qué Fray Bartolomeo éste, ¿eh, amigo?-cuchicheó el largo Kurt, indignado, acercándose a Balduino al término de la misa-. Te llenamos Vindsborg y dice que somos pocos fieles.

 

      Era obvio que Balduino no estaba allí con  su pensamiento, porque apenas si asintió inexpresivamente mientras Kurt seguía a los demás hacia la escalinata. El que se quedó meneando la cabeza fue Anders.

 

      -Lo que es no haber visto nunca una ciudad grande como Ramtala-comentó en susurros, un tanto despectivo y con aires de citadino, siendo así que la única ciudad realmente grande que él había visto era precisamente Ramtala. Siguió mirando a su alrededor, y preguntó a Balduino:-. ¿Has visto el sombrero que trajo Thomen?-y como el pelirrojo no parecía reaccionar a nada de cuanto lo rodeara,  añadió:-. Eh, hombre, despierta.

 

      Balduino se había quedado pensativo ante algo que llamaba su atención: Gudrun no había ido a comulgar, y Hansi acababa de informar que jamás lo hacía. Se preguntaba si esto obedecería a alguna irreligiosidad en particular , en cuyo caso sería un síntoma de que, tal vez, ambos estaban hechos el uno para el otro.

 

      No se le ocurrió que para comulgar primero hay que liberarse de culpas mediante la confesión. No pensó que la joven escondiera un terrible secreto que se esforzaba, tal vez, por olvidar.

 

       Anders repitió la pregunta y señaló el sombrero en cuestión, cuyo tamaño era descomunal, y que estaba hecho de paja. Balduino recordó que durante casi toda la misa , al volverse para vigilar a sus convictos por si acaso, había visto a Thomen sosteniéndolo entre sus manos y girándolo maquinalmente una y otra vez.

 

      -De veras que está tarumba este Thomen-sentenció lapidariamente Anders, siempre en voz convenientemente baja-. Mira que traer ese sombrero enorme, como si fuera a insolarse, justamente en este lugar, donde cada día de sol es una moneda en bolsillo de pordiosero. Además, no sé si te has fijado, pero me parece que sólo se lo pone cuando viene en carreta.

 

      -No sé, la vez pasada no lo trajo-susurró Balduino, pensando además que lo de la insolación era relativo. En muy pocos días su pálido rostro lleno de pecas había adquirido un saludable tono bronceado, y en ciertos días el sol picaba de veras.

 

      -Sí que lo trajo, hombre-murmuró Anders-. Pero cómo esperar que lo recuerdes-añadió con malicia-. Si después de ver ese mismo día a tu preciosa Gudrun ya no recordabas ni tu propio nombre.

 

      Balduino miró otra vez a Thomen, quien en ese momento salía detrás de su esposa Thora y su hija Ljod, de alrededor de doce años. El pequeño Thommy iba a hombros de su padre jugando con el sombrero  en cuestión, que Thommen no podía calzarse sin estorbar a su hijo.

 

      -Tal vez no pueda pedírsele  demasiada cordura al pobre-reflexionó Balduino, siempre en voz baja.

 

      -Tienes razón. El llanterío de Thommy enloquece a cualquiera-replicó Anders, recordando divertido la experiencia de Balduino con el niño.

 

      -No me refiero a eso, sino a que estoy seguro de que perdió al menos dos hijos-aclaró Balduino-. Fíjate que hay demasiada diferencia de edad entre  Ljod y Thommy. Ljod está entre Thom y Thora, y Thommy a hombros de su padre. Es como si Thom y Thora quisieran protegerlos de algo. Dudo que sea casualidad, o que durante varios años, antes del nacimiento de Thommy y luego de tener a Ljod, jamás hayan concebido de nuevo. Acuérdate de lo que te digo: entre Ljod y Thommy hubo al menos dos hijos más, que ahora ya no están con el resto de la familia excepto en el recuerdo.

 

      Balduino hubiera querido felicitarse por su capacidad de observación, pero en realidad lo amargaba haber notado aquel detalle. Súbitamente advertía que Freyrstrande era una tierra inmisericorde, apta sólo para los más fuertes; y ahora que se estaba encariñando con tanta gente, y a pesar del reciente sermón de Fray Bartolomeo según el cual allí se sentía a los muertos como si siguieran vivos, temía ver morir siquiera a una sola persona.

 

      En el pasado había llorado sólo la muerte de su querido perro Argos. Nunca la de un ser humano. Había sido muy frío respecto a las muertes en batalla, y si pudo serlo fue porque no había sentido aprecio por nadie, salvo en parte por el señor Ben Jakob, quien de todos modos seguía bien vivo hasta donde él sabía. Tal vez en su niñez había querido a alguien, pero dejó de quererlos mucho antes de poder experimentar lo que era el dolor por la muerte de alguien cercano en el afecto.

 

      Trató de consolarse pensando que tal vez un absurdo destino lo hiciera morir a él en primer término pese a ser joven, sano y fuerte. Lo prefería a ver morir a los que amaba y al fin y al cabo, pensó, en algunas circunstancias era más la tenacidad antes que la resistencia física lo que ayudaba a preservar la vida más allá de la lógica, un vigor espiritual que no todos poseían. Y Balduino, que durante años se había creído muy duro, ahora se sentía tan blandengue que no lo podía creer. Thomen el Chiflado, que había sufrido la peor tragedia que podía sobrevenirle a un padre y no obstante seguía con su rutina y hasta continuaba riendo, sí era duro; no él.

 

      Tal vez me llegue el invierno, pensó, y me ahorraré el dolor de perder a la única gente a la que, tal vez, llegaré a amar. Y mis restos reposarán en Freyrstrande, y jamás tendré que irme de aquí.

 

      Casi se asombró cuando al salir y antes de bajar la escalinata, vio desde lo alto a la gente que lo aguardaba abajo. Estaban allí para que Balduino les enseñara a defenderse de los grifos. Precisamente por eso, para ahorrar tiempo y que todos pudieran luego encaminarse a sus tareas habituales, se habían unido dos misas en una.

 

      Todavía estaba alicaído al terminar de descender la escalinata y de repente advirtió que, teniendo en cuenta los apacibles y soleados días anteriores, éste se anticipaba horrible, climáticamente hablando. No llovía, pero hacía hacía más frío del habitual, no había sol y soplaba un viento bastante fuerte.

 

      El mar bramaba y las olas golpeaban violentamente contra la playa bajo un cielo de tétricos nubarrones oscuros como lo profundo del sepulcro. Sólo un trozo de cielo, sobre el mar, se veía despojado de nubes; pero precisamente hacia allí serpenteaba la estela de humo de las fumarolas del volcán de Eldersholme, como intentando tapar aquel agujero con un parche.

 

      De repente Balduino se sintió como abofeteado por Freystrande, y una rabia tan negra como los nubarrones y las fumarolas juntos sustituyó su previo desaliento; se sintió como retado a duelo por aquella tierra injusta y despiadada que parecía regodearse en hacer daño a quienes la amaban. Y si lo desafiaba a duelo, habría duelo.

 

      Te voy a vencer, maldita, pensó, apretando los puños hasta que los nudillos se le hicieron blancos, mientras iba a reunirse con la gente. Volvió a mirar por encima de sus espaldas, y le pareció ver, estremecido, que unos cuantos nubarrones se reagrupaban y formaban en el cielo una sonrisa cruel; pero al mirar mejor, ya no la vio allí. Tal vez había sido sólo su imaginación; pero igual no pudo desprenderse de la sensación de que Freyrstrande realmente se disponía a enfrentarlo en un combate singular en el que la sola idea de que él resultase vencedor sonaba descabellada.

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19 febrero 2010 5 19 /02 /febrero /2010 21:02

      Sorprendió a Balduino la enorme cantidad de gente que acudió a aquella misa: ni sospechaba que hubiera tanta en aquella tierra solitaria y agreste que era Freyrstrande. Supo más tarde que algunas de estas personas venían muy de tierra adentro, lo que explicaba que nunca las hubiera visto antes y que rara vez volviera a verlas después. Contando a hombres, mujeres y niños, eran alrededor de cincuenta personas; y a falta de otra aldea o villa en las cercanías, todas ellas se consideraban aldeanos de Freyrstrand.

 

      A fin de esperar a algunos rezagados, la misa empezó un poco más        tarde de lo habitual en Vindsborg. Entre aquéllos se hallaba Gudrun, y cuando Balduino se asomó afuera para buscarla con la mirada, vio en cambio, subiendo la escalinata de Vindsborg, a una anciana de ojos grises que le pareció conocida. Se hallaba algo falta de aliento, por lo que el pelirrojo se le acercó y le tendió la mano para ayudarla a subir.

 

      -Déjame en paz- jadeó la anciana con hostilidad.

 

      ¡La vieja Herminia!... ¡La que no hacía tanto había venido a pedir, agresivamente, que le consiguieran velas a cambio de los huevos!... Ahora la recordaba Balduino y, amargado, miró hacia el horizonte, prometiéndose a sí mismo no molestarse nunca más en tratar de ser cortés con aquella vieja odiosa.

 

      -Ha sido un gran gesto de parte vuestra, señor Cabellos de Fuego. Aunque ella no lo valore-dijo con dulzura una voz de mujer, que obviamente había subido detrás de Herminia.

 

      Balduino giró la cabeza, y nada más ver a Gudrun obsequiándole una sonrisa insinuada, el corazón empezó a palpitarle como para salir disparado hacia el firmamento. El frío de la mañana sonrosaba las mejillas de la joven.

 

      -Lo que ocurre es que ya hace mucho tiempo su marido la abandonó de buenas a primeras, sin avisar. Simplemente salió de la casa como quien sale a buscar leña, pero nunca más volvió-explicó Gudrun-. Dicen que era mal bicho, que en el fondo le hizo un favor. Pero lo malo fue que el hijo de ambos, que no tenía ni un año de edad, murió poco tiempo después. Dicen que no estaba preparada para quedar tan sola de repente y que eso la volvió muy amarga...-Gudrun quedó cabizbaja y pensativa y de repente agregó:-. Con vuestro permiso-e inclinándose ligeramente, entró en Vindsborg, sin que Balduino tuviera tiempo de decirle nada.

 

      Mala suerte, pensó él. Se había malogrado una oportunidad para decirle algo; o bien, su timidez acababa de hallar una excelente excusa; porque era dudoso que se hubiese animado a hablarle a Gudrun.

 

      Pero al menos ella sí le había hablado y encima para cumplimentarlo por su amabilidad con Herminia, a diferencia de otras veces en que él creía haberle adivinado rechazo anticipado.

 

      Oyó un cortés carraspeo a la entrada de Vindsborg, y al volverse se encontró con el mostachudo Karl.

 

      -Señor-dijo éste-, Fray Bartolomeo os espera para poder empezar...

 

      Era cierto. Ya no faltaba nadie sino él. Entró, y su primera impresión fue de sorpresa ante la inusual cantidad de gente aglutinada ante Fray Bartolomeo. Era curiosísimo, además, ver entre las caras mansas e ingenuas de los aldeanos otros semblantes más siniestros, como los de los Kveisunger y los gemelos Björnson, que hacían pensar en feroces lobos echados entre una manada de pacíficos ciervos.

 

      La misa misma fue bastante insólita. Fray Bartolomeo empleó los habituales formulismos en latín; pero a la mitad apoyó los puños sobre la mesa y miró largamente a los feligreses. Daba la impresión de no decidirse entre abrazarlos o hartarlos a trompadas. Balduino aún no lo había experimentado en carne propia, pero sabía que los aldeanos sentían por el cura un respetuoso temor, producto de sopapos y otros "mimos" recibidos de él a modo de penitencia extraoficial, mezclados con la tranquilidad de saber que él siempre estaría ahí para cualquier cosa que necesitaran.

 

      Largo tiempo miró así Fray Bartolomeo; luego, pensativo, abandonó el improvisado púlpito y empezó a pasearse de un lado a otro ante la feligresía, para asombro de Balduino, de Anders y, pensaron ellos, probablemente de todos los demás, salvo Ursula. Esta, como pagana, no entendía de liturgía cristiana, y en realidad estaba presente sólo por respeto; y era evidente que a su juicio lo que hacía Fray Bartolomeo debía ser parte del ceremonial de rigor, aunque no lo había visto hacerlo en otras misas.

 

      Sin embargo, cuando Balduino giró la cabeza, vio que casi nadie estaba sorprendido por aquella conducta del sacerdote. Tal vez fuera cosa relativamente frecuente en él eso de pasearse de un lado a otro para meditar lo que diría.No era la única rareza del cura. Todos los días, por ejemplo, podía vérselo visitar a su feligresía a lomos de su burro. En otros lugares, los curas iban a domicilio sólo para administrar los últimos sacramentos; por lo que Balduino y Anders, al verlo las primeras veces, no pudieron evitar estremecerse al pensar que por lo visto en Freyrstrand todos los días moría alguien y que, a ese paso, las inclemencias climáticas y las epidemias acabarían con la población local mucho mejor y más pronto que los Wurms.

 

      De la verdad se enteraron más tarde. Fray Bartolomeo visitaba tanto a sus feligreses sólo para asegurarse de que estuvieran bien, y de paso, si podía, les daba una mano en sus actividades. Así era como había ayudado a parir a ovejas del rebaño de Gudrun, y a esquilar renos de Kurt, asistido en sus partos a mujeres encintas, colaborado en la reparación de techos y  excavado las sepulturas de quienes abandonaban el mundo. Acompañaba a los aldeanos lo mismo en sus tristezas que en sus alegrías. En esto, Balduino lo respetaba, e intuía que sólo de la boca para afuera despreciaba a herejes y judíos. De hecho, contra el propio Balduino rezongaba cómicamente y lo llamaba hereje, pero bien que lo había ayudado en el asunto de las catapultas.

 

      Aun así, ese proceder, para el pelirrojo, era algo nunca visto en un cura y, por lo tanto, una rareza. Bienvenida rareza, sin duda, pero rareza al fin. Y ahora, viéndolo andar de un lado a otro y teniendo a los feligreses en espera de que concluyese la misa, era como para preguntarse qué otras excentricidades tendría.

 

      Por último, Fray Bartolomeo empezó a hablar. No en latín, sino en Bersik. Que tampoco era el corriente en Thorhavok, sino uno muy particular, sólo hablado por el cura, puesto que en los pagos de éste al parecer sólo se hablaba cernio, y él había aprendido Bersik al ser enviado por sus superiores a las regiones septentrionales. Pero de cualquier forma, todos en Freyrstrand estaban hechos a su habla, aunque la encontrasen tan chistosa como la de  Balduino. Este, por su parte, estaba tan habituado a oír jergas extrañas, que la del cura siempre había sido apenas una más entre muchas. 

 

      Con palabras sencillas y gran vigor expresivo, Fray Bartolomeo empezó hablando de la ira celestial de los poderosos derribados de sus tronos (y aquí Balduino se sintió tocado, en cierta forma) y de los tormentos que con gran refinamiento parecía haber preparado Dios en el Infierno para castigo de los pecadores. Oyéndolo, uno se preguntaba si su verdadera e íntima intención no sería lograr que la grey se diera a la fuga, aterrada; y Balduino se sintió decepcionado. Más de lo mismo, pensó. ¿Por qué querría él ser un  obsequioso siervo de la cruel deidad que describía Fray Bartolomeo? ¡Y qué diferente el Dios castigador descripto en este sermón de aquel otro, infinitamente más paternal, que el cura le había pintado varios meses atrás, al confesarse Balduino con él!

 

      Fray Bartolomeo hablaba sin dejar de andar de un  lado a otro, ocasionalmente volviendo a la mesa que hacía las veces de altar y deteniéndose allí, pero siempre mirando a sus fieles. En lo que siguió del sermón continuó con esa actitud. De tanto en tanto, se detenía ante algún rostro en especial, al que miraba fijamente; acaso entre él y el feligrés de turno había en ese instante algún secreto conocido sólo por ellos dos.

 

      -En la vida somos muchas veces derribados de distintos tronos-prosiguió-. Del trono de nuestros sueños, del trono de nuestra felicidad. Vivimos pequeños infiernos en este mundo terrenal. Cuanto más buenos somos, peor parece irnos, y por lo tanto llegamos a creer que Dios es malvado y odioso. El Señor perdonará mis palabras; bien sabe El que no es una apreciación personal, sino una blasfemia que se suelta en momentos de intenso dolor, y de la que nos arrepentimos cuando caemos en la cuenta de hasta qué punto somos injustos-hizo una pausa-. Tenía yo nueve años cuando fui derribado de mi primer trono, y os aseguro que entonces me vi precipitado a un Infierno del que sólo terminé de emerger aquí, en Freyrstrand. Por aquel entonces, por supuesto, ni en sueños imaginaba para mí un futuro en el sacerdocio. Como cualquier niño, soñaba con ser un gran guerrero y correr muchas aventuras. Y había en Laisauria una pandilla de niños que se llamaban Los Gatos Callejeros y cagaba por ahí haciendo desmanes más bien inocentes. Travesuras comunes, de vez en cuando alguna cosa dañina, pero nada muy grave. Ellos, naturalmente, se creían muy rudos y osados. Si eras un niño de Laisauria, aspirabas a ser uno de ellos; pero no admitían a cualquiera, de modo que había otras pandillas rivales integradas justamente por los no admitidos en Los Gatos Callejeros. Sin embargo, estos últimos eran siempre la primera opción, y también lo fueron para mí.

 

      La feligresía escuchaba el relato en absoluto silencia, atenta, espectante.

 

      -Había en Laisauria una mansión bastante siniestra, el Palacio Haraldssen, donde vivían los banqueros-prosiguió el cura-. Los Haraldssen eran muchos, y todos ellos casi idénticos: jóvenes, rubios, de ojos claros y narices respingonas. Todos ellos eran también fríos y siniestros. Se decía que habían hecho pacto con el Diablo, al que debían su inmensa fortuna y, quizás, esa juventud que en ellos parecía eterna. Y la mansión de estos banqueros estaba rodeada de un alto muro y una puerta de rejas bellamente trabajadas en hierro, que daba en primer término a un patio. En cierto momento, la cerradura de esta puerta se rompió y los Haraldssen demoraron en arreglarla, lo que coincidió con mi petición de ingreso a Los Gatos Callejeros. Estos tenían todos alrededor de doce años, y se burlaron de mí cuando les pedí que me admitieran. Era necesario demostrar que se tenía agallas  para que lo aceptaran a uno; y tras mucha insistencia, me dijeron que sería parte de la pandilla si me atrevía e entrar en el Palacio Haraldssen y robar algo que demostrara que había estado ahí. Ahora creo que lo dijeron sólo para que dejara de fastidiarlos, pero en ese momento me tomé sus palabras muy en serio, y quedé aterrado ante la idea de infiltrarme en la madriguera de aquellos banqueros escalofriantes.

 

      Balduino sonrió. Parecía ser que en todas las ciudades importantes tenían los Haraldssen soberbios palacios y reputación de aliados del Maligno.

 

      -Sin embargo, empecé a sentir terror en serio cuando, tras burlar esa misma noche la vigilancia de mis padres y salir a la calle, me encontré de súbito ante la puerta de rejas del Palacio Haraldssen-prosiguió el cura-.  Cuando la abrí y la sentí chirriar, se me erizaron los pelos, se me puso la carne de gallina. Pedí la ayuda de Dios...para que me ayudara a robar, ¡figuraos, justo para hacer algo que El desaprueba!... Y aunque transido de miedo, entré. Era como entrar al mismísimo Infierno... Pero lo peor fue que no llegué a pasar mucho más allá, que ya uno de los Haraldssen me había atrapado y sacado un puñal mientras llamaba a los demás. Me eché a llorar, desesperadamente, suplicando clemencia-sonrió-. Creí que Dios me había abandonado. La verdad es que tal vez nunca me protegió tanto como entonces.

 

      ’El que me atrapó estaba muy dispuesto a matarme. Recé en ese momento casi tanto como lo hice durante toda mi vida posterior, y le prometí consagrarme a El si me libraba de aquel aprieto. Finalmente, después de explicar que sólo buscaba probar mi coraje para ser admitido entre Los Gatos Callejeros, me perdonaron la vida. Pero uno de los Haraldssen me llevó aparte y me amonestó severamente. Me dijo que, si anteriormente otros aspirantes a pandilleros hubieran intentado robar algo del Palacio Haraldssen, no habría corrido yo con tanta suerte. Y me dijo algo más, algo que seguiré recordando aún en mi lecho de muerte: Soy banquero, y sé que las cuentas se hacen al final del día, y que una mala inversión puede llevar al desastre. Esto es válido tanto para el dinero, como para la dicha, la bondad, el honor o, en tu caso, para el coraje. Vale para la vida entera. Más te vale pensar bien en qué inviertes lo que tienes. Vuelve a intentar algo como esto, y tu día terminará en desastre y mucho antes de la hora de la puesta del sol. Y me dejó ir.

 

       Fray Bartolomeo hizo una pausa, paseando la mirada entre la grey.

 

      -Malvado o no, aquel sujeto tenía razón: las cuentas se hacen al final del día-reflexionó-. Mi vida fue de fracaso en fracaso desde entonces, o eso creí. Eso de ser guerrero y vivir muchas aventuras pasó al olvido. A su debido momento me ordené sacerdote, pero sólo para cumplir con la promesa hecha a Dios de servirlo si me libraba de morir a manos de los Haraldssen. Pensé que por lo menos me enviarían a ejercer el ministerio en la principal iglesia de alguna ciudad grande. Pues no: me enviaron a Helmberg...

 

      Hubo caras de asombro entre los aldeanos. Para ellos, Helmberg tenía que ser una gran ciudad; por algo el Duque residía allí. Pero Fray Bartolomeo había visto más mundo que ellos. Si él lo decía...

 

      -...y durante todo ese tiempo traté de ser un buen sacerdote, pero nunca pude olvidar aquel terrible susto que viví en el Palacio Haraldssen, del que nunca hablé a nadie (vosotros sois los primeros en saberlo) y que me dejó un horror a la muerte que con los años no hizo más que crecer tras cada funeral que oficiaba. Y entonces, un día, me llegó el turno de ganar, cuando creí estar perdiendo más que nunca. Fue el día que me trasladaron a Freyrstrand-miró a Balduino, y éste se estremeció-. Supuestamente, castigado.

 

      Los gemelos Björnson se miraron de soslayo. Pues el castigo del que hablaba Fray Bartolomeo había ocurrido por oponerse, con uñas y dientes, a que se los condenara a muerte.

 

      -¿Pues qué podía tocarme ni bien llegado a Freyrstrand?-prosiguió el cura, riendo-. ¡Un funeral! Había muerto Ingmar Kurtson-miró a Kurt, y éste sonrió, al parecer orgulloso de que su difunto padre, al menos con su muerte, fuera parte importante en la historia del cura-. Me tocó oficiar la misa de difuntos, consolar a los deudos como pudiera, incluso cavar la fosa y enterrar al finado. No dije nada, pero me pareció muy triste eso de enterrarlo envuelto en trapos, como si fuera un perro. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer?, si no había nadie que pudiera o quisiera construir un ataúd. Me di cuenta, pese a todo, que le hecho de que no hubiera féretro me tranquilizaba. Me di cuenta de que nada me horrorizaba tanto de la muerte como la visión del ataúd.

 

      Balduino sonrió de nuevo. Imaginaba, como efectivamente sucedía, que los Kveisunger estarían revolviéndose incómodos. Ellos se horrorizaban, no ya con la vista de un ataúd,  sino con la sola mención del mismo, algo más bien absurdo si se pensaba en la cantidad de vidas que debían llevar en sus conciencias y en todas las veces que ellos mismos habrían enfrentado a la muerte. Como fuera, sin duda estarían preguntándose cuándo acabaría Fray Bartolomeo de una vez por todas su condenado sermón.

 

       -Al poco tiempo, lo sabía yo todo acerca del finado-prosiguió Fray Bartolomeo-. Había sido un hombre muy querido; tanto como lo es hoy su hijo. Era como si lo hubiera conocido durante toda mi vida; más aún, como si todavía lo tuviera frente a mí. Desde entonces, fue igual con cada funeral y entierro que me tocó oficiar. A menudo me he preguntado por qué. Creo, por un lado, que ante una feligresía numerosa uno jamás llega a conocer demasiado a las personas ante las que predica. Todos parecen iguales, detalles más, detalles menos. Cuando se cuenta con pocos fieles como aquí, en cambio, uno sabe que no es lo mismo Thomen que Balduino o que Ulvgang. Cada uno de ellos es único. Por lo mismo, por supuesto, cuando esa persona ya no está, se la llora más; pero es más la despedida del que se va de viaje que del que ya no existe. Uno recuerda tan vívidamente a la persona, que todavía la siente ahí, riendo y haciendo tic o vistiendo ropas absurdas. Por otro lado, está la diferencia en la forma de despedirse. El féretro es una especie de ídolo pagano macabro que devora al querido difunto en medio de ceremoniales horrorosos. Ya acabará tan tétrica idolatría y la muerte volverá a ser lo que en realidad es, el simple paso de la vida física a la espiritual.

 

      ’Y en cuanto a mí, un día, meses después de mí llegada a Freyrstrand, descubrí que ya no temía a la muerte. Me sentía como aliviado de una enorme carga. Al instante caí de rodillas, agradecido; y puedo asegurar que aunque mi cuerpo volvió a incorporarse, mi alma continúa de rodillas desde entonces. Aquí, en Freyrstrand, pude decir, como Job, que de oídas solamente conocía a Dios, y que ahora lo habían visto mis ojos.

 

      El cura estaba muy emocionado, y Balduino le notó un discreto lagrimeo, que no fue mucho más evidente. Fray Bartolomeo se recuperó enseguida y continuó:

 

      -Las cuentas se hacen al final del día. Recordemos esto cuando nos sintamos derrotados, y también cuando nos mareemos en la cima del éxito. Cuando nos llegue la hora, el día habrá terminado para nosotros, y ahí podremos evaluar cuánto ganamos o perdimos. Yo era un fracasado y hoy lo tengo todo; y aunque mi día no ha terminado, creo que al final me quedará todavía una buena ganancia. Y curiosamente, me concedió a su manera aquel lejano anhelo de mi infancia, pues viví, quizás, más aventuras de las que deseé. Pues, ¿qué es la aventura, sino lanzarse a lo insospechado? Y batallo, como vosotros, en una guerra espiritual. A menudo creemos que si Dios existiera, no permitiría a los malvados prosperar, permitiendo en cambio que los justos sufran tribulaciones de toda clase. Pero lo cierto es que en esa guerra espiritual de la que hablaba, el bando de Satán está formado por mercenarios muy bien pagos, pues de otro modo nadie lucharía por él; no es un tipo muy simpático. En cambio Dios no quiere mercenarios ni adulones a su lado; y vaya si los tendría, y en abundancia, si prometiera dicha y prosperidad a quienes militan en sus filas. El quiere que le sirvamos por amor, y no por la paga; pues por amor y no por paga es que El nos ofrece el Reino de los Cielos. Y creedme, también en esto las cuentas se cierran en este mundo y no en el venidero. He oído confesiones de muchos moribundos. La gente más mísera, pobre y sufrida dejaba este mundo en paz con su conciencia, lo que es el mejor de los adelantos del Paraíso: saber que uno vivió tan bien como pudo y sin dañar a nadie. Y quienes habían llevado una vida de maldades, e incluso prosperado gracias a ellas, morían aterrados por la perspectiva de un Infierno en el que jamás habían creído más que al hallarse a punto de exhalar el último suspiro, y suplicaban que se celebrasen misas por la salvación de su alma. Es una fea forma de morir. Es descubrir, luego de un día de negocios, que la ganancia obtenida es sólo viento. Que no hay dinero en efectivo porque se ha vendido a crédito al Diablo, y que él se ha ido lejos, sin pagar la deuda. Es la ruina.

 

      Fray Bartolomeo paseó la mirada entre su feligresía, y una sonrisa, que le fue devuelta por varios miembros de la grey, iluminó su rostro.

 

       -Casi todos mis más queridos fieles estáis hoy aquí-dijo-, reunidos por circunstancias que no hacen al caso. Algunos de vosotros, alguna vez, rozasteis una cúspide de gloria, de la que os visteis derribados. Otros vivís en un pozo del que rara vez lográis salir. Algunos de vosotros fuisteis o sois feroces y temibles; otros tenéis la mansedumbre de los corderos y nunca fuisteis ni seréis de otro modo. Contrastes extraños, ciertamente; pero no tanto si se piensa en las Escrituras. Ese Dios colérico del que os hablaba al principio refrenó su ira y nos envió a su Hijo, y El se hizo carne y habitó entre nosotros. Siendo tan poderoso, se humilló El mismo para conocernos mejor. Sufrió tentaciones, dolor y miedo. Y amó. Creo que volvió a los Cielos con mejor opinión de nosotros. Creo que entendió mejor nuestras miserias luego de padecerlas El mismo. Desde lo alto de los Cielos tal vez sólo parezcamos hormigas fastidiosas a las que se siente uno tentado de pisotear. Tras conocernos mejor, no tuvo ya corazón para destruirnos. Entendió que fue menos maldad que estupidez lo que nos llevó a crucificarlo, y nos abrió de par en par las puertas del Paraíso. Y el primero que entró allí fue la persona menos pensada: un ladrón. Por algo será. Después de esto, tal vez no resulte tan extraño ni debamos sentirnos castigados si nos derriban de la cima. Es mejor bajar de nuevo, para ayudar a subir a los que están en el pozo y marchar todos juntos todavía más arriba. Y quizás no parezca tan absurda la convivencia de lobos y corderos. Tal vez sea bueno que la fiera encuentre un poco de sosiego y traspase un poco de sus ímpetus al cordero.

 

      Y concluyó el cura:

 

      -Ahora, hermanos, demos gracias al Señor.

 

      Y la feligresía entera, en una atmósfera de intensa piedad, cayó de rodillas. Quizás, incluso, el propio Balduino fue creyente en ese momento; pues jamás olvidó aquella misa ni aquel sermón. 

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17 febrero 2010 3 17 /02 /febrero /2010 19:36

LXX

      El centinela del puesto de guardia en el torreón tenía siempre encima el cuerno de caza de Balduino, con instrucciones precisas de cómo y cuándo hacerlo sonar; y el domingo por la mañana, muy temprano, estando el pelirrojo dormido sólo a medias, fue despertado por una señal que no pensó oír jamás: un único toque prolongado, casi un ulular.

 

      -¡LOS WURMS!-gritó-. ¡A LAS ARMAS!

 

      Toda la dotación de Vindsborg se puso de pie, entre la alarma y el espanto, precipitándose cada uno como pudo sobre sus armas. Mientras tanto, Balduino, armado también hasta los dientes y embrazando un escudo de madera, salió a evaluar el peligro. Si alguna vez en su vida rezó, sin duda fue ésa; porque Freyrstrande todavía no estaba en condiciones de hacer frente a una invasión Wurm a menos, y eso con suerte, que se tratara de unos pocos individuos.

 

      Andrusier, de guardia en el torreón, no cesaba de repetir frenéticamente la señal de alarma. Todavía estaba oscuro, y había niebla; de modo que aunque Balduino escudriñó el océano, no logró ver nada. El centinela debía tener una vista como para que hasta las águilas la envidiaran.

 

      -¡Andrusier, Andrusier!-gritó Balduino desesperado, al llegar al pie del torreón-. ¿A qué distancia están? ¿Cuántos son?

 

      Andrusier abrió uno de los ventanucos medio tapiados que había en el torreón, y se asomó. Parecía perplejo. Se hizo repetir la pregunta por un cada vez más alarmado Balduino.

 

      -Pero señor Cabellos de Fuego, ¿no los ves?-gritó desde lo alto-. Son diez o doce como mínimo.

 

      -¡Doce!-exclamó Balduino-. ¿Y qué son: Thröllewurms o Jarlewurms?

 

      Andrusier lo miró como se miraría a un niño retrasado.

 

      -Son aldeanos que vienen a misa...-explicó, señalando en dirección opuesta al mar.

 

      Efectivamente, como se había convenido con Fray Bartolomeo, ese día los aldeanos oirían misa en Vindsborg, y se acercaban unos cuantos, solitarios o en grupos.

 

      -Pero imbécil-gritó Balduino, desgañitado de furia-, casi me matas del susto. ¿No tenías ocurrencia mejor que llamar a misa usando la señal convenida para caso de invasión Wurm?

 

      -Como no hay campana...

 

      -¡Tu cabeza usaré yo de campana, con mi puño como badajo!

 

      Y su furor no se aplacó enseguida, porque en Vindsborg reinaba un inadmisible caos cuyas consecuencias hubiesen sido gravísimas en caso de una auténtica invasión. Karl se había dirigido como una exhalación a la caballeriza y ya estaba por montar a Slav  para advertir primero a los aldeanos, a fin de que huyeran a un lugar seguro, y luego seguir viaje hacia Vallasköpping en busca de refuerzos. Fue el único que obró con la celeridad exigida por la supuesta crisis, y Balduino logró interceptarlo antes de que partiera. Mientras tanto, Thorvald bramaba como un demonio, no informado aún de que todo había sido una falsa alarma. Casi nadie tenía todo su equipo a mano y algunos ni recordaban dónde lo habían dejado. Adam y Adler discutían por la posesión del único escudo que quedaba, sin que nadie entendiese dónde estaba el faltante, hasta que se descubrió que Ursula lo había tomado sin permiso ni aviso previo, para participar ella también en el combate. Todo ello, por supuesto, entre los sempiternos y fastidiosos  pero al menos previsibles ladridos de los perros de Hundi, que en todo aquello veían alborozados un juego sensacional del que ellos exigían participar, y que eran los únicos a quienes su cerebro diminuto -admitiendo que tuvieran algo similar a un cerebro, lo que era dudoso- brindaba una excusa para su comportamiento. En suma, lo que reveló aquella falsa alarma fue una total falta de organización.

 

      Aclarado que por fortuna la temida invasión estaba lejos de producirse, Balduino, iracundo, reunió a sus hombres y les anunció nuevas y drásticas medidas, lanzando reprimendas a diestra y siniestra y a voz en cuello. Nadie se animó a protestar cuando comunicó que a partir del día siguiente, antes aún del desayuno, se comenzaría por pasar revista, y que aquel que no tuviera todo su equipo en condiciones y a mano haría doble turno de guardia durante toda una semana; pero hubo caras largas cuando agregó que habría además simulacros de invasión al menos tres meses por mes, uno de ellos en horario nocturno. En ese momento, varias de esas caras largas se alzaron furibundas hacia el torreón, rumiando maldiciones contra Andrusier.

 

      -No lo culpéis a él-gruñó Balduino-. Es más, hasta debería agradecerle su tontería, puesto que gracias a ella quedaron al descubierto todas estas falencias. Si cada uno de vosotros hubiera hecho las cosas como es debido; si yo mismo me hubiera asegurado de que en caso de ataque Wurm estuviérais listos para el combate, ahora otro gallo nos cantaría.

 

      -Hmmm... Para serte franco, señor Cabellos de Fuego,  creo que extremas las cosas-opinó Ulvgang, inmutable por lo demás ante las nuevas medidas-. No creo que Freyrstrande les interese a los Wurms, que además están lejos...

 

      -¿A qué vendrían aquí? Esto es un páramo-dijo Hundi, señalando la desolación que era la playa.

 

      -No pensábamos así cuando hace un rato nos arrojamos sobre las armas que teníamos a mano, ¿no?. Por lo demás, en este momento Freyrstrande está casi totalmente indefensa, y eso podría tentar a los Wurms; sin contar que las dehesas junto al Duppelnalv y los bosques ya no están muy desolados que digamos. Y los bosques son visibles desde el océano-rebatió Balduino.

 

      -Y no hay peor filosofía que la que se toma las cosas a la ligera, y que supone que una catástrofe que parece lejana nunca habrá de suceder-añadió Thorvald-. Pensamientos así llevaron a Drakenstadt al desastre cuando vosotros mismos la atacasteis y saqueasteis a vuestro antojo, y lo que posteriormente os llevó a vosotros mismos por caminos similares cuando os tuvisteis por invencibles.

 

      -Correcto, compañero-convino Ulvgang-. Entonces se hará como ordenes, señor Cabellos de Fuego.

 

      No hubo síntomas de abierta rebelión contra las nuevas medidas, pero obviamente éstas serían obedecidas con gran renuencia al menos por una parte de los hombres de Balduino. Este sospechaba que podría haber problemas, sobre todo por el lado de Honney.

 

      Y tenía razón en desconfiar. Honney se debatía entre fuerzas y motivaciones muy disímiles. No dudaba de que era mejor estar en Vindsborg que en prisión. No se arrepentía de su anterior vida de fechorías, pero tenía ya treinta y ocho, casi treinta y nueve años de edad, diez de los cuales los había pasado en prisión meditando sobre los rumbos que podría haber tomado su vida de no haberse hecho Kveisung. Para piratear de nuevo comenzando de cero estaba ya demasiado viejo, y además sin duda los puertos de las Kveisungersholmene habían sido arrasados por los Wurms. En cuanto a Balduino, lo consideraba un buen compañero, pero a la vez desconfiaba de él por la fuerza del hábito y también, quizás, porque no le parecía lógico que un Caballero hiciera tan buenas migas con la escoria.

 

      Y más le valía al señor Cabellos de Fuego que no considerara al viejo Honney y a sus compañeros Kveisunger como simples peones de un tablero de ajedrez, sacrificables todos ellos en aras de una victoria a cualquier precio. Porque de ser así, el viejo Honney siempre estaba a tiempo de seccionar la carótida del señor Cabellos de Fuego para escribir con sangre las verdaderas reglas del juego.

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17 febrero 2010 3 17 /02 /febrero /2010 18:03

 

      Los constructores de catapultas quedaron aterrados al tener a Balduino frente a ellos, hecho una fiera, reclamando bramante lo que le correspondía por un pago anticipado hecho hacía ya considerable tiempo. Súbitamente tomaron conciencia de que habían recibido el encargo de un Caballero, cosa que en realidad ya sabían, pero que antes, cuando por su aspecto Balduino parecía un pordiosero y un  vago, les costaba recordar. Ahora la situación era distinta. La magnífica armadura, furibundos reclamos con voz de trueno, alguna mesa aporreada y una diestra que constantemente se dirigía hacia el pomo de la espada envainada, los dejaron con el Jesús en la boca. De nada les valió excusarse argumentando que habían pactado una catapulta a precio de costo y que, por lo tanto, no les reportaría ganancias. Balduino respondió que eso debían haberlo pensado antes; ahora el trato estaba cerrado, y él había cumplido con su parte. Finalmente exigió que la catapulta fuera concluída en el plazo máximo de una semana y que, además, se encargaran ellos mismos de llevarla a Vindsborg en compensación por las molestias causadas. De no ser así, adelantó, tendrían muchos problemas, y ciertamente graves.

 

      Luego fue a hacer ciertas averiguaciones, tal como le había anticipado a Oivind  a quien, de regreso en Freyrstrande, fue a ver antes incluso de pasar por Vindsborg. Un breve diálogo entre ambos dejó en claro que Oivind no sólo cobraba una comisión abultada y sisaba cuanto quería, sino que además recargaba los precios de manera descarada. Balduino montó en cólera con él, lo hizo sentarse y él, de pie, lo amonestó acremente; pero fue aplacándose al ver que Oivind, en vez de replicar con sus lloriqueos de rigor, se ponía cabizbajo; y que, concluida la reprimenda, murmuraba con humildad:

 

      -Soy ya un viejo, señor Cabellos de Fuego... Y pensad que, después de todo, corro mis riesgos, y no podría comprar otros bueyes si algo les pasara a éstos...

 

      Alguna compasión inspiraba ahora Oivind a Balduino, aunque no tanta como para dejar pasar por alto, impune, su conducta deshonesta, o para obviar otros detalles.

 

      -Algo de razón tienes, pero menos de la que piensas-replicó-. Si bebieras menos, podrías ahorrar un poco más, y así dispondrías de una reserva para adquirir otros bueyes, si fuera necesario; sobre todo teniendo en cuenta que, entre pagas oficiales y extraoficiales, te quedas con una buena cantidad. No obstante, a ti no te espera el sueño de una vejez reposada, y tomaré en cuenta eso. Haremos un trato. En primer lugar, te impondré un ayudante: un muchacho robusto que al principio recibirá escasa paga y trabajará duro, y al que iniciarás en el oficio. Ni se te ocurra, desde ya, enseñarle cómo robar; tal vez lo descubra solo, pero no hace falta que lo ayudes. Tampoco quiero que abuses de su juventud e inexperiencia. Podrás dejar en sus manos la mayor parte de las faenas, sobre todo las pesadas, pero no todas. Si algún accidente te incapacitara de seguir trabajando, el muchacho te sostendrá económicamente; si bien, por supuesto, en caso de que vivas largo tiempo y él se haga hombre, deberá aumentársele bastante el salario. Se acabó para ti el tiempo de las sisas y los precios inflados; pero en lo que respecta a tu paga, veré que sea razonable. No te faltará alimento, ni tampoco bebida. Pero ese ayudante será tu heredero universal. A él pasarán todos tus bienes, carreta de bueyes incluida, cuando pases a mejor vida. ¿De acuerdo?

 

      Durante un buen rato, Oivind permaneció cabizbajo y silencioso, y Balduino supuso que luchaba para reponerse de una desagradable sorpresa; pero de repente al viejo comenzó a temblarle la mandíbula inferior, y un par de lágrimas afloró a sus ojos , que se cerraron como en un infructuoso intento por contenerlas.

 

      -Gracias, señor Cabellos de Fuego-murmuró.

 

      Balduino se quedó de una pieza. ¿Y ahora?... Esa reacción sí que no se la esperaba. ¿O sería una nueva treta del viejo para conseguir quién sabía qué beneficio extra?

 

      Oivind se secó las lágrimas.

 

      -Sentaos, señor Cabellos de Fuego-dijo, sonriente-. Os traeré algo de beber.

 

      Balduino tenía apuro; tanto que ni había hecho entrar a Hansi con él, diciéndole que enseguida saldría (aunque de todos modos, le habría dicho lo mismo para ahorrarle a Oivind la humillación de que lo amonestaran frente a otros). Retrasado más allá de sus cálculos, decidió sin embargo que valía la pena sacrificar unos minutos más de su tiempo. Primero, porque eso de que Oivind le ofreciera un trago, a juzgar por su anterior experiencia con él y por comentarios de otras personas, era una rareza irrepetible; y secundariamente, porque quería ejercitar su sagacidad. Con su reciente llanto, el viejo lo había desconcertado. O Balduino le había tocado una fibra sensible de su alma, o bien Oivind era un actor extraordinario, un maestro  en el arte de fingir.

 

      Era útil saber sopesar el carácter de un hombre con sólo mirarlo, a fin de precaverse contra eventuales traiciones. Balduino no creía estar aún lo suficientemente ducho en esto. No era que Oivind fuera peligroso, pero escrutar su verdadero carácter sería buen adiestramiento.

 

      Así que Balduino aceptó la invitación, llamó a Hansi para que entrara y ambos se dispusieron a tomar asiento, mientras Oivind iba por la bebida. Hansi ocupó la primera silla que encontró, pero en seguida volvió a levantarse, adolorido. La cabalgata había sido lo bastante prolongada para un jinete bisoño como él, y tenía las asentaderas a la miseria.

 

      Balduino tomó otra silla con su mano y la evaluó con desconfianza, preguntándose si sería lo bastante resistente para soportar su peso más el de la armadura.

 

      -¿Es lo bastante maciza esta silla?-preguntó a Oivind; y como la respuesta no llegaba, se dispuso a comprobarlo por sí mismo, sentándose muy lentamente, Decidió que la respuesta era afirmativa; y cuando un crujido le advirtió cuán equivocado estaba, él no fue lo bastante veloz para incorporarse de nuevo a tiempo.

 

      -¿Cuál, señor Cabellos de Fuego?-preguntó inocentemente Oivind, buscando en un mueble la bebida y los vasos a espaldas de Balduino; y acto seguido, el pelirrojo cayó al suelo junto con los restos de la silla de marras, en un estrépito descomunal-. ¡Oh! ¡Señor Cabellos de Fuego!... ¡Lo siento muchísimo!

 

      Pese a lo ridículo de la situación, Hansi gimió como si hubiese caído él; las posaderas le dolían demasiado.

 

      -¿Cuando nos vamos a casa, señor Cabellos de Fuego?-preguntó.

 

       Sin escucharlo, Balduino, tendido en el suelo cuan largo era, reprimió un rezongo. Al parecer, su orgullosa y resplandeciente armadura habíase vuelto un traje de bufón sin que él se diera cuenta. Claro que al menos Gudrun esta vez no estaba allí para presenciar este nuevo y más bochornoso papelón.

 

        Oivind lo ayudó a ponerse de pie. Entonces advirtió el viejo los efectos secundarios que la caída de Balduino hábían provocado en el maderamen del piso, y por poco no se echa a llorar.

 

      -Rompisteis el piso, señor Cabellos de Fuego...-le reprochó con cara de funerales y voz compungida, señalando con su diestra una tabla rajada, mientras Balduino, entre la sorpresa, la rabia y la indignación, proyectaba asesinarlo-. Ah, no importa, ya lo arreglaré-agregó desdeñosamente, al parecer decidiendo de pronto que lo que al principio daba la impresión de ser una catástrofe sin precedentes, merecía en realidad degradarse al nivel de trivialidad-. Esa otra silla sí que es firme, señor Cabellos de Fuego, ¡muy firme!

 

        No queda bien que un Caballero, protector de pobres y desamparados, arremeta contra un viejo, por más que éste acumule méritos para ello; de modo que Balduino renunció a sus planes homicidas. Pero si esta segunda silla corría el mismo destino que la primera, volverían a asaltarlo instintos vengativos y sangrientos, de modo que ponderó adecuadamente la resistencia de la misma antes de confiarse a ella.

 

      Oivind volvió al mueble de las bebidas y sirvió pensativamente un vaso de vino.

 

      -Señor Cabellos de Fuego, vámonos a casa-suplicó Hansi, torturado por el dolor en las nalgas.

 

       -Ssshhhh...-chistó Balduino-. Sí, Hansi, enseguida-susurró.

 

       -Habéis cambiado mucho desde que llegasteis a Freyrstrande, señor Cabellos de Fuego-comentó Oivind.

 

      La silla había aprobado exitosamente el examen. Ya sentado, Balduino se quedó pensando en aquel comentario.

 

      Se recordó a sí mismo en Kvissensborg, tendido en el suelo, golpeado y escarnecido. Y recordó asimismo las palabras de Einar, que entonces sonaban a condena de un poder superior; del destino, quizás, o de Dios mismo: Freyrstrande se encargará de vos.

 

      Freyrstrande estaba encargándose, efectivamente, de Balduino, pero no como éste o como Einar habían imaginado. Qué cosas raras tenía la vida.

 

      Balduino salió de repente de su ensimismamiento, y su garganta seca le empezó a reclamar ese trago que no llegaba. Giró la cabeza hacia Oivind. Este, con la vista en el vacío, se hallaba extraviado a su vez en sus propias reflexiones, o tal vez en viejos recuerdos. Una sonrisa beatífica iluminaba su semblante taimado por naturaleza, y su diestra sostenía un vaso que a juzgar por el brillo en los ojos del viejo había sido vaciado varias veces al hilo.

 

      -Señor Cabellos de Fuego...-volvió a suplicar Hansi, en voz baja.

 

      -En seguida, en seguida...-prometió Balduino, en voz baja-. Oivind-llamó, ahora alzando un poco la voz. Y cuando el mentado lo miró, el pelirrojo sonrió como quien pide un favor, y alzó su diestra en ademán de brindis.

 

      Oivind miró su propio vaso.

 

      -Es verdad, está vacío-dijo, para decepción de Balduino; y ya iba el viejo a llenarlo de nuevo, cuando se acordó de algo y se detuvo-. ¡Oh! ¿Perdón, señor Cabellos de Fuego! Ya voy-sacó del mueble un segundo vaso y se disponía a llenarlo de vino, cuando de repente se detuvo-. ¿O preferís aquavit, señor?

 

      -No lo conozco, pero me gustaría probarlo...

 

      -Os va a gustar mucho-aseguró Oivind, entusiasta como el que más-. Es muy reconfortante, sobre todo en invierno.

 

      Sonaba convencido y convincente, por lo que Balduino esperó la bebida con mucha ansiedad, como a punto de catar el mismísimo néctar libado por los dioses del Olimpo griego. Entre tanto, Oivind se puso a perorar, pero Balduino no lo escuchaba, aun cuando su propósito original,  al quedarse, hubiera sido estudiar al viejo. En toda persona hay varias facetas o personalidades; en este momento, un  anhelante degustador, en el interior de Balduino, había sacado a empujones al guerrero.

 

      Entusiasmado con su charla, Oivind se dirigió con paso decidido hacia la mesa, vaso en mano... y para desolación de Balduino, siguió de largo al pasar junto a él, en el momento en que una mano ansiosa se disponía a apropiarse del codiciado trago.

 

      Me rindo, pensó Balduino. Había derribado de su corcel al Toro Bramador de Vultalia; había sido un héroe en los bosques de Hallustig; tal vez, incluso, estuviera en condiciones de enfrentarse dignamente a los Wurms. Pero de arrancarle a Oivind un poco de bebida, ni hablar. Un funesto hado lo condenaba eternamente a salir siempre sediento de aquella cabaña.

 

      -¿Cuándo nos vamos, señor Cabellos de Fuego?-suplicó Hansi. El pobre no quería más que llegar y ponerse en posición horizontal y de lado hasta que desaparecieran los efectos de la cabalgata.

 

      -Pronto-prometió Balduino.

 

      Entre tanto, el viejo se había sentado frente a Balduino, sin dejar de hablar, gesticulando mucho y siempre con el vaso en la mano.

 

       -¡...por lo menos, tal es mi opinión, señor Cabellos de Fuego!-exclamó firmemente en cierre de quién sabía qué fogoso discurso, recalcando sus palabras con un gesto de su siniestra. Y acto seguido vació el vaso hasta la última gota.

 

      Ahí va mi aquavit, pensó Balduino. En eso, la mano del viejo se posó sobre la suya.

 

      -Es fundamental que entendáis algo, señor Cabellos de Fuego-dijo Oivind, con el tono misterioso de quien se dispone a revelar la Verdad Suprema a uno de los pocos privilegiados capaces de comprenderla.

 

      ¡Qué prólogo más solemne!... Oivind era bastante resistente al alcohol, y tal como Balduino creía conocerlo, no estaba borracho; como mucho chispeado. Por lo demás, ebrio o sobrio, la mayor parte de su charla consistía en lloriqueos, adulaciones y disparates. ¿Qué era aquello tan importante que ahora iba a declarar? ¿O sería más de lo mismo?

 

      -Sí, Maese, decidme-contestó Balduino. Cómo estaría de impresionado que suspendía el tuteo, casi como si tuviera frente a él a uno de los Siete Sabios de Grecia; aunque de inmediato temió que siguiera a aquello una tontería monumental, o alguna treta amañada quién sabía con qué fines.

 

      -Cerrad primero vuestros ojos-rogó Oivind, dando el ejemplo-, y relajad vuestra mente.

 

      Balduino obedeció, y se quedó a la espera de la tan anunciada y arcana revelación; pero la misma no llegaba. Y entonces, de improviso, un ronquido descomunal, digno de Snarki, estremeció la cabaña. Balduino, estupefacto, abrió los ojos.

 

      -No lo puedo creer, Hansi, mira esto, se durmió-murmuró, entre el escepticismo y la frustración, y mirando a diestra y siniestra como a la búsqueda de entidades invisibles capaces de proseguir con el enunciado de la Verdad Suprema iniciado por el viejo.

 

      Pero que el viejo estuviera dormido o en vela no preocupaba a Hansi, quien sólo temía no poder dormir él en varias noches a causa de su dolor de culo; por lo que no respondió más que con un nuevo gemido.

 

      -¡Se durmió!.-repitió Balduino, sonriendo y aún sin poder creerlo. Después de tanto suspenso, ni el nunca explicado paradero del tesoro de Sundeneschrackt le hubiera interesado tanto como saber qué habría dicho Oivind de no haberse dormido, aun cuando no terminase siendo más que una gansada única. Hasta pensó en despertarlo para que por lo menos le explicara qué era aquello tan fundamental que debía saber. Pero viéndolo roncar con tanto entusiasmo, parecía un crimen despertarlo. Y cuanto intento hizo Balduino por adivinarlo, resultó infructuoso.

 

      Por último se dio por vencido y al menos tomó desquite dirigiéndose al mueble donde Oivind guardaba parte de la bebida (seguramente tendría más en algún otro sitio) y probando al fin el aquavit, que le pareció exquisito y vigorizante. Se prometió adquirir un barril de aquella bebida antes del invierno.

 

      Luego, desoyendo un rato más los gemidos de Hansi, se volvió hacia Oivind, quien continuaba roncando con increíble descomedimiento, con la cabeza tumbada sobre la mesa.

 

      -Qué caso eres, viejo-murmuró, estudiándolo con curiosidad, en un último intento por descifrar su carácter.

 

      ¿Qué sabía de él? Muy poco. Que vivía solo, que vivía mucho, que era a la vez perezoso y trabajador (por contradictorio que esto resultase); que robaba a sus vecinos en pequeñas cantidades que, sumadas unas con otras, hacían una gran cantidad.

 

      Hoy lo había visto llorar. ¿Habrían sido auténticas sus lágrimas? Balduino decidió que sí, que lo habían sido. Oivind parecía no haber fingido en lo más mínimo después de la durísima reprimenda inicial. Pero en cuanto a la causa de esas lágrimas -en apariencia agradecidas-, sólo se podía especular.

 

      Balduino había estudiado a los grandes líderes militares de la Historia y sabía que muchos de ellos habían ganado importantes batallas e incluso guerras gracias a maniobras poco ortodoxas e incluso polémicas en su momento. Esto no era un dato menor teniendo en cuenta que a su manera también Oivind resultaba poco ortodoxo y polémico. Guerras desesperadas requieren medidas desesperadas, no importa cuál sea el campo de batalla. Bien lo sabía Balduino, que había luchado aun antes de aprender a manejar una espada, para conquistar afectos nunca alcanzados, yendo de derrota en derrota y recurriendo también él a medidas desesperadas en pos de sus fines.

 

      Miró otra vez a Oivind. Tal vez toda la excentricidad de éste no fuera más que un recurso desesperado para ganar otro tipo de batalla. Tal vez en su interior se hallara rodeado por un enemigo numéricamente superior y en un terreno desfavorable. Tal vez había llorado porque en Balduino veía quién sabía qué inesperados refuerzos.

 

      El viejo seguía durmiendo, impertérrito. Su aspecto era ahora de lo más inocente, y Balduino lo vio de una forma en que nunca lo había hecho antes. Cada una de las arrugas de su rostro parecía hablarle, decirle que ella era también, en cierto modo, una cicatriz obtenida en una vieja batalla; que debía respetar a Oivind, más allá de lo que éste fuera, porque había librado muchos más combates que él. No importaba cuántos hubieran terminado en victoria y cuántos en derrota. Había luchado en la medida de sus posibilidades. Cuando pasara a retiro, no importaría que estuviera un poco loco o malherido o mutilado. Sólo que hubiera luchado.

 

      Una súbita ternura invadió a Balduino. Cargó con Oivind y lo acostó en el jergón de paja donde solía dormir. Inútilmente, buscó alguna manta con qué cubrirlo.

 

      -No encuentro con qué abrigarlo...-se quejó.

 

      Hansi se tocó por enésima vez las nalgas, exhaló un débil quejido y, captando milagrosamente las palabras de Balduino, respondió:

 

      -Hará mes y medio, Oivind quemó por accidente las que tenía.

 

      -No entiendo cómo, si el jergón de paja está bien lejos del hogar. Estaría borracho, pero entonces tuvo una suerte increíble al no haber incendiado la cabaña entera, con él adentro. En fin...

 

      Finalmente, Balduino se despojó de su capa negra con el halcón bicéfalo de la Orden del Viento Negro bordado en hilo escarlata, y cubrió con ella a Oivind antes de salir.

 

      Ya fuera de la cabaña, montó el primero y alzó con su brazo a Hansi, quien esta vez no gimió sino que gritó de dolor cuando Balduino lo sentó ante él.

 

       -Ay, Hansi, Hansi... ¿Quién te mandó venir? No importa-dijo Balduino, sonriendo, cuando cruzó los brazos en torno al niño, en parte para sostener las riendas, pero también en gesto protector-. Ya haremos de ti un jinete experimentado.

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17 febrero 2010 3 17 /02 /febrero /2010 18:02

      Al día siguiente, antes incluso del desayuno, Balduino se colocó la armadura con ayuda de Anders. Después de meses de no usarla, le resultó sumamente molesta; pero la mayor incomodidad la experimentó cuando Adler, en ese momento de guardia al pie de Vindsborg, le notificó que unos cuantos aldeanos querían verlo a raíz del incidente de Oivind con los grifos. Nada inesperado en el fondo, pero igual Balduino no esperaba tenerlos allí tan pronto para clamar que cumpliera con sus deberes; y la verdad era que le daba vergüenza que lo vieran con la armadura puesta ya que, en un sitio como Freyrstrande, parecía una ostentación ridícula y fuera de lugar. Por eso él había planeado partir para Vallasköpping cuando todavía estuviera oscuro y nadie pudiera verlo. Y no. Para su desgracia, los aldeanos allí presentes habían  elegido una hora temprana para venir a verlo, así luego cada uno podía encargarse de sus quehaceres.

 

      No dijo una sola palabra acerca del bochorno que lo invadía, pero todos en Vindsborg lo notaron, y de inmediato lo bombardearon con comentarios burlescos acerca de lo guapo que se veía con la armadura, y de las muchas conquistas que lograría cuando lo vieran así.

 

      -Idiotas-farfulló Balduino, furioso, mientras salía a atender a la gente. Su ira divirtió más a los otros. De hecho, algunos estaban ya próximos a orinarse de la risa.

 

      Para colmo, la bendita armadura repicó como las campanas de la Catedral de Nuestra Señora Inmaculada cuando él descendió la escalinata seguido de Anders; de modo que ya antes de estar frente a los aldeanos, llamaba ya la atención de éstos.

 

      -Caray, amigo-comentó sinceramente Kurt, perplejo, en cuanto vio a Balduino. Lo acompañaba Heidi, su novia; pero fue otra mujer hacia la que se volvió:-. Se ve apuesto, ¿eh, Gudrun?

 

      La aludida fulminó a Kurt con la mirada, y Balduino hizo otro tanto.

 

     Sin embargo,  pareció a Anders que, superada la sorpresa inicial, la gente allí reunida ponderaba a Balduino con gran admiración. En realidad, no era para menos: después de todo, ya que no apostura, el pelirrojo tenía cierto aire distinguido que la armadura realzaba hasta conferirle una apariencia gallarda.

 

      El desastre, a juicio de Anders, vino después de que Oivind refiriera el incidente del día anterior. Lo hizo sin sus habituales lloriqueos y con un auténtico tono de alarma en su voz, lo que hacía suponer que el ataque de los grifos realmente había tenido lugar, aunque sazonara su relato con abundantes exageraciones de las que ni él mismo se diera cuenta.

 

      Entonces fue el turno de Balduino de hablar.

 

      -Tengo un grifo para la propuesta del problema-dijo; y al instante advirtió el disparate que acababa de decir-. No...Quiero decir, un propuesto para el grifo del problemo... Unos problemas para los grifos...

 

      Se detuvo, confuso y ruborizado, en la cúspide del bochorno. ¡Y allí estaba Gudrun, viéndolo y oyéndolo decir gansadas, maldita sea!

 

      Anders intentó ayudarlo a desempantanarse:

 

      -Una propuesta para...-comenzó.

 

      -¡NO!-rugió inesperadamente Balduino, furioso consigo mismo, haciendo un ademán de rabia impotente con sus puños cubiertos por guanteletes. Concluiría él mismo la condenada frase aunque demorase diez años y en ello le fuera la vida.

 

      Esperó unos segundos, y recapituló:

 

      -Tengo una propuesta para el problema de los grifos...

 

      No expuso qué solución había hallado, caso de tener preparada alguna; pero sí dijo que necesitaría de la ayuda de todos los aldeanos. Explicó, además, que exterminar a los grifos no era la mejor solución, y expuso las mismas razones que la víspera. Para su consternación, a lo largo de su discurso tartamudeó, hizo enroques de vocablos y hasta inventó accidentalmente términos nuevos. Y si todo hubiera ocurrido vistiendo él sus harapos habituales o al menos en ausencia de Gudrun, la cosa habría sido más llevadera; pero no así, revestido de una bella armadura tan en contradicción con el bufonesco momento, y frente a aquellos ojos color celeste lavado que ahora tanto lo perturbaban nada más verlos.

 

      Inevitablemente, sus reiteradas equivocaciones verbales inspiraron sonrisas varias, aunque había en ellas más simpatía que burla, cosa que Balduino advertiría recién varios meses después de la anécdota. Aquellas gentes rústicas y espontáneas, tras observar durante cierto tiempo al pelirrojo  y chismorrear sobre él a sus espaldas, le habían tomado inmenso afecto, el cual, con el tiempo, no haría sino crecer. La razón era muy simple: al fin sentían que alguien con autoridad se preocupaba por ellos.

 

      No importaba que no entendieran qué se proponía hacer con esa empalizada de troncos que estaba erigiendo en la playa, no importaba que pareciera centrar su atención más en problemas muy lejanos e improbables, como un ataque de Wurms, que a otros más próximos y concretos, como los grifos. Sencillamente, lo adoraban. Era su Caballero, el Héroe de Freyrstrande. Lo amaban porque toleraba a su lado a Hansi y porque estrechaba la mano de  Kurt como si entre ambos no existieran las diferencias de clase; lo amaban porque incluso ahora que lucía una magnífica armadura lo sentían uno de ellos, alguien capaz de enredarse al hablar pero que igual les hablaba  personalmente en vez de designar voceros.  Lo amaban, en una palabra, porque veían en él cuanto de grande tenía la Humanidad, rebajándose para quedar a la altura de ellos. Era el señor Cabellos de Fuego, su orgullo, tan suyo como el agreste paisaje de Freyrstrande.

 

      Pero Balduino nada sabía de esto, y le parecía estar haciendo un papelón enorme como un Wurm, y para colmo frente a la chica que le gustaba; así que pasó momentos penosos, y finalmente dijo, para abreviar:

 

      -El domingo vendréis a oír misa aquí; corred la voz entre los demás. Terminada la misa, os enseñaré a no temer a los grifos y a defenderos de ellos.

 

      Suspiró de alivio cuando la gente, tras despedirse, empezó a dispersarse, cada uno por su lado; pero Kurt no se fue. Apenas Balduino lo vio acercarse, para sus adentros se agarró la cabeza. ¿Y ahora con qué iba a salirle?

 

      -Amigo, qué astuto, qué inteligente has sido-susurró en tono cómplice.

 

      Balduino no entendió el motivo del halago.

 

      -¿Qué quieres decir?-preguntó.

 

      -Ahora llévala a dar un paseo en la grupa de tu caballo-dijo Kurt, con un guiño pícaro, señalando con el pulgar a Gudrun, que a sus espaldas se alejaba para reunirse con su majada de ovejas y llevarla a pastorear.

 

      -Ah, no empecemos otra vez con esas cosas-gruñó el pelirrojo, alejándose a tranco largo hacia la caballeriza. Hacerse el seductor nunca había sido lo suyo, y si algo le faltaba para terminar de sentirse ridículo, era comenzar ahora.

 

      -¡Pero, amigo!...-exclamó Kurt, compungido, corriendo tras él. A su juicio, Balduino se había puesto la armadura con el solo propósito de impactar a Gudrun y, por supuesto, no podía sino haber tenido un éxito rotundo. Balduino creía que sin duda ella debía haber quedado impactada, ¡pero de qué modo!... Probablemente habría quedado asombrada de que además de hombres y caballos, también hubiera asnos revestidos de armadura.

 

      Así que ignoró a Kurt, y fue hacia la caballeriza. Varios lo siguieron, cada uno por su cuenta; y fue así que, en el momento de sacar a Svartwulk y montar sobre él, advirtió que tenía alrededor, no sólo a Kurt, sino también a Anders, a Oivind y a Hansi, todos hablándole a la vez. Impuso silencio con la mano e hizo hablar en primer término a Anders.

 

      -Oivind trajo las cosas-explicó el joven.

 

      -Bueno, bajadlas y controlad que todo esté en orden. Kurt, di a los demás que pueden venir a buscar sus cosas-dijo Balduino.

 

      -Señor Cabellos de Fuego, señor Cabellos de Fuego, señor Cabellos de Fuego...-repetía Hansi, brincando para llamar la atención.

 

       -¿Cómo que buscar sus cosas?-gimió Oivind-. ¿No eran para vos?

 

      No habiendo sabido cerrar la boca frente al viejo, Balduino procuró sin embargo arreglar de algún modo la metida de pata:

 

      -Iban a serlo-dijo-; pero en definitiva, si los aldeanos me honran haciéndome obsequios que no necesito, puedo hacer lo que quiera con ellos, ¿no? Y elegí cambiarlos por cosas que a ellos les sean útiles.

 

      Kurt quería insistentemente decir algo, y Balduino temía que al hablar embarrase la situación que medianamente se acababa de componer mintiendo con elegancia.

 

      -Señor Cabellos de Fuego, señor Cabellos de Fuego, señor Cabellos de Fuego...-seguía repitiendo Hansi sin dejar de brincar.

 

      -¿Y puedo saber, señor Cabellos de Fuego-preguntó Oivind-, qué me tocará a mí?

 

      ¡Viejo desfachatado!... ¡No tenía remedio, ni vergüenza alguna!

 

      -¿A ti? Pues... El honor de continuar a mi servicio-respondió sarcásticamente Balduino, para desolación de Oivind; y volviéndose hacia Hansi, añadió:-. Tú: deja de saltar y dime qué quieres.

 

      Hansi unió sus manos en su clásico gesto de súplica.

 

      -¿Me llevas contigo a Vallasköpping?... ¿Sí?...-pero para sus adentros no confiaba en tener éxito.

 

       -Sí-contestó Balduino.

 

      -Malo-repuso enfurruñado Hansi, quien previendo una negativa tenía ya preparado aquel reproche que siguió su curso cual imparable avalancha.

 

      -¡Que , Hansi, dije que !-exclamó Balduino, impaciente, tendiendo una mano al niño para ayudarlo a encaramarse en la grupa. Hansi, entre desconcertado y exultante, aprovechó ese gesto, antes de que Balduino se recuperara del aparente lapsus y cambiase de opinión.

 

      -¡No seáis ingrato!-gimoteaba Oivind-. Nadie os sirve como yo aquí, ¿y a mí no me daréis nada?

 

       -Ya te daré a ti nadie os sirve como yo-ironizó Balduino, extendiendo hacia el viejo un índice amenazante-. En Vallasköpping haré averiguaciones; y pobre de ti, si confirmo ciertas sospechas que me han asaltado.

 

      -A Gudrun tienes que llevar de paseo a caballo, amigo, ¡a Gudrun! ¡No a Hansi!-porfiaba Kurt, indignado.

 

      Entre sus protestas y los plañideros lamentos de Oivind, quien acusaba a Balduino de malagradecido y de poner en duda su intachable honestidad, probablemente habrían puesto en fuga hasta a los Wurms. Balduino puso en marcha a Svartwulk, y fue para él un alivio dejar atrás a aquel par aunque más no fuese por unas horas.

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Presentación

  • : EL SEÑOR CABELLOS DE FUEGO I
  • : ...LA NOVELA FANTÁSTICA QUE, SI FUERA ANIMAL, SERÍA ORNITORRINCO. SU PRIMERA PARTE, PUBLICADA POR ENTREGAS.
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